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domingo, 26 de julio de 2020

De Profundis


Saludos a todos, damas y caballeros.

El mes pasado os conté la campaña de Mordheim que jugué con mi hermano, "Un Asunto de Contrabando", en la que una banda de Marienburgo enviada a Nordland con el objetivo de detener las actividades de unos contrabandistas se encuentra con un culto que adora a algún demonio de los mares, y debe erradicarlo. Debo confesar que la narrativa de esta campaña vino en buena medida determinada por contar en mi casa con el maravilloso Altar de Dagon de Fornidson, quien se lo dejó aquí antes del confinamiento y con el que pude contar hasta después de terminada la campaña.


Es por eso que quería darle un toque marino y lovecraftiano a la campaña (las reminiscencias a Lovecraft son fáciles de encontrar en el Mordheim original, lo marino ya no tanto) y he procurado seguir la línea en este relato que os presento. En la entrada de la campaña, que he enlazado anteriormente, tenéis los informes de batalla de las tres partidas, pero no había hasta ahora ninguna narración, cosa que pretendo solventar con esta entrada. Espero que os guste.


Koos De la Rey, el capitán de la banda de mercenarios de Marienburgo, contempló el dantesco lugar que se extendía ante él: los cultistas estaban apelotonados en torno a iconos blasfemos dispuestos formando una especie de círculo, extraños tótems que representaban escualos mutantes y deformes. Pese a su tosquedad, había algo ancestral en esas imágenes de pesadilla, como si hubieran sido erigidos por oscuras tribus olvidadas en los tiempos en que el sagrado Sigmar comenzó la construcción del Imperio. Quizá incluso antes. Observando aquel círculo de efigies, De La Rey tuvo la sensación de estar mirando hacia un siniestro pasado, cubierto en la neblina del oscurantismo, la superstición y la adoración a seres innombrables. Ni siquiera el templo que se erguía tras las estatuas, cuya construcción era sin duda más reciente, lograba mitigar esa sensación: pese a no ser más que una capilla, aquel templo irradiaba un aura de maldad palpable, y el veterano marienburgués casi podía escuchar cánticos blasfemos emergiendo de él y dirigiéndose hacia algo que no pertenecía a este mundo.

El escenario infernal se veía rematado por lo que parecía un poste de sacrificios, el cual se encontraba ya en el agua, a varios metros más allá de la orilla. El tétrico Mar de las Garras se arremolinaba en torno a ese pilar impío y rompía en la playa con un sonido que no era en absoluto el tranquilizador arrullo con el que De La Rey se dormía en Marienburgo cuando era niño. Allí, en ese agreste paisaje en las profundidades de Nordland, el mar era de todo menos tranquilizador. Era claramente una amenaza.

De La Rey apartó su pensamiento de tan truculentas ideas, y se concentró en cosas más concretas. Comprobó que sus pistolas estaban cargadas, y sus hombres en posición. Lo que en principio había sido una simple misión destinada a evitar el contrabando en las costas de Nordland con el objetivo de traer a su Conde Elector al bando de Marienburgo en las turbulentas intrigas políticas del Imperio de los Tres Emperadores se había convertido en algo mucho más siniestro, algo que no afectaba a los intereses políticos, sino a la salvación de las almas. Aquellos contrabandistas eran en realidad un culto que adoraba a algún ser demoníaco relacionado con el mar, y desde que lo descubrió, Koos De La Rey supo que la naturaleza de su misión había cambiado. Ya no se limitaría a intentar entorpecer las actividades de aquellos hombres. Los mataría a todos.


Los cultistas empezaron a entonar una extraña letanía, dirigida por el que hacía las veces de Magíster. Se les veía despreocupados, concentrados en sus abominables rezos y sin esperar un ataque. Después de que los marienburgueses hubieran fracasado en su anterior intento de erradicarlos de los pantanos de Nordland, seguramente no esperarían que los hubieran seguido hasta las profundidades de su santuario, hasta aquella escondida cala.

Se equivocaban, y De La Rey estaba dispuesto a hacerles pagar su equivocación con sangre.

Con un potente grito, dio la orden de avanzar.

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El capitán marienburgués desvió la estocada de su enemigo y, sin bajar la guardia, retrocedió un poco para tomar aire. La batalla se estaba desarrollando a su favor, en buena medida gracias a que Christian De Weet, uno de sus tiradores, había conseguido dejar fuera de combate al Magíster enemigo nada más iniciarse. Pese a que los cultistas habían respondido con fiereza, la ausencia de su líder se hacía notar, y combatían sin ninguna estrategia ni plan, llevados simplemente por la furia de haberse visto sorprendidos en su santuario. Los marienburgueses, por el contrario, habían presentado una línea de batalla firme y con apoyos, dificultando que el asalto enemigo tuviera éxito.

Recuperado, De La Rey lanzó un tajo contra su rival, quien a duras penas consiguió detenerlo con el escudo. Aquel cultista era humano, al menos en su mayoría, pero cubría su rostro con una cruel máscara diseñada para imitar los rasgos de un grotesco tiburón. Además, su piel había adquirido una tonalidad grisácea y una gran dureza, como si estuviera formada por escamas. Parecía ser un mutante. Y en todo caso, lo fuera o no, era alguien que debía morir.


Cuando se repuso del golpe, el cultista mostró los dientes, apretados en una mueca de odio, y De La Rey no pudo saber si las sierras afiladas que aparecieron formaban parte de su propia dentadura o eran un efecto causado por la máscara. Con una voz gutural, el hereje exclamó:

“¡El Tiburón Primordial vendrá a por vosotros! ¡Arrastrará vuestra alma a las profundidades y devorará vuestras entrañas!”

De La Rey respondió sin mediar palabra, dirigiendo un certero corte a la garganta de su oponente. La espada le rajó el cuello y la sangre salió a borbotones, regando la fría arena. El cultista se desplomó y murió en segundos. Para asegurarse, el marienburgués recargó su pistola y le metió una bala entre ceja y ceja, quebrando la máscara.

Miró a su alrededor. Varios de los enloquecidos cultistas yacían muertos en torno a los altares, y los que aún vivían estaban empezando a ver su ánimo flaquear, una vez pasada la adrenalina del ataque inicial. Un hombre bestia yacía en el suelo cerca de él, desangrándose a través de incontables cortes. Ni siquiera su resistencia sobrenatural le serviría para sobrevivir a tantas heridas. Un poco más allá vio el cuerpo caído del corsario elfo oscuro que formaba parte del culto… pero no su cabeza, separada de su cuerpo.

Los cultistas empezaron a retroceder, buscando el abrigo de los bosques que se extendían cerca. Sus hombres hicieron amago de perseguirles, pero De La Rey gritó:

“¡No los sigáis! ¡Tiradores, disparad sobre ellos mientras los veáis! ¡Los demás, manteneos en formación!”

Para reforzar sus palabras, disparó con su pistola, pero su tiro no alcanzó a nadie y se perdió en la noche. No era prudente perseguirles hacia la espesura, pues solo Sigmar sabía qué se ocultaba en ella, o si irían a por refuerzos que pudieran emboscarles y convertir su victoria en una trágica derrota. Además, su Magíster estaba malherido o muerto, y muchos cultistas habían caído. El culto estaba erradicado, a falta de una cosa…

“Derribad estos altares paganos” dijo De La Rey cuando la sombra del último cultista desapareció entre los árboles. “Prended fuego al templo. Que no quede nada en pie…”

Miró al pilar que se erguía en el mar, intentando calcular cómo de alejado estaba de la costa y si podrían llegar a él sin tener que nadar. En ese momento le pareció que había una ondulación extraña en el agua, y durante una fracción de segundo creyó ver lo que parecía ser una aleta dorsal, amenazadora y siniestra, erguirse cerca del obelisco. Un escalofrío recorrió su cuerpo, y aunque al instante recuperó la compostura, dijo:

“… Pero no os acerquéis al mar”.



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