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jueves, 29 de junio de 2023

La danza más letal

Saludos a todos, damas y caballeros.

Tras jugar la partida de la batalla en las tiendas, que podéis encontrar aquí, viene el momento de escribir un relato al respecto, que es, de hecho, el motivo por el que se juegan las partidas y más en una campaña tan fuertemente narrativa como La Gesta de Wallenstein. La verdad es que, aunque la partida fuera a solo mil puntos, dejó varios momentos que merecen perdurar y ser recogidos en el relato.

Uno de esos momento fue la participación estelar que tuvieron los bailarines guerreros, que como dije en el informe de batalla es algo que me satisface mucho (aunque lo sufriera en mis carnes) porque es de esas unidades, como los maestros de la espada, que trasfóndicamente se supone que son la leche pero que a nivel de reglas generalmente han estado muy por debajo de lo que deberían hacer en el campo de batalla. Los muchachos de Reforged han solucionado esto y han convertido a los bailarines guerreros en los hideputas que tienen que ser, y eso, como digo, me satisface.

Sin más, os dejo con el relato. Espero que os guste.

LA DANZA MÁS LETAL

Georg Von Frundsberg sabía que era un personaje difícil de encajar en Averland, y más sirviendo a los Wallenstein, una familia con simpatías hacia las culturas y religiones sureñas que muchos consideraban estrafalarias y unos pocos directamente peligrosas. Pese a que había nacido en el condado, su alocada juventud le había llevado a recorrer casi todo el Imperio, y a residir durante muchos años en la Ciudad del Lobo Blanco, un lugar donde siempre había dinero para pagar a los profesionales de la violencia como él. Durante años había formado parte de las patrullas que periódicamente limpiaban el Drakwald de su inagotable corrupción, años en los que había amasado una pequeña fortuna, mucha experiencia en combate, y no pocas cicatrices.

No le fue difícil, cuando decidió volver a la tranquilidad de Averland, entrar a formar parte del ejército regular del condado. Los Wallenstein tenían un gran renombre como los mejores líderes militares de la región, y solo los más capacitados podían servir bajo su mando, por lo que Georg aceptó inmediatamente la oferta que se le hizo para trabajar como instructor en sus ejércitos. Con una buena paga, buen clima y sin la omnipresente amenaza de los condenados hombres bestia, la vida le sonreía.

Y, sin embargo, había una distancia aparentemente insalvable entre él y sus señores que hacía que la relación no pudiera ser más que correcta. Georg había traído dos cosas de sus años en la Ciudad del Lobo Blanco: en primer lugar, una devoción feroz por el Culto de Ulric que chocaba con los más civilizados ("afeminados", en opinión de Georg) principios del Culto de Myrmidia. Eso no dejaba de ser extraño, pues en ambos casos se trataba de dioses guerreros, pero mientras que Myrmidia apostaba por ver la guerra como una aplicación del intelecto y la razón, para los seguidores de Ulric era más una cuestión de coraje y fuerza. Esta diferencia creaba una cierta desconfianza entre Georg y los Wallenstein, de forma que los segundos, si bien valoraban sus servicios como instructor de nuevos soldados, nunca lo considerarían para mayores responsabilidades.

Imagen de chrzan666

La segunda cosa que había traído de Middenheim era una gran afición por la bebida, afición que algunos en Averland consideraban excesiva. Georg sabía por qué en el norte se bebía tanto: entre la dureza del invierno nórdico y los horrores que acechaban en los bosques sin fin, la bebida acababa resultando una buena compañía. No veía el problema a desayunar cantidades ingentes de cerveza: mucha gente en Middenheim lo hacía, especialmente aquellos que tenían que olvidar las aberraciones que habían visto en el Drakwald.

Todas estas particularidades de su carácter habían determinado que los Wallenstein se lo hubieran llevado en su viaje a Nordland, pues su cercanía religiosa con aquellos nórdicos a los cuales sus señores consideraban poco mejores que los norses podía servir para limar algunas asperezas y para tender lazos diplomáticos, pero al mismo tiempo no quisieran verlo demasiado cerca de los demás nobles, especialmente durante la justa. Y por ello, mientras los nobles se dedicaban al torneo, Georg montaba guardia en torno a la tienda de sus señores.

Y fue eso lo que le permitió ver lo que los elfos estaban tramando.

Un ruido endemoniado turbó la quietud del campamento, una algarabía cacofónica de incontables cacharros siendo destrozados a la vez. El veterano guerrero miró en dirección a la procedencia de aquel estruendo, y vio a varios elfos intentando capturar lo que parecían ser extraños felinos, como gatos monteses, que se hubieran vuelto locos. "Cosas de elfos", pensó Georg con desprecio, pero el sexto sentido que había desarrollado después de tantas noches oscuras en el Drakwald le hizo comprender que aquello no era más que una pantomima. Había visto a pocos elfos en su vida, pero sabía que eran seres extremadamente habilidosos, y aquellos se estaban comportando como auténticos patanes, provocando más destrozos en su afán de capturar a aquellos gatos enormes que el que los propios gatos estaban causando. No tenía sentido, a no ser... a no ser que realmente su propósito fuera provocar ese caos.

Instintivamente, miró hacia el pabellón donde se guardaba el cáliz de Myrmidia. Para él no representaba gran cosa, pero para sus señores era una reliquia muy importante, y sería un desastre que se perdiera en medio del circo que estaban montando los elfos. Vio con sorpresa cómo dos de ellos salían del pabellón llevando consigo lo que, sin atisbo de duda, era el cáliz. 

"¡Imperiales, a mí!" gritó cuando fue capaz de procesar lo que realmente estaba viendo. "¡Están robando la reliquia de Myrmidia!"

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Gilgamor dejó escapar un suspiro de frustración cuando vio que los humanos les habían descubierto pese a todo. Como bailarín guerrero, era discípulo del dios Loec y, por tanto, un especialista en la distracción y el engaño, como la docena de guerreros que le acompañaban. Aunque habían tenido poco tiempo para preparar el plan de Sethlarion, había sido suficiente como para poder ejecutarlo como querían, maximizando las posibilidades de éxito. Pero un buen adorador de Loec sabía que nada era seguro en el mundo, y que hasta el más exhaustivo de los planes estaba sujeto al azar, a la imprevisible risa burlona del dios... que, en este caso, se burlaba de ellos.

Gilgamor no ignoraba que eso representaba un augurio funesto, pero se mantuvo firme en su propósito pese a todo. El príncipe Sethlarion había determinado que la reliquia de los humanos tenía origen élfico y debía volver al bosque, y Gilgamor no iba a contravenir sus órdenes, pues sentía un gran respeto por él. De lo contrario jamás habría aceptado formar parte de aquella delegación a las tierras primitivas y bárbaras de los humanos. Así que, pasara lo que tuviera que pasar, lo aceptaría con serena resignación, y si tenía que haber guerra contra los humanos, la habría.

En ese sentido, la presencia de los bailarines guerreros era una suerte para la delegación de Laurelorn. Se habían desplazado hasta allí porque sus preciosas y maravillosamente ejecutadas danzas eran un buen espectáculo con el que transmitir la cultura de los eonir, por lo que cumplían, en cierta forma, con una función diplomática útil para estrechar lazos con los humanos. Sin embargo, lo que éstos no sabían, y estaban a punto de descubrir, era que esas danzas no tenían un propósito simplemente artístico o ritual, sino que podían ser tremendamente letales si era necesario. Más de un enemigo había pagado caro el no haber sido capaz de entender que no solo eran bailarines, sino bailarines guerreros.

"Parece que hemos enfurecido de verdad a estos primitivos" murmuró Kaelyr, el lugarteniente de Gilgamor, mientras señalaba un punto en el horizonte. Gilgamor dirigió hacia allí su mirada y vio varios caballeros, embutidos en pesadas armaduras, avanzando con decisión pero con torpeza hacia la zona del campamento de Averland... la zona donde se guardaba el cáliz, y donde se encontraban los bailarines guerreros.

"Ya no podemos escondernos" razonó Gilgamor. "Es lo que el príncipe Sethlarion habría preferido, pero hemos sido descubiertos. Tampoco podemos huir, nos acabarían alcanzando. Con lo que solo queda una solución..."

Con reticencia, desenvainó sus espadas gemelas, que brillaron con un tenue fulgor semejante al de la luna. No era un salvaje, y habría preferido no tener que matar a ninguno de los humanos, pero llegados a tal punto no quedaba opción. Ellos no le iban a dar opción a salir con vida, en cualquier caso.

"¡Hermanos en Loec, la batalla nos llama!"

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Oculto en el linde del cercano bosque, Sethlarion esperaba con impaciencia el desenlace de su ardid. No había querido formar parte de la distracción para que nadie pudiera acusarle de haberlo planificado, aunque, si el subterfugio fracasaba, sería difícil sostener que él no había tenido nada que ver. Y lo malo era que los ruidos que escuchaba desde el campamento le hacían pensar que, efectivamente, los humanos habían descubierto su plan, y se estaba librando una pequeña pero intensa escaramuza. Sethlarion se debatía entre sus impulsos como guerrero de acudir al combate o su deber como diplomático de intentar minimizar el daño. Gracias a una gran fuerza de voluntad, consiguió que prevaleciera lo segundo, y no se acercó al campamento.

No pasó demasiado tiempo hasta que vio, recortándose contra la puesta de sol, una figura que avanzaba hacia él. Por la forma de moverse se trataba claramente un elfo, y no uno cualquiera, sino uno perteneciente a la estirpe de los bailarines guerreros. Tal como había imaginado, a medida que se fue acercando Sethlarion pudo vislumbrar los rasgos de su lugarteniente, Gilgamor. Portaba consigo el cáliz de los humanos...

... Y estaba empapado en sangre.

"¿Es tuya?" preguntó Sethlarion.

Gilgamor negó con la cabeza.

"Es sangre humana. Nos descubrieron. Habría preferido no matarlos, pero no teníamos opción"

Sethlarion no dijo nada. Sabía que su fracaso tendría consecuencias, y tendría que vivir con ellas. Haciendo un gesto a Gilgamor para que le siguiera, se internó en las sombras del bosque.

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