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viernes, 3 de julio de 2020

La confesión del Caballero Negro


Saludos a todos, damas y caballeros.

Os traigo hoy otro relato de Mordheim, no relacionado en esta ocasión con Chantal, sino con Aurelian, el vampiro de la banda de No Muertos con el que jugué la Segunda Era. Siendo honesto, uno de mis objetivos al jugar con No Muertos era desarrollar un tío tan jodidamente poderoso que implantara en Fornidson y Malvador el mismo temor que había tenido yo al enfrentarme a sus líderes en la Primera Era, que acabaron con un nivel de poderío absurdo. Pero, naturalmente, había mucho más.


En la Segunda Era hicimos una especie de crossover Mordheim + Leyenda Artúrica. Tanto mi vampiro, un honorable caballero del linaje de Abhorash, como unos bretonianos de aparición intermitente, estaban intentando encontrar al Rey, un muchacho que devolvería la paz y la justicia.  Ya en el epílogo de la Primera Era se muestra esta intención. ¿Tiene esto mucho encaje en el trasfondo sombrío y deprimente de Mordheim? Pues sorprendentemente, si uno se ve la presentación que hizo Tuomas Pirinen para celebrar el vigésimo aniversario de Mordheim, sí (la respuesta está en la última diapositiva).

Esto me obligaba a un equilibrio un tanto extraño entre Aurelian, un vampiro honorable, y la nigromante y sus esbirras, Chantal y Helena, una cábala de hijas de puta redomadas. Creo que llevé ese equilibrio razonablemente bien a lo largo de toda la campaña, y esta carta escrita por Aurelian lo muestra. Espero que os guste.


“A los Maestres de la Orden del Dragón Sangriento: Aurelian de Almagora, el Caballero Negro, os saluda.

Si recibís este mensaje significa, con total certeza, que he sido destruido. Esto no me causa temor, pero sí me inquieta la deshonra que podría caer sobre mi nombre cuando os enteréis del motivo de mi desaparición. Pertenezco, como vosotros, al linaje de Abhorash, y aunque no necesito justificar mis motivos ante nadie, deseo explicarlos para que no sospechéis, siquiera por un segundo, que no he sido honorable.

Como sabéis, antes de recibir el Beso de Sangre yo era Templario de la Orden de la Lanza Justiciera en Estalia. Me impulsó a ello, no sólo mi amor por el ejercicio de las armas, tan común en toda mi patria, sino el ferviente deseo de servir a la Justicia. Mi vida antes de mi nueva condición vampírica es un recuerdo borroso, pero estoy seguro de que, ya desde mi infancia humana, consideraba que no había nada tan importante en la existencia como el honor, la virtud, y la búsqueda de la Verdad.

La Humanidad no es así, y mis años como templario me lo mostraron claramente. Los seres humanos son capaces de cometer las mayores aberraciones si les interesa, y lo que es peor, defenderán su superioridad ética y la necesidad de su conducta al tiempo que se entregan a blasfemias innombrables. He presenciado el asesinato de miles de inocentes y el silencio cómplice de sociedades enteras por algún mezquino fin político o económico. He visto el expolio a los pobres a manos de los ricos, y a los pobres no alzarse contra ello sino tolerarlo con tal de poder participar de las migajas del expolio. He visto violaciones, profanaciones, matanzas y todo tipo de actos innombrables, y lo que es peor, no he visto a nadie alzarse contra esto, sino aceptarlo y hasta justificarlo con los razonamientos más peregrinos e inmorales.

El choque entre lo que yo esperaba de la Humanidad y lo que realmente ha demostrado ser fue insoportable para mí. Al ver cómo los seres humanos deformaban hasta sus ideales más nobles y los usaban como velos para esconder y defender sus más bajas pasiones, renegué de la Humanidad y acepté un credo superior, el que nos fue legado por Abhorash. Desde entonces he dedicado mi existencia a la destrucción de todo cuanto sea innoble, impuro e indigno. Estas son condiciones universales de la Humanidad, y por tanto miles de personas han caído bajo mi espada, desde condes hasta campesinos, mercaderes, obreros y sacerdotes. A aquellos cuyo corazón fuera puro, independientemente de su condición, les perdoné; a los demás sólo les he concedido la muerte.

Al conocer la suerte corrida por Mordheim, la ciudad más putrefacta de un Imperio corrupto, decidí marchar hacia allá: en pocos lugares podría dedicarme con tanta devoción a mi tarea de aniquilar la inmundicia. Mientras andaba mi camino desde Tilea no dejé de desafiar a quien se cruzara en mi camino, y una noche, estando ya muy cerca de Mordheim, me crucé con un Templario de Morr: era un hombre valiente y luchó con coraje, pero al final del combate, estando ya vencido, sucumbió al pánico e intentó huir. No tenía intención alguna de matarle, pero no podía dejarle vivir tras semejante muestra de cobardía, así que le maté. Su escudero, un joven muchacho imperial, me atacó entonces, y debo reconocer que rara vez he visto semejante valor en un humano. Consiguió incluso herirme, aunque desde luego no fue nada grave. Viendo su arrojo y su sentido del honor al querer vengar a su maestro, incluso aunque ello supusiera librar un combate sin esperanza ninguna, lo tomé como escudero.

Sé que esto no es un acto deshonroso según nuestro código, que nos permite aceptar a aquellos seguidores que puedan estar un día a la altura de los objetivos de nuestra búsqueda, y prepararlos acordemente. Con todo, lo que hice posteriormente sí puede ser considerado contrario a nuestras reglas, ya que tomé bajo mi protección a un cónclave entero de hechiceras. Este cónclave, liderado por la nigromante árabe Ayn Al-Dalam, era el objetivo del Templario de Morr, y al saber que las había librado de la aniquilación se sometieron a mí voluntariamente a cambio de mi defensa. Normalmente no las habría tenido en cuenta para nada. Es más, normalmente las habría matado. Si acepté su súplica y las mantengo a día de hoy como siervas es porque las necesito.

En el Círculo Interior de la Orden de la Lanza Justiciera, del que llegué a formar parte, se conocía una leyenda que hablaba de la llegada del Rey, el hombre que traería la Justicia y el Derecho a la tierra e instauraría un Reinado de Honor y Dignidad. Cuando mi fe en la Humanidad se quebró, perdí también la esperanza en que esta profecía pudiera ser cierta, pues nadie sería capaz de corregir los defectos consustanciales al ser humano. No obstante, tras la caída de Mordheim, algunos de los elementos a los que hace referencia la profecía se fueron cumpliendo. Las señales comenzaron a hacerse palpables, los rumores corrían de boca en boca, y sería estúpido negar que, de entre los motivos que tenía para emprender la peregrinación, la posible presencia del Rey era uno de los más determinantes.

Sin duda conocéis la leyenda, y conocéis que, para demostrar su condición, el Rey debe encontrar la espada del linaje real y extraerla de la piedra en que se halla clavada, algo que sólo sucederá si realmente es quien dice ser. Es por ello que necesito al Ojo de las Sombras y a su cábala nigromántica: el linaje real fue exterminado en los albores de la Historia del Imperio, pero no me cabe duda de que alguien con poderes nigrománticos puede ponerse en contacto con sus espíritus y encontrar la localización de la espada. Yo carezco de suficiente poder mágico para hacer esto, pero la nigromante árabe podría.

Supongo que éste es el mayor punto de desacuerdo y el motivo por el que consideraríais mi deshonra: por qué querría yo, un inmortal de la estirpe de Abhorash, llamar Rey a un simple humano. Y esto es lo que debéis entender: el Rey, si tal y como parece ser existe en realidad, no es un simple humano. Es mucho más que eso: es la mayor esperanza de instaurar una sociedad verdaderamente regida por el Honor y la Justicia, donde la ruindad, la mezquindad y la maldad sean desterradas y sustituidas por todo aquello que es noble y puro. No el barro, la corrupción y la inmundicia, sino un Reino tan recto y sagrado como el filo de la espada, como el acero que es la base de todo el sistema de creencias de la Orden del Dragón Sangriento. Una sociedad, en definitiva, que sea tal como Abhorash la soñó, el sueño que él perdió con la caída de Lahmia. No he traicionado a la Orden: al contrario, le he dado un propósito mucho más noble que la mera lucha ciega. Podemos ayudar a crear, no sólo destruir, pues por fin hay algo que merece ser construido. Desde luego, el Rey puede lograr esto. Los hombres nunca han escuchado a los dioses, pero ¿acaso no escucharán el mensaje de alguien que camine junto a ellos, alguien a quien puedan tocar y ver, alguien que luche a su lado?

Es por ello que mi labor es encontrar la espada para que el Rey la extraiga y sea coronado y reconocido como tal. Hasta entonces le protegeré desde las sombras, impidiendo que sus enemigos crezcan demasiado. Es evidente que al Señor Oscuro de Mordheim y a sus cultos les resultaría tremendamente inconveniente la llegada de un Rey en sus dominios. El Imperio está desgarrado y no quiere un cuarto pretendiente al Trono, y los Cazadores de Brujas, esos malditos fanáticos hipócritas, no tardarían ni medio segundo en declararle hereje. Y las estirpes de Vashanesh y Neferata, que también ansían con dominar a la Humanidad, querrían atraérselo para sí o verle desaparecer. Debo impedir que nada de eso suceda.

Como dije al principio, si leéis esto significará que ya he desaparecido. Las circunstancias de mi muerte os resultarán quizá confusas: no lo son para mí. Veo mi fin con una claridad de conciencia que jamás he sentido, y entiendo que ese fin es necesario para cumplir con mi deber, el más sagrado que he podido hallar en mi existencia. Lo que debo hacer está por encima de mí, de vosotros, y de todos los poderes de este o cualquier otro mundo. Estoy seguro de que, llegado el momento, sabréis comprenderlo.

Que vuestra espada os guíe hacia la Verdad,

Aurelian, el Caballero Negro”



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