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martes, 17 de diciembre de 2019

El Despertar de los Infames




La ruinosa y lúgubre mansión se recortaba contra el verdoso cielo nocturno, iluminado únicamente por Morrslieb, la Luna de las Brujas. No había antorchas ni faroles que iluminasen sus ventanas ni los alrededores, pero todos los seres que merodeaban por aquella zona, más allá de los límites de Bad Kreuznach, sabían bien que no debían acercarse a ese edificio, especialmente durante la noche. Aquello ya era parte de la llamada Ciudad Maldita, aunque lo cierto era que nunca había estado tan maldita como en los últimos años, cuando un oscuro culto se había asentado allí.



En el piso más alto de la mansión, en un polvoriento estudio, una figura ocupaba un sillón en la oscuridad. La luz que entraba por el cristal empañado de una pequeña ventana apenas iluminaba la estancia, permitiendo sólo intuir a un hombre alto y delgado, embozado en un chaquetón y ataviado con ropas antaño elegantes, aunque ya ajadas y rasgadas: El Brujo, líder de la fanática banda conocida como Los Infames, el peor y más temido culto de aquella parte de Mordheim.

El culto que aterrorizaba aquella parte de la Ciudad Maldita y sus alrededores ya era malvado y peligroso antes de la llegada de este extraño personaje, pero desde que el Brujo había aparecido de la nada unos años atrás y había matado al antiguo magíster para usurpar su puesto, lo que era una simple secta de adoradores de los Poderes Oscuros se había convertido en una verdadera organización criminal. Bajo el liderazgo del insidioso hechicero, la banda se había adueñado del tráfico de piedra bruja en la zona, había asesinado y/o sacrificado al Señor Oscuro a los cazadores de brujas que habían intentado oponerse a ellos, y se habían formado una sangrienta reputación en Bad Kreuznach y en los campamentos cercanos, así como en la propia Mordheim, donde se creía que tenían su guarida. Sin duda, el nombre de los Infames era acertado. El Brujo lo había tomado de la arenga de un capitán cazador de brujas años atrás, poco antes de que el culto lo emboscase a él y a sus píos soldados y lo quemaran vivo en una ofrenda a su sombrío señor.

El brujo tenía los ojos cerrados, pues en esos momentos estaba viendo con otros que no eran los suyos. Unos ojos regalados por el Señor Oscuro.

A varias leguas de allí, una muchedumbre se agolpaba con expectación en la plaza principal de Bad Kreuznach, donde se había anunciado una ejecución pública esa noche. Una criatura de alas negras planeó sobre la multitud, invisible en el cielo nocturno, y se posó en una torre semiderruida cercana. Cualquiera que no la hubiera visto moverse habría pensado que no era más que una gárgola. A través de los ojos de la criatura, que observaba con atención la escena, su maestro veía todo lo que sucedía.
El magíster casi siempre veía lo que sucedía en la noche de Bad Kreuznach.

Con las membranosas alas plegadas, escrutó la multitud: sabía que allí, en alguna parte, había uno de sus hombres, espiando. Él así se lo había ordenado, aunque sólo fuese para ver cómo de fiables eran sus secuaces al informarle. También sabía que Rondador estaría allí, en alguna parte, fundido con la multitud. Rondador siempre estaba presente cuando algo ocurría, a pesar de que su maestro no le ordenase informarle. El chiquillo tenía un don especial para pasar desapercibido.

Sobre una tarima había dos hombres, asesinos capturados recientemente, maniatados y con los ojos vendados. Un hombre vestido de manera sobria y elegante hablaba desde la tarima. Por la descripción que le habían dado, debía de tratarse del Caballero Francisco de Rivas. Había oído hablar de él, se trataba de un noble estaliano que había llegado a la ciudad hacía poco, rodeado de una banda de soldados veteranos, hombres bien equipados y bien entrenados. Había venido acompañado también de su esposa, una visitante aún más exótica que los estalianos, pues se trataba de una princesa árabe: Hiba Al-Sindibadiyya, a la que llamaban la Princesa Mercader de Bagadar. La mujer, a su vez, había acudido con su propia escolta, unos cuantos guerreros árabes de feroz aspecto y piel bronceada.

El Brujo había sabido por sus informadores que la princesa había acudido a Mordheim con la intención de establecer una caravana comercial… Pretendía extraer la valiosa piedra bruja que abundaba en la Ciudad de los Condenados. Cosa que, por supuesto, los Infames no iban a permitir, pero de eso podían ocuparse más adelante. El Caballero Francisco de Rivas, no obstante, tenía intenciones que exigían una atención más inmediata:

-“Os lo dijimos al llegar” -empezó a decir el estaliano- “mientras nosotros estuviéramos aquí, todo crimen sería castigado de acuerdo con su gravedad. El tiempo del desorden y el miedo ha acabado. Nosotros somos la justicia en esta tierra. Quien la transgreda, sufrirá las consecuencias.”

Uno de sus lugartenientes, con aspecto curtido, iba traduciendo sus palabras al reikspiel, la lengua imperial, aunque al hechicero no le hacía falta. Los demonios poseían el curioso don de hablar y entender todas las lenguas, y ahora estaba escuchando a través de los oídos de uno de ellos.

Sobre la tarima se encontraban también la princesa árabe, vestida con vistosos ropajes de seda y telas coloridas, y uno de sus hombres. Éste, un hombre alto y musculoso que vestía un chaleco y un turbante que le ocultaba el rostro, se adelantó empuñando un pesado martillo de guerra mientras el estaliano seguía hablando.
-“Pueblo de Bad Kreuznach, observad. Éste es el fin que encontrarán todos aquellos que osen amenazar vuestras tierras, vuestras propiedades o vuestras vidas.”
Desde los ojos de su alado observador, el magíster oyó los murmullos de sobrecogimiento de la gente mientras el fornido árabe ejecutaba brutalmente a los dos criminales, hundiendo cada uno de los cráneos con un golpe salvaje pero preciso. El brujo tuvo que aumentar durante unos instantes su concentración para mantener el control sobre su aliado demoníaco, ya que el olor y la visión de la sangre excitaron los instintos de la hambrienta bestia.
-“Todos los que desafíen la ley recibirán el mismo castigo. A vosotros, los hombres buenos que cuidáis de vuestros hogares y vuestras familias, os decimos: no temáis. Nosotros seremos vuestro escudo. En cambio a los asesinos, los ladrones, los herejes y la escoria, les decimos: temednos, porque caeréis por nuestra mano”.
…El Brujo abrió los ojos en la oscuridad de su mansión, y sintió una intensa rabia. Esas palabras se habían quedado grabadas en su mente. “Hasta aquí me habéis seguido. ¡Hasta el rincón más oscuro y miserable al que me he retirado!” –pensó- “No aceptáis a la gente que tiene un don en vuestra podrida sociedad, y nos dais caza como si fuésemos alimañas y monstruos. Bien, lo habéis logrado, ahora somos alimañas y monstruos, nada más… Pero en esta ciudad, en nuestra Ciudad Maldita, son los monstruos los que mandan, y no vais a arrebatármelo todo otra vez…”
Durante mucho tiempo había tenido que huir por las tierras del Imperio, ocultándose de los guardias y los cazadores de brujas. El simple hecho de poseer la habilidad de moldear la realidad con la mente, un don otorgado por los dioses, le había merecido la condenación a manos de sus antiguos amigos y familiares. Pero con el tiempo había aprendido a controlarlo, los dioses le habían hecho más fuerte y había reunido a otras almas torturadas bajo su mando, y ahora tenían su propia ciudad. Mordheim. Era suya, y ya nunca más serían él y los suyos los que huirían con miedo.
-“Miedo, sí…” –le dijo el magíster a otra figura grotesca y alada que había estado todo el tiempo posada en el respaldo del gran sillón- “quizá hemos descuidado nuestros deberes últimamente”.

Aquella noche, tras la ejecución, los aldeanos de Bad Kreuznach durmieron mejor de lo que habían dormido en mucho tiempo, con una débil pero esperanzadora sensación de seguridad, algo que no habían sentido en muchos años. Parecía que aquellos guerreros estalianos y árabes, hombres valientes y justos, podían protegerlos.

Esta sensación de paz no hizo sino volver aún más profundo el horror que todos y cada uno de los aldeanos padecieron a la mañana siguiente al despertarse, cuando uno a uno comprobaron que frente a la puerta de su casa, en todas y cada una de las casas habitadas, alguien o algo había dejado un siniestro regalo: un cráneo humano. Y no sólo eso, sino que todas las puertas habían sido marcadas con profundos arañazos, al parecer la obra de unas zarpas enormes con garras afiladas. Nadie había oído ni visto nada durante la noche. Ni los guardias, ni el alguacil.

Una nueva multitud empezaba a congregarse de nuevo en la plaza, pero esta vez no se trataba de una ejecución. El caballero Francisco de Rivas, quien acababa de enterarse de lo sucedido durante la noche al ser informado en la posada por Heinrich el Gruñón, el viejo borracho del pueblo, se abrió paso entre la turba. Un joven imperial hablaba con vehemencia sobre la tarima donde habían sido ajusticiados los dos hombres hacía unas horas, y la gente vociferaba y aplaudía furiosa lo que decía. El alférez Velázquez, que hablaba el reikspiel con fluidez, le fue traduciendo lo que oía:

“¡Gente de Bad Kreuznach, todos sabemos lo que ha pasado esta noche! ¡Todo el que ha nacido y vivido en estas tierras lo sabe de sobra, al igual que sabe que estamos muy lejos de la capital del Imperio! Si hemos sobrevivido y tenido algo de paz en estos años ha sido porque hemos dejado tranquila a la Ciudad Maldita… Nos hemos mantenido al margen, y el horror no se ha cernido sobre nosotros.” –el orador no era más que un muchacho joven y huesudo, pero hablaba con elocuencia y autoridad, y sus palabras estaban enardeciendo a los hombres y mujeres allí reunidos- “Pero estos forasteros, estos… justicieros venidos de tierras lejanas, creen que pueden llegar aquí y desafiar al horror. Nos ha costado mucha sangre y muchas lágrimas aprender a temer y respetar lo que mora en la Ciudad Maldita, y mientras nos hemos apartado de sus zonas más profundas y hemos dejado la piedra bruja en su sitio, nuestras casas han sido seguras.”

Varios de los estalianos ya estaban avanzando hacia la palestra, visiblemente furiosos, pero de Rivas los detuvo. El joven agitador, que se había percatado de ello, siguió: “No es que no valore vuestras buenas intenciones, forasteros, pero no tenéis ni idea de a lo que nos enfrentamos los que vivimos aquí… ¡Y su ignorancia va a condenarnos a todos, amigos míos! ¡Los Infames no se han marchado Mordheim, y si alguien lo dudaba, ahora ya no cabe duda alguna!” –al decir esto, y mientras la turba prorrumpía en abucheos contra los estalianos y los árabes reunidos en la plaza, el muchacho señaló al edificio que presidía la plaza principal. Tras la tarima de madera, se erigía el antiguo Palacio del Gobernador, antaño la residencia de algún importante noble imperial pero ahora abandonado y deteriorado. No obstante, incluso en aquella ciudad sin ley, seguía siendo el lugar frente al que se realizaban todas las ceremonias y actos públicos de cierta importancia. Allí, en el viejo estandarte imperial que colgaba de la fachada, había sido pintado durante la noche un símbolo que los habitantes de Bad Kreuznach habían aprendido a temer. Era una estrella de ocho puntas con una calavera en su centro, y rodeada de una serpiente enroscada; el símbolo de los Infames. Parecía pintado laboriosamente con sangre reseca. Sobre la piedra del edificio, también con sangre, estaba escrito con burdos trazos: “Temed a la noche”.

“¡Nos dicen que no temamos, que el tiempo del miedo y el desorden ha terminado! Pero yo os digo que el miedo y el desorden es lo que nos espera cada noche al ocultarse el sol, cuando horrores sin nombre aúllen ahí fuera y vengan a rondar tras nuestras puertas… ¡A hacernos pagar por las afrentas de estos hombres, que se adentran en Mordheim, roban la piedra bruja y desafían a sus moradores!” –las palabras del muchacho trajeron recuerdos aterradores y horribles a los allí presentes, y todos empezaron a sentir que lo que había pasado era culpa de aquellos alborotadores extranjeros que habían llegado hacía pocos días. Pronto olvidaron los habitantes del pueblo las buenas obras de aquellos valientes hombres, y los asesinos y ladrones que había ejecutado y apresado recientemente.

Los hombres del caballero Francisco de Rivas y los de su esposa estaban bien armados, y ningún aldeano osó ir más allá de las miradas desafiantes y algún que otro improperio, pero se respiraba la hostilidad y de Rivas ordenó que se retirasen a la posada de las afueras, donde habían pasado la noche. De Rivas se juró a sí mismo que ese tal Brujo y sus Infames pronto descubrirán cómo sabía su propia sangre.

Mientras los veía retirarse y la multitud se dispersaba, el muchacho que había estado arengando a la gente bajó de la tarima y se mezcló con la multitud. Con la harapienta capucha que llevaba puesta nadie había reparado en que, en realidad, el chico tenía un aspecto singular: su pelo no era rubio, como parecía a simple vista, sino blanco como el de un albino, y sus ojos no eran azul claro, sino grises. Pero hacía tiempo que Halder Klempt había aprendido a pasar desapercibido, a no ser rechazado cruelmente por aquellos que eran ignorantes.

-“El miedo y el desorden…” –pensó mientras sonreía para sus adentros y se encaminaba hacia las afueras del pueblo- “Temed a la noche, pues el miedo y el desorden somos nosotros” –se dijo a sí mismo Rondador, con satisfacción.

2 comentarios:

  1. genial!!!
    que buen relato, me encnta!

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    1. ¡Muchas gracias! Me alegra mucho que te haya gustado, ésa es la mejor recompensa que puede tener el escribir algo. En algún momento, próximamente, habrá algún relato más de los Infames y el Brujo, porque se lo debo a Soter...

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