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viernes, 24 de julio de 2020

Maximilian y el Rey


Saludos a todos, damas y caballeros.

Como he comentado en más de una ocasión, la Segunda Era de Mordheim se caracterizó trasfóndicamente por ser un crossover Mordheim + Leyenda Artúrica. Un poco ida de olla, aunque posteriormente Tuomas Pirinen validó esta posibilidad al reconocer que con el cometa el Señor Oscuro no era el único que había caído en Mordheim, sino que le acompañaba el Niño de la Luz. Es decir, aquel a quien Aurelian podría haber llamado "Rey".

Meter a este muchacho en Mordheim tenía sentido después de todo
La campaña estaba diseñada para que, cuando llegara el momento, Aurelian (mi vampiro del clan Dragón Sangriento) revelara su verdadero plan y pasara a custodiar al Rey, o al Niño de la Luz. Puede resultar complejo, pero está todo explicado y razonado en esta entrada. Cuando eso sucedió, mi banda empezó a estar compuesta por tumularios, representando a los reyes y héroes del pasado que se alzaban una vez más para combatir al lado del Niño de la Luz. Una especie de adaptación de los Fantasmas del Sagrario de Tolkien, vaya. Naturalmente, el resto de bandas tendrían sus propios propósitos para acabar con el Rey... Entre ellos los cazadores de brujas, quienes no querrían otro aspirante al Trono en un momento de tanta convulsión política.

Este relato representa el momento en que Maximilian, el líder de los cazadores de brujas, descubre la verdad respecto al Rey. Espero que os guste.

Definitivamente, Morr iba a convertirse en el santo patrón de Sauerlach.

Nikolai Tesla, el ingeniero de origen kislevita que lideraba la expedición de la Escuela de Ingeniería de Nuln, aún seguía reposando en cama, prácticamente incapaz de moverse por culpa de unas heridas que, de no haber sido por la protección brindada por el Medallón Amatista que le habían ofrecido los sacerdotes del dios de los muertos, de seguro le habrían matado. Su debilidad tranquilizaba a Maximilian, quien no quería intromisiones en su más reciente actividad: en La Roca había conseguido atrapar a uno de los impíos seguidores de aquel Caballero del Grial Negro, y lo mantenía a buen recaudo en las catacumbas del Jardín de Morr, protegido por salvaguardas arcanas y cadenas benditas que los diáconos del templo habían hecho traer en secreto desde Altdorf con la esperanza de librar a su párroco, el Padre Hermann Klöpp, de su vergonzante maldición. Tesla lo había conseguido, y ahora esos instrumentos tenían un nuevo uso, al mismo tiempo que el Ingeniero rezaba al Señor de los Sueños por conservar su vida.

Todo giraba en torno a Morr. Todo giraba en torno a la muerte, y a lo que debía morir pero vivía.

Porque aquel blasfemo ocupante, encadenado bajo velos de encantamientos y secretos, debería estar muerto. Era una abominación, un No-Muerto, un esqueleto animado por una blasfemia contra natura. Pero lo que mantenía en su aborrecible estado a aquel ser no era la nigromancia. No era ninguna magia oscura. Maximilian, como experimentado Cazador de Brujas, reconocía la marca de Nagash (bendito fuera el Santo Sigmar por librarles de su presencia) y no veía su negra huella en el tumulario capturado. Lo que daba fuerza a aquel héroe del pasado para negarse a morir no era un hechizo, sino fuerza de voluntad. Era Fe.

Aquello desafiaba todo lo que Maximilian había visto hasta entonces. Sabía que había sido enviado a Mordheim porque era de los más capaces de su Orden, lo cual incluía la habilidad para reaccionar ante circunstancias imprevistas. Sabía que, en los alrededores de la Ciudad Maldita, debía estar preparado para cualquier cosa. Absolutamente cualquier cosa. Y sin embargo aquella situación no solamente era novedosa, sino imposible, algo que desafiaba toda lógica.


El ánimo de Maximilian era particularmente sombrío, puesto que no era capaz de descifrar el enigma. Era posible que estuviera siendo engañado, que la marca del nigromante realmente anidara en aquel ser y que se le estuviera ocultando magistralmente. Pero dudaba de que existiera un nigromante con suficiente habilidad como para ocultarse de esa manera, y con suficiente poder como para mantener el vínculo mágico con su criatura incluso tras las puertas de un Jardín de Morr. Maximilian sabía que los tumularios tenían un grado de autonomía mayor que el de otros No-Muertos, pero pese a ello no deberían ser capaces de mantener su impía vitalidad en aquellas condiciones. Pero si no era la nigromancia… ¿Qué podía ser? ¿Qué clase de extraordinario fenómeno era capaz de insuflar vida en un muerto? ¿La magia del Caos? Sin duda los Poderes Ruinosos habían profanado Mordheim con su presencia, y cualquiera podía ver eso. No podía descartar la posibilidad, pero Maximilian había visto a aquella criatura luchando contra los servidores del Caos, por lo que se inclinaba a desecharla. No pretendía comprender a los dioses del Caos (odiarlos era suficiente para él), pero sería difícil que crearan un ser que se dedicara a enfrentarse a sus otros siervos. Recordaba que en algún momento de su carrera había leído sobre la existencia de un quinto dios del Caos cuyo deber era precisamente destruir a los otros cuatro, pero eran textos marginales probablemente escritos por un charlatán, sin ninguna fiabilidad.

¿Entonces?

En el fondo de su alma, Maximilian sabía que existía otra posibilidad. Las profecías antiguas de varias religiones, incluyendo el Culto de Sigmar, hablaban de la existencia del Rey, un salvador que llegaría para traer la Justicia y el Honor a la tierra. Su venida llegaría acompañada de grandes portentos, entre los que se incluía la vuelta de los grandes Reyes del Pasado. La profecía había caído completamente en el olvido, y nadie creía realmente en ella. Pero, de nuevo, Maximilian siempre consideraba todas las posibilidades… incluido aquella, aunque intentaba realmente rechazarla de forma instintiva, pues aquello significaría que el Rey de Todo estaba entre ellos. Un nuevo candidato al Trono Imperial, respaldado por una antigua profecía olvidada, sería un desastre político para el Imperio. Y su labor era velar por la salud religiosa, pero claro, ¿en qué momento se separaban la política y la Fe en el Trono de Sigmar?

Finalmente, tras varias noches de enfermiza obsesión con el dilema, se decidió a abordarlo a tumba abierta. Sabía que los tumularios podían comunicarse, y debía hablar con él, aunque hacerlo le producía tal desazón que había confiado en poder evitar la posibilidad si los hechizos de Morr surtían su efecto y destruían a la criatura. Pero no había sucedido así, y sabía que no podía eludir la responsabilidad por más tiempo. Debía conocer la verdad… por dura que fuera.

Los diáconos del Culto de Morr le abrieron paso respetuosamente a medida que descendía hacia las catacumbas donde se encontraba el recluso. Pese a su reticencia, accedieron a dejarlo a solas con el tumulario, y tras aguardar un buen rato para asegurarse de que los diáconos se encontraban lejos, el Capitán de los Cazadores de Brujas comenzó con su exorcismo:

"En nombre del Sagrado Sigmar, Portador del Martillo y Salvador del Imperio, yo te ordeno: respóndeme, criatura de las sombras. ¿Cuál es tu nombre?"

El tumulario no se movió, no habló, y eso hizo que renaciera la esperanza en el pecho de Aurelian. Quizá, después de todo, sí que había sucumbido al Dios de los Muertos, y podía ahorrarse el trámite. Pero, finalmente, el ser respondió con voz apagada:

"Soy el Cid."

El Cid. Maximilian conocía su leyenda. Un gran héroe estaliano de los tiempos de las cruzadas, de quien se decía que ganó batallas después de muerto. Bueno, aquello estaba bien. Siempre había creído que esa referencia a “ganar batallas después de muerto” escondía una profanación nigromántica, algo bastante probable si se tenía en cuenta la predilección de los árabes por esta perversión mágica. Quizá aquello explicara la cuestión.


"¿Eres el héroe estaliano?"

"Sí."

Bien, el asunto marchaba bien. Maximilian se relajó, todo lo que puede relajarse alguien que está en presencia de una abominación antinatural.

"¿Quién te ha traído aquí? ¿Ha sido el Ojo de las Sombras?"

Maximilian notó una sacudida de inquietud en alguna parte de su alma. El Ojo de las Sombras estaba muerta. La había matado Sebastian Vulkermaier en la misma puerta de Sauerlach meses atrás. No podía ser ella quien lo mantuviera con vida, y temía que pudiera ser…

"El Rey."

La inquietud que había sentido el Cazador de Brujas se multiplicó por cien. No podía ser. Decidió preguntar de nuevo, aunque temía que sabía la respuesta.

"¿A qué Rey te refieres?"

La cabeza del tumulario, que hasta entonces había estado caída, se elevó. Maximilian sabía que aquel ser no podía verle, no podía mirar… pero, de alguna forma extraña, sí que le estaba observando.

"Lo sabes de sobra. Hablo del Rey que traerá la Justicia y el Honor, el que salvará a la humanidad. Yo creí en él contra toda esperanza, creí en él más allá de la muerte… y por eso estoy aquí. Mi Fe ha tenido recompensa. El Rey camina entre nosotros."

¡Maldición, el muchacho! El joven rubio que había osado desafiar a Maximilian para evitar que capturaran al tumulario… ¡Era él de quien hablaba! No podía ser… el veterano Capitán se sintió desfallecer. Para no perder su dominio de sí mismo, siguió hablando:

"¿Cómo puede ser el Rey aquel cuyo séquito está formado por No-Muertos y condenados?"

"Precisamente – susurró el tumulario -. Si no fuera el Rey, los condenados no le seguirían, porque no podría redimirles."

"¿Me estás diciendo que ese vampiro del Dragón Sangriento que se codea con prostitutas y depravadas, ese Caballero del Grial Negro, todos ellos buscan la redención?"

Maximilian le había dado un tono burlón a su última pregunta, pero sólo con el fin de reforzar su autoridad, algo que el tumulario, de alguna forma, había notado.

"Para ser un hombre de Fe, sabes muy poco sobre la redención."

El Cazador de Brujas se revolvió ante tal insulto. Desenvainó su espada ígnea y, penetrando en el hexagrama que los sacerdotes de Morr habían dibujado en tinta morada para contener al tumulario, la puso sobre su nuca.

"Sé que incluso una abominación antinatural como tú puede entender que estás en una situación en que te conviene ser respetuoso."

El Cid, por toda respuesta, emitió un sonido extraño, una especie de ronquido que en una garganta humana habría sonado como suena la risa.

"No estoy seguro de que puedas matarme… honestamente, ni yo mismo comprendo mi estado. Pero no importa. Incluso aunque así fuera, yo ya estoy justificado. El Rey existe. Aquello en lo que siempre creí, aquello por lo que di mi vida, se ha manifestado ante mí. Yo ya he vencido. Tú, en cambio, ¿en qué crees?"

Maximilian se sorprendió a sí mismo respondiendo a la pregunta del tumulario.

"Creo que eres una aberración, y que tu Rey es falso."

"¿Realmente crees eso? ¿O quieres creerlo?"

"Es irrelevante. La Fe es un acto de voluntad."

" Pero no de autoengaño."

" Escoria blasfema."

En un ataque de ira, causada a partes iguales por las respuestas del tumulario y por la constatación de que la peor de sus sospechas era realidad, Maximilian descargó un potente tajo sobre el pecho del tumulario. Aquello no tenía mayor sentido práctico que relajar su furia: no había una carne que cortar ni un cuerpo vivo que doblegar. Pero, de alguna forma, se sintió mejor al hacerlo. Salió del hexagrama y, alzando el filo de su espada hacia el tumulario, le dijo:

"Derrotaré a ese al que llamas Rey, y desentrañaré este misterio."

Y mientras envainaba el sable y se dirigía a la salida, oyó la voz del tumulario que contestaba:

"Es una posibilidad. Pero, si es él quien te vence… ¿le reconocerás como Rey?"

Y, por primera vez en mucho tiempo, Maximilian se permitió el lujo de ser honesto.

"Mi derrota sería reconocerle."

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