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martes, 17 de diciembre de 2019

Noche en las ruinas



La espesa neblina, de un verde fantasmagórico, les llegaba hasta más arriba de las rodillas. El grupo de hombres encapuchados se abría paso por entre angostos pasadizos, entre ruinas de piedra y edificios derrumbados, que antaño fueron viviendas y templos. Darius percibía a sus compañeros a su alrededor, sus vagas siluetas medio cubiertas por las sombras, aunque tenía la mirada perdida en el horizonte… en la oscuridad que los aguardaba más adelante, entre los callejones y los pétreos pasadizos. Llegaron al fin a su objetivo, un enorme cofre de madera y hierro. El líder de los hombres, con el rostro oculto bajo una capucha verde y raída al igual que los demás, levantó la pesada tapa y la dejó caer con estruendo. En su interior brillaban tesoros de incalculable valor, el oro y las joyas refulgieron en la oscuridad e iluminaron las caras de los encapuchados, cuyos ojos brillaban también con luz propia, alimentada por los fuegos de la ambición. 

Una risa resonó a las espaldas del grupo, y era una carcajada cruel y desagradable, que no podía pertenecer a un ser humano. Se giraron y vieron una silueta imponente, el doble de alta que cualquiera de ellos, oculta en las sombras… Era apenas perceptible allí, justo en la linde del resplandor que emitía el tesoro. La figura permanecía allí, riéndose de ellos, y todos supieron que se burlaba de su ingenuidad. Darius lo supo, supo que él y los suyos estaban condenados, y que no deberían haberse dejado atraer hasta allí con promesas de riqueza y éxito. Se giró para volver a mirar al cofre del tesoro, y vio cómo brotaban las llamas de entre las monedas de oro y los medallones enjoyados. Eran llamas de un verde esmeralda intenso, y pronto se avivaron hasta formar una enorme hoguera. Con un fogonazo, estallaron en una deflagración infernal y abrasaron a todos los hombres, de los que no quedó nada.
Darius abrió los ojos y oyó el entrechocar de espadas. Su primer impulso fue llevarse la mano a la daga que llevaba a la cintura, y estaba irguiéndose como un relámpago cuando vio que sólo eran dos de sus compañeros practicando. Se relajó nuevamente, y con un suspiro de alivio se volvió a recostar contra el muro de piedra semiderruido. Todo estaba en calma en su campamento, un montón de ruinas de piedra pertenecientes a un antiguo templo inidentificable, entre las que los bandidos habían tendido algunas tiendas y lonas. Las antorchas crepitaban en la noche, bañando con su cálida y tenue luz algunas zonas, y los miembros de la banda cocinaban alguna cosa al fuego, charlaban y reían o montaban guardia. No recordaba haberse dormido, pero la noche anterior no había descansado bien.
Desde que habían llegado a la Ciudad Maldita y sus alrededores, cada pocas noches tenía aquel sueño. A veces con variaciones, quizá… no lo recordaba nunca del todo. Pero sabía que no era la primera vez que veía aquel tesoro, aquellas llamas verdes. Inhaló el fresco aire de la noche y se relajó, apoyando la cabeza contra el muro. Allí arriba estaban las lunas hermanas, medio ocultas por los negros nubarrones que nunca abandonaban el cielo cerca de Mordheim; Mannslieb, brillando con su pálida blancura, y Morrslieb, con su resplandor verde enfermizo. El mismo color que tenía la piedra bruja. El mismo color esmeralda que las llamas de sus sueños. 
Algunas increpaciones e insultos captaron su atención y le devolvieron a la realidad, acompañados del acero contra el acero. Renan y Von Hagen estaban batiéndose de nuevo. No se trataba de un duelo a muerte, eran simples prácticas, en parte diversión y en parte destinadas a pulir su habilidad con la espada y ver quién era el mejor de los dos. Quien estaba increpando al otro era Renan, el bretoniano, como de costumbre. Von Hagen debía de estar ganándole de nuevo. Antes de llegar el duelista, Renan había sido la mejor espada de la banda, al menos sin contar a Hölderlin, pero últimamente las tornas habían cambiado, y Hölderlin había empezado también a tratar a Von Hagen como si fuese su segundo al mando, consultándole acerca de ciertas decisiones. Aquello no le gustaba a Renan, ese Von Hagen no era un espíritu afín, era simplemente un exiliado de alguna ciudad que se había unido a ellos, pero no era como ellos. Se consideraba un buen tipo, al parecer, el muy imbécil.
El bretoniano arremetió de nuevo contra su adversario. Una finta hizo saltar la contraestocada del imperial, pero Renan ya lo había previsto y tenía el escudo preparado para desviarla. Giró sobre sí mismo y le propinó un tajo de revés al duelista, quien a su vez lo desvió con su main-gauche. Renan aprovechó entonces el acercamiento para propinarle un cabezazo, que le hizo una pequeña raja en la ceja, y en el instante en que Von Hagen retrocedía le lanzó un golpe con su espada. Ya era suyo. Todo ocurrió en un instante y, cuando Renan pudo reaccionar, comprendió que el duelista había esquivado el espadazo y le había colocado la punta de su rapier en el cuello. Sintió el punzante acero allí, presionando ligeramente. Soltó una maldición y apartó el estoque del imperial con un espadazo furioso.
-“¡Luchas como una maldita mariposa, Von Hagen! ¡Enhorabuena, vuelves a ganar! Pero un día te encontrarás en una pelea de verdad, una sangrienta y confusa, rodeado de bastardos que quieren degollarte y donde esos trucos de salón no te valdrán de nada.”
-“Ese día te tendré a ti para luchar conmigo hombro a hombro ¿no, bretoniano?” -Von hagen envainó el rapier, conteniendo una sonrisa- “Somos compañeros ¿no?”
-“Vete al diablo”
Von Hagen se alejó riendo. Sabía que no le caía bien a Renan, pero había sido un buen duelo. El bretoniando era hábil con la espada y el escudo, un rival peligroso, y el único motivo por el que le vencía era porque era más veloz, aunque por poco. Tenía la impresión de que cada vez le sacaba menos ventaja, sin duda Renan estaba viéndose espoleado por su odio hacia él. 
El bretoniano se acercó a Ritter, el montaraz, quien era uno de los pocos que se llevaba bien con él, quizá porque Renan le respetaba por su habilidad, y éste le sirvió un poco de estofado de un caldero que colgaba de un espetón sobre el fuego. El olor del guiso de conejo (o de perdiz, o de lo que hubiera cazado Ritter esta vez) le llegó a Darius y le abrió el apetito. “Buen brebaje, Ritter” -estaba diciendo Renan, aún con tono huraño, cuando Darius se les unió.
-“¿Me sirves un poco de eso, compañero?”
-“Claro” -el montaraz alzó la vista, y rió entre dientes- “Coméis mejor desde que me uní a vosotros ¿eh?”
-“Sin duda” -Darius aceptó el cuenco humeante- “Y dormimos mejor cuando tú haces guardia y pones tus trampas. Este lugar es… inquietante.”
-“Oh, ya empezamos otra vez” -Renan miró a Darius con un gesto de desprecio- “Otra historia de miedo de nuestro amigo el strigano, que ve demonios y fantasmas hasta en la sopa. Dime ¿es amenazante ese estofado? ¿Crees que va a traernos mal fario?”
Darius hizo caso omiso de las pullas y se limitó a darle varios sorbos a su cuenco. Bajo la melena negra que le cubría parte del rostro, estaba pálido.
-“No tienes buen aspecto, muchacho. ¿Estás bien?
Hubo un silencio pensativo antes de la respuesta- “Sí. No es nada, sólo… tengo un mal presentimiento.”
-“¿Qué has visto esta vez?” -Ritter había conocido a Darius lo suficiente como para saber que ese instinto suyo no era simple miedo supersticioso. El strigano sentía o veía cosas, y no siempre significaban algo, pero de vez en cuando… De vez en cuando daba justo en el clavo, y en esas ocasiones un escalofrío recorría la espalda de los hombres de la banda. Ya en alguna ocasión les había hecho abandonar un pueblo justo antes de una redada sorpresiva, o les había despertado instantes antes de que unos hombres bestia atacasen el campamento, cuando aún estaban en Hochland. Darius nunca se había andado con rodeos con su pasado, su madre había sido bruja y adivina en una caravana ambulante, y él decía que había heredado parte de sus poderes, aunque no supiera controlarlos en absoluto. Él lo llamaba el “Don del Sueño”, y decía que a veces le permitía intuir el futuro. Quizá por ello era un tipo tan sombrío. Pero bueno, como decía Hölderlin, si lo utilizaba para prevenirles del peligro, ese don era un auténtico lujo.
-“Tengo el presentimiento de que… nos dirigimos a nuestra propia tumba ¿sabes? A un enemigo, un engaño...”
-“¿Un enemigo?”
-“Le he visto, pero sólo distingo una silueta oscura. Una silueta alta y negra, que nos mira desde la oscuridad.”
Se hizo un silencio pesado entre ambos, sólo acompañado por el chisporrotear de la leña que ardía en el fuego, hasta que el crujido de una ramita al ser pisada lo quebró. Algo se les acercaba por entre las ruinas, en la oscuridad. Debía de haber sorteado a los guardias, si es que no se habían dormido. Ritter desenvainó un cuchillo arrojadizo de la correa que llevaba cruzada sobre el pecho y se alejó del fuego, para ocultarse. Darius hizo lo propio y estaba echando mano de su espada cuando la figura emergió a la luz. Por un momento creyó ver la silueta alta y negra de sus sueños, pero en cuanto la hoguera iluminó su rostro vio que se trataba de Dismas, el salteador de caminos que se les había unido hacía poco, embozado como iba siempre en su capa negra y su bufanda que le ocultaba el rostro hasta la nariz.
-“Tranquilo, muchacho. Sólo soy yo.”
El pistolero pasó de largo, y Darius y Ritter volvieron a sentarse junto al fuego.
-“Bueno, de acuerdo” -Renan, que había estado recostado sobre una roca observando la escena, miró al strigano sin hostilidad, por una vez- “Te reconozco que ese tío es jodidamente siniestro.”

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