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viernes, 14 de febrero de 2020

La ofrenda del bosque




El leñador, con las manos temblorosas, dejó en el suelo el último saco de provisiones y comenzó a sacar los alimentos, uno tras otro. Había algunas salchichas, un poco de carne desecada y algo de queso, y también algunas coles, aunque no sabía si éstas le gustarían al ser. Hubert no podía permitirse ofrecerle más, pues su familia y él tenían que comer, pero rezaba en secreto para que fuese suficiente. Si el ser no quedaba satisfecho y decidía ir a buscar más, a su cabaña, a donde dormían él y su familia… No, no debía albergar pensamientos oscuros como ése. La criatura nunca los había atacado hasta ahora, y debía confiar en que esto siguiese siendo así. Colocó apresuradamente los víveres en el tocón de madera donde los había dejado las últimas veces y, tras coger el saco vacío, se marchó apresuradamente, no sin sentir un escalofrío al tener que darle la espalda a la espesura del bosque.

-“Todo va a salir bien” –se dijo a sí mismo, mientras volvía a su casa. Al llegar, abrazaría a su esposa y a su hija, y echaría el cerrojo de las puertas y ventanas, como hacían siempre al caer la noche. Eran tiempos oscuros, y aunque aquella cabaña era de gran valor para él por haber pertenecido a sus antepasados, no era fácil vivir tan cerca del Drakwald. Oyó un leve crujir de hojas a su derecha y alzó el hacha que llevaba en su fuerte brazo, pero al volverse no vio nada. Quizá hubiera sido alguna alimaña de pequeño tamaño, o el viento. No importaba, debía regresar lo antes posible, antes de que oscureciese.

Mientras la figura fornida de Hubert se alejaba, camino arriba, hacia la seguridad del hogar, una criatura más pequeña y frágil lo observaba desde detrás de una roca lamida por el musgo. El leñador había estado a punto de descubrirla, y eso no habría sido nada bueno, pero había tenido suerte. La pequeña figura salió de su escondite y trató de avanzar lo más silenciosamente posible por el lecho de hojas secas, ramitas y tierra. No debía estar allí, pero quería satisfacer su curiosidad. Era Hertha, la pequeña hija de Hubert, y hoy por primera vez había vencido su miedo y se había escabullido, mientras su madre estaba distraída, para poder contemplar lo que hacía su padre cada varias lunas. Sus padres le habían advertido que no lo hiciese, que no se alejase de la casa al caer la noche, pero la curiosidad finalmente había ganado la batalla contra la sensatez y la prudencia. 

Se acercó todo lo que su miedo le permitió. Desde donde estaba, agachada tras las raíces de un viejo árbol derribado, podía ver el viejo tocón de madera. A su alrededor había una extensión de tierra en la que no habían crecido árboles ni maleza, un claro en el que años atrás su madre y su padre habían jugado con ella y habían usado el tocón como mesita improvisada para comer. Aquellos habían sido días alegres. Ahora, sin embargo, le tenía miedo a aquel lugar. Y quería ver al fin qué era lo que inspiraba ese temor. Esperó, mientras la luz del día se iba apagando. Era un día gris y nublado, sin lluvia, pero triste y lúgubre. 

Esperó unos minutos en aquel desolado lugar y, finalmente, lo vio.
Algo apareció, avanzando lentamente, entre los árboles. Hertha sólo lo podía ver a través de su escondite, en los espacios que quedaban entre unas raíces y otras, pues no se atrevía a asomar la cabeza por encima del árbol caído. Aquella cosa avanzó, o se arrastró, o quizá caminó hacia el tocón. Era difícil describir la manera en que se deslizaba por el suelo, de forma lenta pero antinatural. El ser parecía estar envuelto en una especie de manto, o túnica… Era como una capa muy, muy vieja y rasgada, cubierta de suciedad, tierra y musgo, como una manta que hubiese estado enterrada en el suelo del bosque. La figura avanzaba encorvada, como un jorobado, pero incluso así parecía mucho más alta y grande que su padre, y eso que Hubert era un hombre alto y fuerte. De la deformada espalda de la criatura, a través del manto harapiento, brotaban lo que parecían ser ramas retorcidas y espinas, todo cubierto también por la misma suciedad y musgo que la vieja capa. Lo único que no estaba cubierto en su totalidad por el manto era la cara de la criatura. Hertha no olvidaría jamás esa cara. Bajo la capucha deshilachada, un horrendo cráneo de animal asomaba, con el hueso blanquecino totalmente expuesto, sin carne ni piel. Quizá fuese el cráneo de un caballo, o de una cabra, o… Hertha no lo sabía, apenas podía contenerse para no gritar. Era una alargada y horrenda calavera, con las cuencas de los ojos vacías. Entonces el ser dio un par de pasos más, y la niña pudo verlo un poco mejor, dándose cuenta de que su cabeza estaba coronada por dos grandes cuernos, que brotaban a través de la capucha raída. Eran como dos astas de ciervo, bifurcándose en numerosas puntas, pero estaban retorcidas y de ellas colgaban musgo, telarañas y hojas muertas. Parecían más ramas de árbol que astas. Era un ser espantoso. 

Bajo la mirada de horror de Hertha, que ahora se arrepentía de haberse acercado tanto, la criatura alcanzó finalmente el tocón donde habían dejado la comida. De debajo de la mugrienta manta emergieron dos retorcidas y delgadas extremidades, que parecían a la vez brazos y ramas hechas de madera, y se alargaron de forma grotesca hasta cogerlo todo. Sus dedos, finos como ramitas y largos como nunca deberían serlo unos dedos, guardaron los alimentos bajo el manto, y el ser comenzó a darse la vuelta. 

Y fue entonces cuando Hertha se movió. Involuntariamente, cambió de postura, pues estaba incómoda allí agazapada, y al hacerlo quebró una pequeña ramita del suelo. El sonido chasqueó como un latigazo en el silencio del bosque, y un escalofrío recorrió la espalda de la niña mientras el horror la paralizaba por completo. Incapaz de apartar la mirada, vio cómo el ser se daba la vuelta, y la miraba con sus ojos sin ojos. Esas cuencas vacías en un cráneo animal, que no eran más que dos agujeros negros bajo la sombra de una capucha deshilachada, la miraron fijamente, como nunca nadie la había mirado. Hertha nunca olvidaría aquel momento y nunca sería capaz de decir con seguridad si transcurrieron sólo unos instantes mientras ella le mantenía la mirada, o si fue en realidad más tiempo. Pero, tras mirarla inmóvil, el ser andrajoso finalmente agachó la cabeza, y se marchó para no regresar, llevándose consigo las ofrendas.

Habían pasado varios años desde entonces, y Hertha apenas recordaba borrosamente la frenética carrera que la llevó de vuelta a su casa, presa del terror y llorando. Pero siempre recordaría esa noche. Recordaba que, al llegar, su madre y su padre la habían consolado, la habían abrazado, habían llorado juntos, pues grande había sido el miedo al ver que su pequeña no estaba en casa al caer la noche. Su padre, para su sorpresa, no la riñó. El leñador, agradecido y aliviado al verla sana y salva, la cogió en sus brazos y le habló de los bosques. Le habló de algunas de las criaturas que moraban en la espesura, no tan lejos de su cabaña en realidad, y de por qué en esta región del Imperio no debía uno ser descuidado.

-“Hay muchas criaturas hambrientas que viven en el bosque, pequeña. No sólo bandidos o ladrones, sino también animales y…” –el leñador había hecho una pausa, y había dado una profunda calada a su pipa. Hertha recordaba que su padre siempre la fumaba cuando quería tranquilizarse- “Otras cosas. Cosas que no sabemos explicar, y por eso es mejor que nos mantengamos alejados de ellas. Pero no debes tener miedo, en nuestras tierras hace tiempo que no se atreven a venir los hombres bestia ni los bandidos, y no se atreven porque él los mantiene a raya.” –el hombre hizo un gesto con la cabeza hacia la ventana cerrada, hacia el bosque que se extendía fuera- “Mientras nosotros no le molestemos y le demos un poco de nuestra comida, él no nos va a hacer ningún daño. Así que, por favor, Hertha… Haz caso a tu padre, déjale tranquilo.” -Hubert acarició con su áspera mano la cara de su hija, una sensación que Hertha recordaría siempre, al igual que el consejo que le dio su padre- “No molestes al Rondador.”


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