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lunes, 18 de mayo de 2020

La Caza de Aurelian


Saludos a todos, damas y caballeros.

Os traigo uno de los primeros relatos que escribí de Aurelian, el Caballero Negro, que fue mi personaje vampiro en la Segunda Era de Mordheim. Debo confesar que la razón que me empujó a jugar con No Muertos fue que tras haber sufrido a Trifón y Gunnar en la Primera Era, quería tener un personaje tremendamente potente que instigara el mismo temor que los cabrones de los mencionados me habían instigado a mí en esa Primera Era. Sin embargo, pese a ser un vampiro su historia se incardinó en el crossover artúrico que diseñamos para esta Segunda Era, convirtiéndose en un defensor del mismo, como de hecho ya se había mostrado en el epílogo de la Primera Era, relato en el que aparece.


Es también el primer relato en el que aparece Chantal, la nigromante que lidera mi ejército de No Muertos y que formaba parte de esa banda. Al contrario que Aurelian, que como vampiro del Dragón Sangriento (de origen estaliano además) no dejaba de ser un guerrero noble, Chantal es y siempre ha sido una auténtica hija de puta sádica, por lo que el tema artúrico nunca le interesó demasiado. Llegó un momento en que fue complicado conjugar la coexistencia a nivel trasfóndico entre Aurelian y Chantal, lo que motivó la salida de Chantal de la banda y la creación de una minibanda formada por ella y sus amantes que sería el germen de lo que luego ha pasado a ser mi ejército No Muerto.

Os dejo con el relato, que espero que os guste.

Los gritos de dolor se apagaban en la lejanía, lo que indicaba que la escaramuza debía estar llegando a su fin. Pese a su brevedad, era indudable que, a juzgar por los ominosos ruidos que llegaban desde más allá, el enfrentamiento había sido realmente terrible. Los prisioneros atrapados por los cazadores de brujas habían escuchado claramente los gritos de adoración a los poderes siniestros, los guturales rugidos de los orcos, y algo que flotaba en el ambiente y que era más elocuente precisamente por su inquietante silencio.

Los tres prisioneros se mantuvieron agazapados en el interior del carruaje-prisión, reacios a hacer cualquier movimiento que pudiera delatar su presencia. La incertidumbre era terrible, y nadie podía averiguar, pues la batalla se había desarrollado en un sitio que no podía ver, quién era el vencedor. Quizá los adoradores de los dioses del Caos hubieran derrotado a los sigmaritas, en cuyo caso era posible que fueran liberados. O no. Si por el contrario eran los orcos quienes se habían alzado con el triunfo, era mejor no hacerse notar. La comida escaseaba en Mordheim y tres cautivos indefensos podían servir perfectamente como cena.

Fue Flagg quien las vio primero. Avanzaron con elegancia y cierta sensualidad, emergiendo de las sombras, sus ropajes flotando de forma evanescente. Era evidente que se trataba de las aprendices de algún culto. Quién sabe, quizá adoradoras del Arquitecto del Destino o del Príncipe Negro. Aquello animó a Flagg, pues era improbable que decidieran matar a un brujo como él. Quizá podría incluso ofrecerles sus servicios. Se había especializado en provocar abortos, a veces consentidos, muchas veces forzados, y el asesinato de nonatos era un ritual muy valorado en determinados cultos del Caos.

Sus compañeros en la jaula eran una mujer que había pertenecido a una banda mercenaria de asesinas de hombres y un borracho que había matado a su mujer a latigazos delante de sus hijos para ganarse el favor de Khorne. Ninguno de ellos tenía poderes mágicos, y por tanto no pudieron sentir el estremecimiento que sintió Flagg cuando una tercera figura entró en su campo visual. Parecía un templario, un poderoso guerrero embutido en una armadura tan negra que la noche de Mordheim brillaba a su alrededor. En sus manos sostenía una espada y un hacha, ambas de bella factura, ambas embadurnadas en sangre. Cuando se acercó vieron su rostro, un semblante de rasgos sureños y nobles, con el cabello recortado como los militares del Sur y la mirada altiva.

Flagg no vio eso. Vio un rostro bestial, unos colmillos desproporcionados, la nariz achatada y los ojos rojos brillantes como rubíes forjados en el infierno. Flagg vio lo que realmente era aquella aparición: un vampiro. Y tembló.

"Abrid la puerta" – ordenó el caballero.

Las muchachas obedecieron al instante, deshaciendo con sorprendente habilidad los cerrojos de los cazadores de brujas. Aunque el brujo seguía temblando en un rincón, los otros dos prisioneros se dieron prisa en abandonar la cárcel y se arrodillaron ante el templario, en parte por la debilidad provocada por los sigmaritas y en parte para mostrar sumisión y agradecimiento. Flagg esperaba que el vampiro se lanzara de un momento a otro sobre ellos y bebiera su sangre, pero al ver que no sucedía comenzó a sentir curiosidad, y la curiosidad empezó a superar a su temor, por lo que acabó saliendo de su cárcel.

Los otros dos seguían ofreciendo su existencia al caballero, tanto para adularle como para obtener de él protección frente a los cazadores de brujas. Si aquel hombre les había liberado debía sentir amistad hacia ellos, y esa amistad podía ser muy beneficiosa. Éste, por su parte, y ante la insistencia de las súplicas y las alabanzas, acabó diciendo:

"Sois libres…"

Incluso el propio Flagg se sorprendió a sí mismo dando gracias en los términos más elogiosos, aunque, como a los otros dos, se le congeló la voz cuando el vampiro terminó la frase:

"… si conseguís llegar con vida al amanecer."

Ninguno de los prisioneros reaccionó. El horrible vacío que siguió a la frase fue usada por una de las aprendices, la más descarada, para insinuar al vampiro:

"¿No preferís que los matemos y os sirvamos su sangre en una copa? Hace mucho que no arranco ningún corazón palpitante."

El templario negó firmemente.

"No soy uno de esos decadentes que se alimentan sin esfuerzo. Si como algo es porque lo he cazado antes."

Y esbozó una terrible sonrisa, que permitió ver a todos, con la misma claridad con la que Flagg lo había percibido antes, que era un señor de la noche. El terror los dejó paralizados, hasta el punto en que tuvo que ser el propio caballero negro el que les dijera:

"Huid mientras podáis, imbéciles."

Los prisioneros saltaron como un resorte al escuchar estas palabras, y se dispersaron en todas las direcciones como ratas asustadas. El vampiro, por su parte, se limitó a envainar sus armas y comenzó a pasear despreocupadamente.

"¿No les perseguís, mi señor?" – dijo la otra aprendiz, más sumisa y por ello mirando al suelo en gesto de respeto.

"Hay que dejarles cierta ventaja, o no sería interesante. Además, hay muchas estupideces que alguien es capaz de hacer cuando te persigue un inmortal. Tengo curiosidad por saber con qué me sorprenderán esta vez."

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Flagg comenzaba a sentirse esperanzado tras dos horas de terrible angustia. El sol no tardaría más de una hora en salir, y todo lo que tenía que hacer era lograr sobrevivir esa hora más. La noche había sido espantosa, como pocas en Mordheim, y eso ya es decir. La ciudad estaba repleta de ruidos inquietantes, alaridos inhumanos y gritos de terror por doquier, pero de alguna forma el hechicero había logrado acostumbrarse a eso y hasta conseguido que le resultara, en cierta forma retorcida, placentero. Aquella noche había sido distinta. El silencio sólo se veía roto por pasos furtivos, crujidos de madera podrida, puertas chirriantes que se abrían y el sonido de algo raspando la piedra. Durante las dos horas de infarto desde que el vampiro le “liberara” no había parado de sentirse observado, vigilado, como si la bestia estuviera jugando con él.

Pero había sobrevivido, y eso era lo que contaba. En los momentos de más oscura desesperación había considerado incluso la posibilidad de entregarse a Maximilian von Fornid de nuevo con tal de huir del vampiro. No obstante, sabía que eso significaría también su muerte, quizá de una forma menos horripilante, pero cuanto menos igual de dolorosa, si no más. Un potente impulso de mantener la vida que le había negado a tantos y tantos niños le había permitido resistir, y por fin había encontrado una solución: conocía a un mercenario de Middenheim, un hombre brutal y rudo que le debía un favor por haber hecho desaparecer a un crío no deseado del vientre de su madre. Si lograba dar con su campamento, establecido en una torre de guardia en la muralla de la ciudad, quizá lograra salvarse. Quizá el depredador que le perseguía decidiera no enfrentarse con una banda entera de norteños, y, si lo hacía, quizá se saciara con su sangre y se olvidara de Flagg. Valía la pena intentarlo.

El hechicero salió de una calleja y encontró por fin su objetivo. A unos doscientos metros se alzaba la torre de Rutger el Rojo, el mercenario de la ciudad de Ulric. Dos barbudos guardias vigilaban la entrada. Emocionado por la perspectiva de, contra toda previsión, llegar a vivir un día más, echó a correr en dirección a lo que esperaba fuera su refugio.

Entonces, una oleada de murciélagos surgió de la misma calleja que el brujo acababa de abandonar, llevando el terror a su corazón. Éste fue aún mayor cuando, ya a muy pocos pasos de la torre, uno de esos murciélagos se convirtió en el templario, que cayó pesadamente sobre su espalda al tiempo que soltaba un rugido de furia.

Uno de los guardias mercenarios, armado con una ballesta, disparó sobre la aparición y le hirió en la pierna. Aurelian sintió el virote atravesándole el muslo, pero se limitó a sacárselo sin esfuerzo ni dolor alguno. Sabía que Flagg no podría moverse pues le había roto varios huesos y la columna, así que sin temor a que se escapara se irguió y, señalando con la espada a los guardias, les dijo con voz profunda:

"Ninguno de vosotros tiene por qué morir esta noche."

Los mercenarios captaron el mensaje, y se resguardaron en el interior de la torre, atrancando bien la puerta. El vampiro se volvió entonces hacia el hechicero, a quien el dolor y el miedo le hacían gimotear como un niño asustado, lo levantó sin esfuerzo y desapareció con él en las sombras.

Flagg pensaba que era imposible sentir más dolor, pero lo experimentó cuando el vampiro lo arrojó con desprecio a un duro suelo de piedra. No sabía cuánto tiempo había pasado desde que le alcanzara frente al torreón de Rutger, pues se había desmayado, pero lo más probable es que apenas hubieran sido unos minutos. Aún no había amanecido, y el señor de la noche se entretenía escuchando el lejano aullido de lobos en la distancia, asomado a una ventana del piso ruinoso en que había arrojado a Flagg.

"¿Pensaste que podrías sobrevivir, viejo?"

El brujo no pudo responder, con lo que el inquietante ser siguió con su monólogo.

"Te he dejado el último porque pensé que serías el más escurridizo. Claro que intentar que unos mercenarios te protegieran no ha sido una jugada muy brillante… la mujer lo ha hecho mejor. O más divertido, al menos. Le rompió las piernas al otro prisionero y lo dejó ahí tirado para que lo atrapara a él y ella pudiera huir."

El vampiro desenvainó la espada y cortó el aire con ella, ejecutando complejos movimientos. Parecía obsesionado con el combate.

"Así que la atrapé a ella y le obligué a ver cómo bebía la sangre de es cultista enloquecido. Nunca entenderé a los que adoran al dios de la sangre. A ningún dios del Caos, de hecho. Pobres esclavos con aires de grandeza… luego bebí la sangre de la mujer, claro. Era amarga, como corresponde a alguien tan llena de furia. Deliciosa, en cierto modo."

Aurelian miró entonces a Flagg y, en un tono insoportablemente amenazador, le dijo:

"Y ahora, brujo demente, es tu turno."

Las palabras volvieron al hechicero a medida que el vampiro se acercaba a él con pasos lentos, sin prisa. Eran sus últimos momentos de vida. Debía evitarlo… no quería morir.

"Espera, espera… puedo servirte, puedo ayudarte…"

El guerrero lo alzó y los rostros de ambos quedaron frente a frente. Como la primera vez, lo que el hechicero veía no era una faz humana, sino la de un murciélago con inteligencia sobrenatural, la de un ser que no debería existir y ante el cual toda su existencia se rebelaba inútilmente.

"¿Y qué crees que puedes hacer por mí, Flagg?"

"Soy… soy un hechicero poderoso. Conozco bien esta… esta ciudad" – la voz del hechicero se debilitaba a medida que aumentaba el dolor -. "Te ayudaré, os ayudaré. Sé que los vampiros queréis controlar Mordheim… no sé por qué ni me importa, yo…"

Aurelian rió, y su risa fue lo más terrorífico que Flagg hubiera escuchado jamás.

¿Piensas que soy un esbirro de Sylvania? ¿De esa escoria con aires de grandes señores? Me insultas, brujo…"

Éste, sintiéndose cada vez más acorralado, suplicó con energías renovadas:

"¡Lo siento, lo siento! ¡No sabía…! Seáis quien seáis, por favor, puedo ayudaros, puedo seros útil… por favor…"

La actitud del vampiro, que hasta entonces había sido condescendiente, se volvió dura como la obsidiana. Alzó al brujo por encima de su cabeza con un único brazo y, rugiendo, le dijo:

"Soy Aurelian de Almagora, el Caballero Negro, del linaje de Abhorash. No estoy aquí por el poder, ni por el dinero. Estoy aquí para purificar la tierra de los ignorantes, los cobardes, los débiles y los mezquinos. De gente como tú, Flagg."

El caballero vio en los ojos del viejo el momento exacto en el que perdió toda esperanza, sustituida por un insondable horror.

"Eres un ser ruin y despreciable. Has vivido gracias al sufrimiento ajeno, al dolor de los inocentes, y ahora seré yo quien te juzgue por tus pecados."

Un inmenso grito rasgó el amanecer de Mordheim, un grito que transportaba el miedo y el sufrimiento más sincero.

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Ayn Ad-Dhalam, el Ojo de las Sombras, se encontraba repasando las indicaciones de un manual de alquimia en una de las pocas zonas a cubierto que habían encontrado en la ruinosa casa que les acogía, en el Nido de Asesinos. Justo cuando comenzaba a explorar las propiedades de la piedra ágata (un material más común en Arabia que en el Imperio, pensó lamentándose) la puerta de su estudio se abrió. Sabía que sólo podía ser Aurelian, pues nadie más se atrevería a molestarla en sus estudios. Se giró lentamente y encontró allí al vampiro, quien sostenía una bolsa ensangrentada.

"Espero que tus aprendices sean buenas muchachas imperiales y hayan aprendido a coser bien" – le dijo, arrojándole la bolsa a los pies y abandonando posteriormente la sala.

Ayn Ad-Dhalam inspeccionó el género. Tres cadáveres, dos de ellos de varones y uno de una mujer. Habría jurado que uno de ellos pertenecía a Flagg, el conocido abortista, pero estaba tan sumamente mutilado y desfigurado que era imposible reconocerlo. A decir verdad, los otros no se encontraban en un mejor estado. La nigromante sabía que Aurelian no era particularmente cruel, pero algunas cosas le hacían enfurecerse hasta alcanzar niveles de salvajismo insospechados. Mezclar el carácter inflexible estaliano con la furia de un vampiro del linaje de Abhorash daba resultados escalofriantes.

Con todo, algo se podría aprovechar.

Tras recibir la orden telepáticamente, las dos aprendices de la nigromante, la rubia y descarada Chantal y la morena y tímida Helena, se presentaron ante ella.

"Preparad estos cadáveres para su reanimación. Sí, podéis devorar los corazones… aunque no les queda mucha sangre."

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