Saludos a todos, damas y caballeros.
Como he comentado en más de una ocasión, la Segunda Era de Mordheim se caracterizó trasfóndicamente por ser un crossover Mordheim + Leyenda Artúrica. Un poco ida de olla, aunque posteriormente Tuomas Pirinen validó esta posibilidad al reconocer que con el cometa el Señor Oscuro no era el único que había caído en Mordheim, sino que le acompañaba el Niño de la Luz. Es decir, aquel a quien Aurelian podría haber llamado "Rey".
Meter a este muchacho en Mordheim tenía sentido después de todo |
La campaña estaba diseñada para que, cuando llegara el momento, Aurelian (mi vampiro del clan Dragón Sangriento) revelara su verdadero plan y pasara a custodiar al Rey, o al Niño de la Luz. Puede resultar complejo, pero está todo explicado y razonado en esta entrada. Cuando eso sucedió, mi banda empezó a estar compuesta por tumularios, representando a los reyes y héroes del pasado que se alzaban una vez más para combatir al lado del Niño de la Luz. Una especie de adaptación de los Fantasmas del Sagrario de Tolkien, vaya. Naturalmente, el resto de bandas tendrían sus propios propósitos para acabar con el Rey... Entre ellos los cazadores de brujas, quienes no querrían otro aspirante al Trono en un momento de tanta convulsión política.
Este relato representa el momento en que Maximilian, el líder de los cazadores de brujas, descubre la verdad respecto al Rey. Espero que os guste.
Nikolai
Tesla, el ingeniero de origen kislevita que lideraba la expedición de la
Escuela de Ingeniería de Nuln, aún seguía reposando en cama, prácticamente
incapaz de moverse por culpa de unas heridas que, de no haber sido por la
protección brindada por el Medallón Amatista que le habían ofrecido los
sacerdotes del dios de los muertos, de seguro le habrían matado. Su debilidad
tranquilizaba a Maximilian, quien no quería intromisiones en su más reciente
actividad: en La Roca había conseguido atrapar a uno de los impíos seguidores
de aquel Caballero del Grial Negro, y lo mantenía a buen recaudo en las
catacumbas del Jardín de Morr, protegido por salvaguardas arcanas y cadenas
benditas que los diáconos del templo habían hecho traer en secreto desde
Altdorf con la esperanza de librar a su párroco, el Padre Hermann Klöpp, de su
vergonzante maldición. Tesla lo había conseguido, y ahora esos instrumentos
tenían un nuevo uso, al mismo tiempo que el Ingeniero rezaba al Señor de los
Sueños por conservar su vida.
Todo
giraba en torno a Morr. Todo giraba en torno a la muerte, y a lo que debía
morir pero vivía.
Porque
aquel blasfemo ocupante, encadenado bajo velos de encantamientos y secretos,
debería estar muerto. Era una abominación, un No-Muerto, un esqueleto animado
por una blasfemia contra natura. Pero lo que mantenía en su aborrecible estado
a aquel ser no era la nigromancia. No era ninguna magia oscura. Maximilian,
como experimentado Cazador de Brujas, reconocía la marca de Nagash (bendito
fuera el Santo Sigmar por librarles de su presencia) y no veía su negra huella
en el tumulario capturado. Lo que daba fuerza a aquel héroe del pasado para
negarse a morir no era un hechizo, sino fuerza de voluntad. Era Fe.
Aquello
desafiaba todo lo que Maximilian había visto hasta entonces. Sabía que había
sido enviado a Mordheim porque era de los más capaces de su Orden, lo cual
incluía la habilidad para reaccionar ante circunstancias imprevistas. Sabía
que, en los alrededores de la Ciudad Maldita, debía estar preparado para
cualquier cosa. Absolutamente cualquier cosa. Y sin embargo aquella situación
no solamente era novedosa, sino imposible, algo que desafiaba toda lógica.
El
ánimo de Maximilian era particularmente sombrío, puesto que no era capaz de
descifrar el enigma. Era posible que estuviera siendo engañado, que la marca
del nigromante realmente anidara en aquel ser y que se le estuviera ocultando
magistralmente. Pero dudaba de que existiera un nigromante con suficiente
habilidad como para ocultarse de esa manera, y con suficiente poder como para
mantener el vínculo mágico con su criatura incluso tras las puertas de un
Jardín de Morr. Maximilian sabía que los tumularios tenían un grado de
autonomía mayor que el de otros No-Muertos, pero pese a ello no deberían ser
capaces de mantener su impía vitalidad en aquellas condiciones. Pero si no era
la nigromancia… ¿Qué podía ser? ¿Qué clase de extraordinario fenómeno era capaz
de insuflar vida en un muerto? ¿La magia del Caos? Sin duda los Poderes
Ruinosos habían profanado Mordheim con su presencia, y cualquiera podía ver
eso. No podía descartar la posibilidad, pero Maximilian había visto a aquella criatura
luchando contra los servidores del Caos, por lo que se inclinaba a desecharla.
No pretendía comprender a los dioses del Caos (odiarlos era suficiente para
él), pero sería difícil que crearan un ser que se dedicara a enfrentarse a sus
otros siervos. Recordaba que en algún momento de su carrera había leído sobre
la existencia de un quinto dios del Caos cuyo deber era precisamente destruir a
los otros cuatro, pero eran textos marginales probablemente escritos por un
charlatán, sin ninguna fiabilidad.
¿Entonces?
En
el fondo de su alma, Maximilian sabía que existía otra posibilidad. Las
profecías antiguas de varias religiones, incluyendo el Culto de Sigmar,
hablaban de la existencia del Rey, un salvador que llegaría para traer la
Justicia y el Honor a la tierra. Su venida llegaría acompañada de grandes
portentos, entre los que se incluía la vuelta de los grandes Reyes del Pasado.
La profecía había caído completamente en el olvido, y nadie creía realmente en
ella. Pero, de nuevo, Maximilian siempre consideraba todas las posibilidades…
incluido aquella, aunque intentaba realmente rechazarla de forma instintiva,
pues aquello significaría que el Rey de Todo estaba entre ellos. Un nuevo
candidato al Trono Imperial, respaldado por una antigua profecía olvidada,
sería un desastre político para el Imperio. Y su labor era velar por la salud
religiosa, pero claro, ¿en qué momento se separaban la política y la Fe en el
Trono de Sigmar?
Finalmente,
tras varias noches de enfermiza obsesión con el dilema, se decidió a abordarlo
a tumba abierta. Sabía que los tumularios podían comunicarse, y debía hablar
con él, aunque hacerlo le producía tal desazón que había confiado en poder
evitar la posibilidad si los hechizos de Morr surtían su efecto y destruían a
la criatura. Pero no había sucedido así, y sabía que no podía eludir la
responsabilidad por más tiempo. Debía conocer la verdad… por dura que fuera.
Los
diáconos del Culto de Morr le abrieron paso respetuosamente a medida que
descendía hacia las catacumbas donde se encontraba el recluso. Pese a su
reticencia, accedieron a dejarlo a solas con el tumulario, y tras aguardar un
buen rato para asegurarse de que los diáconos se encontraban lejos, el Capitán
de los Cazadores de Brujas comenzó con su exorcismo:
"En nombre del Sagrado Sigmar, Portador del
Martillo y Salvador del Imperio, yo te ordeno: respóndeme, criatura de las
sombras. ¿Cuál es tu nombre?"
El tumulario
no se movió, no habló, y eso hizo que renaciera la esperanza en el pecho de
Aurelian. Quizá, después de todo, sí que había sucumbido al Dios de los
Muertos, y podía ahorrarse el trámite. Pero, finalmente, el ser respondió con
voz apagada:
"Soy el Cid."
El Cid.
Maximilian conocía su leyenda. Un gran héroe estaliano de los tiempos de las
cruzadas, de quien se decía que ganó batallas después de muerto. Bueno, aquello
estaba bien. Siempre había creído que esa referencia a “ganar batallas después
de muerto” escondía una profanación nigromántica, algo bastante probable si se
tenía en cuenta la predilección de los árabes por esta perversión mágica. Quizá
aquello explicara la cuestión.
"¿Eres el héroe estaliano?"
"Sí."
Bien, el
asunto marchaba bien. Maximilian se relajó, todo lo que puede relajarse alguien
que está en presencia de una abominación antinatural.
"¿Quién te ha traído aquí? ¿Ha sido el Ojo de las
Sombras?"
Maximilian
notó una sacudida de inquietud en alguna parte de su alma. El Ojo de las
Sombras estaba muerta. La había matado Sebastian Vulkermaier en la misma puerta
de Sauerlach meses atrás. No podía ser ella quien lo mantuviera con vida, y
temía que pudiera ser…
"El Rey."
La inquietud
que había sentido el Cazador de Brujas se multiplicó por cien. No podía ser.
Decidió preguntar de nuevo, aunque temía que sabía la respuesta.
"¿A qué Rey te refieres?"
La cabeza del
tumulario, que hasta entonces había estado caída, se elevó. Maximilian sabía
que aquel ser no podía verle, no podía mirar… pero, de alguna forma extraña, sí
que le estaba observando.
"Lo sabes de sobra. Hablo del Rey que traerá la
Justicia y el Honor, el que salvará a la humanidad. Yo creí en él contra toda
esperanza, creí en él más allá de la muerte… y por eso estoy aquí. Mi Fe ha
tenido recompensa. El Rey camina entre nosotros."
¡Maldición, el
muchacho! El joven rubio que había osado desafiar a Maximilian para evitar que
capturaran al tumulario… ¡Era él de quien hablaba! No podía ser… el veterano
Capitán se sintió desfallecer. Para no perder su dominio de sí mismo, siguió
hablando:
"¿Cómo puede ser el Rey aquel cuyo séquito está
formado por No-Muertos y condenados?"
"Precisamente – susurró el tumulario -. Si no
fuera el Rey, los condenados no le seguirían, porque no podría redimirles."
"¿Me estás diciendo que ese vampiro del Dragón
Sangriento que se codea con prostitutas y depravadas, ese Caballero del Grial
Negro, todos ellos buscan la redención?"
Maximilian le
había dado un tono burlón a su última pregunta, pero sólo con el fin de
reforzar su autoridad, algo que el tumulario, de alguna forma, había notado.
"Para ser un hombre de Fe, sabes muy poco sobre
la redención."
El Cazador de
Brujas se revolvió ante tal insulto. Desenvainó su espada ígnea y, penetrando
en el hexagrama que los sacerdotes de Morr habían dibujado en tinta morada para
contener al tumulario, la puso sobre su nuca.
"Sé que incluso una abominación antinatural como
tú puede entender que estás en una situación en que te conviene ser respetuoso."
El Cid, por
toda respuesta, emitió un sonido extraño, una especie de ronquido que en una
garganta humana habría sonado como suena la risa.
"No estoy seguro de que puedas matarme…
honestamente, ni yo mismo comprendo mi estado. Pero no importa. Incluso aunque
así fuera, yo ya estoy justificado. El Rey existe. Aquello en lo que siempre
creí, aquello por lo que di mi vida, se ha manifestado ante mí. Yo ya he
vencido. Tú, en cambio, ¿en qué crees?"
Maximilian se
sorprendió a sí mismo respondiendo a la pregunta del tumulario.
"Creo que eres una aberración, y que tu Rey es
falso."
"¿Realmente crees eso? ¿O quieres creerlo?"
"Es irrelevante. La Fe es un acto de voluntad."
" Pero no de autoengaño."
" Escoria blasfema."
En un ataque
de ira, causada a partes iguales por las respuestas del tumulario y por la
constatación de que la peor de sus sospechas era realidad, Maximilian descargó
un potente tajo sobre el pecho del tumulario. Aquello no tenía mayor sentido
práctico que relajar su furia: no había una carne que cortar ni un cuerpo vivo
que doblegar. Pero, de alguna forma, se sintió mejor al hacerlo. Salió del
hexagrama y, alzando el filo de su espada hacia el tumulario, le dijo:
"Derrotaré a ese al que llamas Rey, y
desentrañaré este misterio."
Y mientras
envainaba el sable y se dirigía a la salida, oyó la voz del tumulario que
contestaba:
"Es una posibilidad. Pero, si es él quien te
vence… ¿le reconocerás como Rey?"
Y, por primera
vez en mucho tiempo, Maximilian se permitió el lujo de ser honesto.
"Mi derrota sería reconocerle."
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