Muchos enfermos, heridos y desamparados, la gente pobre que no tenía nada y que necesitaba más que nadie la caridad de quien pudiese ofrecerla, iba a morir aquel invierno. El templo de Shallaya del pueblo de Gruyden, que había sido desde hacía incontables años el administrador de la riqueza que los nobles donaban, y que siempre había representado un alivio para los más necesitados, ya no volvería a ayudar a nadie.
Algunos hombres del pueblo habían intentado evitar el robo, pero habían sido despachados rápidamente a puñaladas y disparos de arco. Hölderlin sopesó una de las últimas bolsas de cuero llenas de oro en la palma de su mano. Tras abrirla y ver con satisfacción que estaba repleta de brillantes coronas, se la colgó del cinto. Sus hombres ya estaban acabando de guardar el resto del botín. Ni siquiera había tenido que usar sus pistolas, cosa que resultaba muy conveniente dado su deseo de saquear el pueblo sin armar excesivo escándalo. Las recientes incursiones de los hombres bestia habían hecho que la guarnición de la zona, que ya de por sí era escasa en aquellos tiempos de turbulencia para el Imperio, partiese hacia el noroeste para ayudar a defender Krudenwald. Cuando regresaran, ya sería tarde para detener a la banda de asesinos y bandidos.
A su alrededor, a
la luz de las antorchas y velas que iluminaban el interior del austero templo
de piedra, las sacerdotisas miraban con terror e impotencia la escena. Podrían
darse por satisfechas si eso era todo lo que les hacían los hombres de
Hölderlin, ya que algunas de ellas eran jóvenes y atractivas. Una anciana
increpó a Hölderlin por llevarase el dinero de los indefensos, pero el líder
bandido le propinó una violenta bofetada con el dorso de la mano, derribándola.
Oyó un grito de dolor a su espalda y se giró a tiempo para ver cómo uno de sus
hombres caía malherido al suelo, con un hachazo en la cabeza. El agresor había
salido de detrás de un armario, donde se había estado escondiendo, y se dirigía
directo a él, dispuesto a darle muerte. El hacha descendió con rapidez sobre
él, pero Hölderlin la desvió con facilidad con su rapier y hundió su daga en el
vientre de su atacante. En el forcejeo, la luz de la vela más cercana iluminó
su rostro, y Hölderlin vio que se trataba de un muchacho que apenas llegaría a
los doce o trece años. Éste le sostuvo la mirada, con los ojos abiertos por el
dolor y llenándose de lágrimas, y luego se deslizó hasta el suelo, donde empezó
a formarse lentamente un charco de sangre, mientras el muchacho se retorcía.
Hölderlin pensó en darle una muerte rápida de un tiro, pero luego recordó que
no quería malgastar disparos y se limitó a atravesarle el corazón con la
espada, con bastante desinterés por la escena. Comprobó entonces el estado de
su hombre herido, a quien se le estaba escapando la escasa vida que le quedaba,
y sin inmutarse se dirigió a la salida. Era un trabajo peligroso, no tenía
tiempo para estar de luto cada vez que alguien caía… y aquel hombre, aunque
leal y fiable, no le importaba lo más mínimo.
Salió al aire frío de la noche,
seguido por su banda y, cuando estaba a punto de dirigirse a los establos, una
voz se dirigió a él. Era un viejo hochlandés, ataviado con las vestiduras
habituales de un guardabosques. Llevaba el traje típico de arquero, cuchillo de
monte en la cintura, y carcaj y flechas a la espalda, y estaba sentado en un
poyete de piedra, recostado contra un edificio mientras fumaba en su pipa. No
sabía por qué, pero aquel anciano le resultaba muy familiar, y era en cierto
modo la encarnación de todo aquello que se suponía era un hochlandés. Su expresión
serena denotaba la sinceridad y el optimismo por el que eran famosos los
habitantes de la región.
- “¿Eso es todo, Hölderlin?” -habían sido sus palabras.
El aludido se giró hacia el anciano, desafiándole con la mirada.- “¿Cómo sabes mi nombre, viejo?”
- “Oh, aquí muchos lo conocen ya. Hölderlin y sus hombres del Drakwald, temidos, odiados y despreciados por igual. No en vano habéis asaltado y aterrorizado ya a varios pueblos de la zona, y siempre dejando a vuestro paso viudas, huérfanos y miseria. Tú mismo has asesinado hoy a tres hombres, una mujer… ah, y un niño que blandía el hacha de su enfermo padre.”
Los ojos de Hölderlin chispearon de rabia, pero se contuvo
por el momento, intrigado por aquel anciano insolente.
- “Y tú ¿qué buscas? ¿Acaso quieres ser el siguiente, o deseas informarme de algo que merezca la pena robar en este pueblucho?”
- “A decir verdad, sí. –el hombre dio una profunda calada a su pipa y dejó salir una bocanada de humo por entre su barba blanca- “Esto.”
Varios de los bandidos tensaron los arcos o hicieron ademán de atacar cuando el viejo metió su mano dentro de su camisa, pero se relajaron cuando sacó simplemente un medallón. Se le extendió a Hölderlin, quien lo aceptó, divertido de que aquel viejo le diese voluntariamente sus pertenencias. Al examinarlo vio que se trataba de un medallón de acero, no muy valioso, aunque con un tosco grabado que representaba a Taal, el dios de la naturaleza y los bosques, y la deidad más reverenciada y adorada en Hochland, pues la mayoría de los hochlandeses eran leñadores, rastreadores y montaraces. Un montón de recuerdos, sellados hacía mucho en la mente de Hölderlin, fluyeron a su memoria. Ya había visto aquel símbolo muchas veces antes, de niño, cuando su abuelo le llevaba al bosque y le enseñaba sus secretos. El padre de Hölderlin había sido leñador, pero el padre de éste había sido en sus tiempos un afamado batidor y había pasado gran parte de su vida recorriendo las inmediaciones del Drakwald y otros territorios como parte de una patrulla forestal. El viejo había enseñado a Hölderlin a cazar, a lanzar el cuchillo, a seguir las huellas que los diversos animales dejaban en el terreno… y le había enseñado también los mitos de Taal y por qué se le adoraba en su tierra natal. Recordaba que, al volver a su cabaña cuando anochecía, el anciano se sentaba con él junto al fuego y le contaba historias.
- “Es importante, Luther, que nunca olvide uno de dónde viene, o quién es en realidad. Nosotros los hochlandeses no tenemos la mítica fuerza de los middenheimers, y desde luego no somos tan ricos como esos estirados de Marienburgo –el viejo siempre aprovechaba para lanzar alguna pulla contra los marienburgueses, con quienes había servido en la guerra y no le gustaban un pelo- “pero somos famosos por nuestra lealtad, nuestra valentía y nuestro optimismo. Donde otros caen en la desesperación y se encogen, nosotros nos alzamos con una sonrisa desafiante e intentamos sobrevivir. Donde otros rechazan a los demás por ser diferentes o extranjeros, y en seguida buscan la forma de menospreciarlos, nosotros nos mostramos abiertos y francos. Sé que eres valiente, muchacho, pero no olvides nunca esas otras virtudes… Yo he visto cómo algunos hombres se dejaban seducir por el dinero y abandonaban a sus amigos, a sus familias y a sus seres queridos. También he visto a hombres morir en peleas sin sentido, a causa de discusiones sobre qué región del Imperio era la mejor, quiénes tenían más derecho, o estupideces como ésas…” -El anciano hacía una pausa cuando se daba cuenta de que su nieto le escuchaba con gran atención, en silencio, y quizá no comprendiendo totalmente todo aquello- “Ah… bah, no quiero aburrirte con las habladurías de un viejo. Pero recuerda, Luther. Tú eres un hochlandés. No debes dejar que la gente se aproveche de ti, y debes mantenerte firme ante las adversidades… pero debes ser un buen hombre, leal con aquellos que se porten bien contigo, y amable con quien no te haya hecho mal alguno. Sé que serás un buen hombre, ya lo verás…”
Luther Hölderlin vio entonces en sus recuerdos la cara de su abuelo, ya casi olvidada por completo tras tantos años. Juraría que tenía la misma cara que el anciano con quien estaba hablando, el que acababa de darle el medallón. Pero aquello era imposible, su abuelo había fallecido hacía ya mucho tiempo. Miró al viejo a los ojos con desconcierto, sin saber qué responder.
- “En fin…” –le dijo éste dejando su pipa y levantándose- “Ya da igual. Supongo que podría haber sido peor.” –Su tono seguía siendo optimista y despreocupado, aunque su mirada denotaba cierta melancolía.- “Al menos te has rodeado de gente que te aprecia ¿no? ¿Has sido leal con los tuyos al menos? ¿Has cuidado de ellos y ellos de ti? Bueno, pues si eres quien eres, todo está bien ¿No, Luther?”
Hölderlin, sin saber muy bien por qué, decidió que quería devolverle el medallón a aquel viejo. Extendió su mano izquierda hacia él, y el anciano se convulsionó ligeramente. Cuando Luther bajó la mirada, vio su daga de duelo, sostenida por su brazo izquierdo, hundiéndose en el estómago del anciano. No sabía por qué había apuñalado al hombre. Notó entonces que no era dueño de sus acciones, y volvió a mirar a la cara del anciano con horror, para ver que éste le dedicaba una última sonrisa amable.
- “Los temibles hombres de Hölderlin… Los Cuchillos del Drakwald. Has llegado muy lejos como para detenerte ¿no?”
Hölderlin abrió los ojos de pronto y se incorporó como un
rayo, justo antes de vomitar. No había mucho contenido en su estómago
realmente, pero su malestar y desorientación eran totales. Jadeando y sintiendo
una angustia indecible, empezó a enfocar la mirada. A su alrededor veía una
cabaña sencilla de madera, y el aire olía a hierbas quemadas.
-“Ya te dije que no te gustaría lo que verías, pero eres un
condenado testarudo.”
Un hombre huesudo de avanzada edad, vestido con una túnica raída, le alcanzó un vaso de madera con un poco de vino. Hölderlin le observó durante unos segundos y poco a poco fue recobrando la memoria. Había estado emborrachándose en la taberna del pueblo de Gruyden, famoso por sus templos dedicados a los numerosos dioses a los que se rinde culto en el Imperio. Él y sus hombres estaban celebrando el éxito de su último “trabajo”, emboscando a un barón prepotente que viajaba con su carromato cargado de riquezas. Allí nadie había de saber que eran una banda de forajidos, pues podían hacerse pasar fácilmente por montaraces o batidores. Espoleado por el vino, había decidido dejar de temer a su futuro y dirigirse a la cabaña apartada que había en las afueras, donde se decía que vivía el vidente de Gruyden, un hombre de más de cien años. Era habitual que hubiese peregrinos reunidos alrededor de su modesta vivienda, esperando a que el anciano les concediera una audiencia, pero aquella mañana fría y húmeda nadie esperaba junto a la cabaña. El vidente, con la cara llena de arrugas, había abierto la puerta antes de que Hölderlin llamara, y le había invitado a pasar. Tras darle a beber una infusión, le había cogido las manos y le había hecho caer en una pesada somnolencia… El resto de lo que recordaba era la vívida pesadilla de la que acababa de despertar. No obstante, había sido muy real y en ella había visto cosas que no parecían fantasías, sino recuerdos, aunque estaba seguro de que no habían ocurrido. Faltaba aún mucho para el invierno, y aunque alguna vez se le había pasado por la cabeza que el templo de Shallaya contenía todas las riquezas que un bandido como él pudiese soñar, nunca había pretendido asaltarlo. Hasta ahora habían robado solamente a los más ricos, pues no tenía sentido robar a quien no tiene nada, y al menos Hölderlin podía agarrarse a la endeble idea romántica de que su banda, en cierta medida, se limitaba a coger la riqueza de quienes eran avaros y egoístas y redistribuirla entre los más pobres. Eso, como él bien sabía, no era verdad. Pero eran tiempos difíciles y nadie les había dado nada a él y sus hombres, que se estaban limitando a sobrevivir. Un hochlandés se adaptaba con una sonrisa a cualquier inclemencia ¿no?
Tras rechazar el vino que le ofrecía el hombre, aunque la boca le sabía a bilis, habló al místico.
- “Viejo eremita… ¿qué es lo que he visto? ¿Acaso te has
limitado a drogarme para que tenga visiones?”
- “Puedes pensar lo que quieras, por supuesto. Yo sólo te he mostrado lo que querías ver, lo que te espera. El fruto futuro de tus esfuerzos y de los que te acompañan, la fortuna y el poder que soñáis alcanzar.”
Vio entonces el anciano la expresión del bandido, que apartó la mirada con consternación, con los horrores que había vislumbrado aún frescos en su mente.
- “Pero te diré, espadachín, que ése sólo es uno de los muchos caminos posibles. Tú me preguntaste a dónde te conducirían tus andanzas y tus planes presentes, y yo te lo mostré. Pero tuya es la decisión de encaminarte hacia otros lugares, de hacer otros planes. Incluso de cambiar tus compañías por otras.”
El ceño del bandido se frunció entonces con decisión -“No,
eso nunca. Mis hombres confían en mí, y yo en ellos. No voy a abandonarlos ni a
apartarme de ellos, nuestra banda sólo es fuerte si estamos juntos.”
El arrugado anciano sonrió -“Bien, sea así. Al fin y al cabo, un hombre de Hochland debe hacer caso de los consejos de los suyos ¿verdad?”
Hölderlin le miró con extrañeza, preguntándose si el vidente habría contemplado también su visión. Se levantó, volvió a colgarse del cinto su rapier y a ponerse su desgastada capa verde, y ya en el umbral se giró.
- “Gracias, anciano.” –y desatando una bolsa con algunas coronas que llevaba al cinto, se la tendió.
- “No” –dijo el hombre con serenidad, extendiendo la mano en ademán de negativa- “A mí no, yo nada preciso. Al templo, dónalo al templo de Shallaya, pues ellos lo repartirán entre los más necesitados.”
Asintió Hölderlin y abandonó aquel lugar, que no olvidaría fácilmente. En el templo entregó el dinero a una amable mujer de avanzada edad, quien le dio las gracias. No pudo, no obstante, evitar sentir un escalofrío al reconocer en ella a la anciana a la que había abofeteado en su visión. Y al salir de nuevo del santuario de Shallaya, pasó junto al poyete de piedra, en el que nadie se estaba sentando y en el que no quiso posar la mirada más de un instante.
Fue a reunirse entonces con el resto de sus salteadores, que estaban aún bebiendo en la taberna, para decirles que se preparasen para emprender de nuevo el camino. Dos de sus hombres de confianza, dos arqueros llamados Hoof y Funderlin, habían estado conversando animadamente con algunos paisanos de la mesa de al lado, y especialmente con varias muchachas de generosos pechos que estaban admirando sus arcos de madera de tejo. Mientras Hoof besaba la mano de una de ellas para despedirse, Darius pagaba a la tabernera, que era también bastante agradable a la vista, haciendo bailar las monedas entre sus dedos como un auténtico feriante. Funderlin se le acercó entonces con el arco ya colgado a la espalda, y le dijo con aire festivo:
- “Parece que ya nos estamos labrando una reputación, jefe. Esos dos leñadores de ahí, aunque no lo saben, nos conocen. Han estado hablando de aquel trabajo tan limpio que hicimos hace dos semanas, cuando le quitaste el sombrero a aquel noble estúpido lanzándole un cuchillo, y todos se rindieron en el acto. Fue genial…” -Funderlin sonrió al recordarlo- “Han mencionado incluso que el sombrero se quedó clavado en la pared, y que después los muchachos le lanzaron tantos cuchillos que quedó hecho un alfiletero. Parece ser que han empezado a llamarnos Los Cuchillos del Drakwald”
El apodo llamó la atención de Hölderlin, quien ya lo había oído por primera vez aquella misma mañana, ahora que lo recordaba.
- “No está mal ¿eh, jefe?”
- “Bueno… era un sombrero espantoso, me alegro de que se haya corrido la voz.” –bromeó Hölderlin para ocultar su inquietud, provocando algunas carcajadas.
Ya fuera de la taberna, cuando se disponían a abandonar Gruyden, una hermosa muchacha que ya se había fijado en Hölderlin a su llegada se dirigió a él:
- “¿Ya os vais, aventurero? Nos han gustado mucho las historias de vuestros hombres, esperábamos que os quedaseis unos días.”
- “No le hagas caso, Hölderlin” –repuso Darius, el strigano, quien solía tener un sexto sentido para los problemas- “este pueblo me ha dado mala espina desde que llegamos.”
- “Sus taberneras no te han dado tan mala espina ¿eh?” -terció Hoof, haciendo que algunos bandidos volviesen a reír.
La muchacha, ignorando a Darius, insistió- “¿Volveremos a veros pronto, al menos?”
- “Fräulein, espero de todo corazón que no volváis a vernos jamás por aquí” –y haciendo una caballerosa reverencia a la extrañada muchacha, que no sabía si tomarse aquello como un insulto, prosiguió su marcha hacia el bosque, en dirección al sureste.
Aún no había oído Hölderlin todas las historias acerca de la
Ciudad Maldita, que más tarde habría de conocer, ni habían arraigado en su
corazón la curiosidad y la codicia que les llevarían allí, pero pronto la
conocería. Mientras caminaba, sumido en sombríos pensamientos, sin darse cuenta
comenzó a acariciar algo que llevaba colgado del cuello. Era un viejo medallón
que le había regalado un ser querido hacía mucho tiempo.
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