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domingo, 12 de enero de 2020

Nuevos comienzos



Luther Hölderlin siempre se había sentido a gusto en el bosque. Desde pequeño, su abuelo, que era batidor en Hochland, le había llevado a rastrear ciervos y otros animales con él. Años más tarde, cuando la vida le había forzado a tomar algunas decisiones poco acertadas y se había convertido en un bandido, la espesura siempre le había hecho sentirse protegido, a salvo. A pesar de los peligros del bosque, siempre había encontrado resguardo y anonimato allí. 

En Hochland, su tierra natal, todo estaba cubierto por espesos bosques, los árboles alfombraban el terreno hasta donde alcanzaba la vista. Sin embargo, ahora se encontraba en Averland, una tierra nueva y distinta a todo lo que había visto hasta entonces. Y por extraño que le pareciese, estaba en paz, sentía una tranquilidad que no había sentido en mucho tiempo. 


Allí, el paisaje era abierto y despejado, con suaves colinas y riachuelos serpenteantes y, como mucho, alguna que otra pequeña arboleda. Las modestas pero bien cuidadas casas de madera y piedra del pueblo de Wissenkirche salpicaban el idílico paisaje aquí y allá, a su alrededor, y el cálido sol del mediodía le bañaba el rostro. Era una agradable sensación. Tras el tiempo que habían pasado en los alrededores de Mordheim, bajo las lúgubres nubes que cubrían siempre aquella maldita ciudad, era estupendo volver a sentir el calor de los rayos del sol, y la luz de la mañana.

Hölderlin se sorprendió a sí mismo disfrutando aquello, a pesar de estar tan lejos de lo que, hasta entonces, él habría considerado su hogar. Era un hombre que había pasado por mucho, había visto mucho y, a decir verdad, no era fácil sorprenderle. En los últimos años había presenciado un sinfín de horrores y se había enfrentado a situaciones difíciles, en las que además había sentido el peso de liderar a un grupo de hombres que depositaban en él su confianza. Su banda había sobrevivido a peligros de diversas clases, muchas veces mediante el uso de la fuerza, y por todo ello se consideraba un hombre curtido. 

Los años le habían enseñado a resistir, a sobrevivir. Si algo se les daba bien a él y a los suyos era seguir con vida, subsistir con los pocos recursos que pudieran conseguir. Por duras que fuesen las circunstancias, sus muchachos y él siempre habían salido adelante al final, y en lo tocante a temas de supervivencia al aire libre, le costaba imaginar que nadie pudiera enseñarle nada nuevo a esas alturas. No obstante, allí estaba, en Averland, frente a alguien que se había ganado su respeto en los últimos días, por sus dotes para aprovechar los recursos disponibles.

Junto a una fogata que habían encendido al amanecer para calentarse, el antiguo bandido y su interlocutor estaban sentados, cada uno en un tronco de madera serrado que hacía las veces de banco. La niebla de la mañana se había disipado ya, gracias a los rayos del sol que bañaban los prados, pero Hölderlin no prestaba atención al hermoso paisaje que le rodeaba, pues toda su concentración la dedicaba a absorber los conocimientos que le estaban transmitiendo. El lugareño seguía hablando, y él le observaba con atención y trataba de memorizar cada palabra, cada movimiento.
Al igual que él, su interlocutor era alguien acostumbrado a la intemperie, a sobrevivir por sí mismo. Pero lo que se le estaba mostrando y explicando aquella mañana podría cambiar la vida de Luther para siempre.

El lugareño, tras observar el fuego calmadamente unos instantes, dejó a un lado una bolsa de cuero de la que había sacado algo momentos antes, y desenvainó un cuchillo. Era una hoja pequeña pero afilada, y sabía utilizarla para sus fines.

-“Y ahora, lo importante.” –dijo en tono solemne.

Hölderlin no cabía en sí de asombro. Lo que aquel virtuoso que tenía enfrente estaba a punto de hacer, él no lo había visto nunca.

Finalmente, el antiguo bandido tuvo que preguntarlo.

-“¿Cómo? ¿El cordero también?”

-“Oh, sí, maese Hölderlin” –le respondió Bob, bonachonamente- “El cordero es esencial, es lo que hace que este plato sea un estofado como es debido, y no una simple sopa.”

Luther seguía maravillado. Al parecer, la leyenda del estofado de cordero de los halflings era cierta.

-“Decidme, maese Bob, ¿qué aderezo habéis usado esta vez?”

-“Oh, algo sencillo, maese Hölderlin. Veréis, antes de echar el cordero al caldero lo he pasado un poco por la sartén, con un poco de pimienta y miel aguada para que la carne absorba el sabor, pero no hay que pasarse con las especias, ya que el caldo llevará también sus propios condimentos y es importante que se conserve el sabor del cordero”

-“Demonios… Miel aguada. Nunca se me habría ocurrido. De hecho, no recuerdo la última vez que tuve algo de miel en mi poder, ahora dudo de si la habré probado alguna vez”

-“En caso de no disponer de ella, también da buen resultado un poco de vino dulce” –respondió animado Bob, a quien se le iluminaba el semblante con sólo hablar de comida o de recetas.

-“¡Ah, bueno, eso es otra cosa!” –exclamó Hölderlin animándose también- “De hecho, tomad, maese Bob. Comprobaréis que mis hombres y yo hemos venido bien aprovisionados” –y le lanzó un pellejo de vino, del que Bob bebió unos cuantos tragos. 

-“Bueno, nada mal…” –se relamió- “Debo reconocer que es un… ingrediente de calidad- “¿De la cosecha buena del Viejo Johann?”

-“La misma. Le hemos comprado un tonel” –le sonrió Hölderlin- “Y otro tonel de la no tan buena, para no malacostumbrarnos”

El halfling sonrió mientras negaba con la cabeza, como si no acabase de comprender el interés del hochlandés por vivir austeramente.

-“Ah…” –suspiró el halfling con expresión de ensoñación mientras olía las deliciosas emanaciones del caldero que estaba removiendo- “Lleváis demasiado tiempo vagando por los caminos y comiendo carne en salazón, maese Hölderlin. Es una lástima. El estómago debe ser tratado con más cariño, y recibir más variedad y más calidad en las comidas”

-“Bueno, nosotros…” –trató de defenderse Luther, quien al lado de semejante maestro de la cocina tenía la sensación de que lo que cocinaban él y sus hombres no era tan decente como él siempre había creído.

-“Sí, lo sé, Ritter hace unos estofados muy… Ingeniosos” –concedió, con expresión juiciosa, mientras le pasaba de nuevo el pellejo de cuero- “Y a decir verdad, me habéis enseñado una o dos cosas sobre el uso de las hierbas silvestres como aderezo” –aportó Bob en tono conciliador.

Hölderlin ya estaba llevándose una mano al bigotillo rubio con satisfacción, al recibir un elogio culinario de su interlocutor, cuando Bob aportó- “¡Pero alegraos, maese Hölderlin! Ahora estáis en Wissenkirche y ya no tendréis que comer esas porquerías” –e hizo un gesto de desdén con su rolliza mano, mientras con la otra siguió removiendo el guiso con despreocupación, ignorando la carcajada resignada del forastero.

Bob, además de ser un nativo de Averland y un explorador que había recorrido buena parte de las tierras circundantes, era un halfling. Tenía dos hermanos, Dan el Perillán y Tom Jamón, a quienes Hölderlin había conocido también. Todos los halflings parecían tener una habilidad innata para la cocina, pero Bob el Tragaldabas, como le llamaban cariñosamente en el pueblo, era sencillamente un genio. Al menos, eso le parecía a Hölderlin. Todo buen bandido o aventurero errante sabía prepararse algo aceptable de comer para salir del paso, de acuerdo. Y si la caza era buena, Hölderlin podía preparar incluso algo más que aceptable. Y estaba el caso de Ritter, un batidor que formaba parte de su banda y que era bastante mañoso para la cocina improvisada, y hacía unos estofados que no estaban nada mal, a decir verdad, o al menos eso opinaban los miembros de la banda. Pero lo que hacía Bob con la comida era… Era maravilloso. 

Hölderlin se quedó allí sentado, comentando con su interlocutor algunos últimos detalles acerca de las especias y cómo conservar los ingredientes, mientras el abundante y enorme caldero negro burbujeaba sobre el fuego. Unos minutos después, Bob se levantó de su banco improvisado y le sirvió al hochlandés un gran cuenco del que, sin duda, era el mejor estofado que jamás había visto, olido o probado. Mientras el hombre lo degustaba, el halfling tamborileaba con las manos sobre su barriga, y esperaba el veredicto con alegre expresión. Bob era rechoncho incluso para los estándares de los halflings, pero era un halfling feliz, que amaba la comida y amaba dar de comer a la gente que amaba la comida. 

-“¡Maldita sea, maese Bob! ¡Es el mejor estofado que he probado nunca!”

-“Sois un adulador, maese Hölderlin” –respondió el pequeño ser, sirviéndose complacido un cuenco para sí mismo- “Ya me dijisteis eso mismo ayer”

-“Oh, sí, pero es que el de ayer llevaba aquella especie de… cosa deliciosa que…”

Una sombra alargada cubrió de pronto a Hölderlin, tapándole la luz del sol, y el hochlandés no pudo evitar tensarse, ponerse en guardia.

-“Luther, si tienes un momento” –la figura de Ludwig Von Bahwerk apareció junto a ellos, con su elevada estatura siendo la responsable de que proyectara una sombra sobre el hochlandés. Al ver que el halfling y él estaban comiendo, hizo un gesto con la mano en gesto de disculpa- “Cuando hayáis terminado, claro. Quisiera hablar contigo acerca de…” -el hombre miró al halfling, que masticaba a carrillos llenos mientras los observaba con curiosidad, y devolvió la mirada a Hölderlin- “acerca de un rastro que hemos encontrado en las afueras. Puede que no sea nada, pero quisiera saber tu opinión.”

El hombre claramente no quería preocupar al alegre halfling, pensó Hölderlin. 

-“Por supuesto, iré en seguida. ¿Dónde os encontraré”

-“En mi casa. Llama a la puerta cuando llegues.”

Bob el Tragaldabas le ofreció estofado, pero el hombre lo rechazó cortésmente y se alejó, colina abajo, con el aire solemne pero melancólico que lo caracterizaba. Al verle caminando rumbo a las pequeñas y pintorescas casas del pueblo, con su largo chaquetón ondeando levemente tras él, le recordó a Dismas, un salteador de caminos que había trabajado con ellos una temporada. Dismas también había tenido siempre un talante sombrío. Pero donde Dismas u otros hombres de su calaña infundían una cierta sensación de peligro, Ludwig simplemente estaba rodeado por un aura sombría.
Era un hombre de mediana edad, algo mayor que Hölderlin, y sus cabellos dejaban ya entrever alguna que otra cana. Ludwig casi nunca comía ni bebía, no más de lo justo y necesario. Era cortés, sí, pero de una forma seca y sobria, como si no quisiera ofender a nadie pero no sintiese dicha alguna. Era un hombre que intrigaba a Hölderlin, ya que contrastaba con toda la alegría y abundancia que se respiraba en aquella región. El antiguo bandido sabía reconocer un alma atormentada cuando la veía, y no le cabía duda de que Ludwig tenía una historia que contar. 

Ludwig Von Bahwerk era el jefe de la milicia local, un hombre duro y curtido, aunque justo. Él y sus hombres habían conocido a la banda de Hölderlin unas semanas antes, en la posada “La Pipa y la Jarra”. Ambos grupos habían hecho un alto en el camino para descansar y, siendo esa la única posada fortificada que quedaba en activo en bastantes leguas a la redonda, había sido la elección más sensata para ambas bandas. Podía uno acampar o buscar refugio en otros lugares más modestos, pero en esas tierras cercanas a la frontera de Stirland no era recomendable. Allí el terreno no estaba tan despejado como en las zonas más orientales de Averland, y los siniestros bosques de Stirland llegaban con sus límites a esos caminos, haciendo que alimañas y asaltantes pudieran acechar en ellos a los viajeros.
Hölderlin y su grupo lo sabían bien, pues más de una vez habían sido ellos quienes habían acechado a las diligencias entre la espesura. Ellos sabían defenderse y no tenían inconveniente en pasar la noche a la intemperie si era necesario, pero estaban cansados de problemas. Su estancia en Mordheim les había procurado una nada desdeñable suma de dinero, y dormir en una cama y bajo techo era una de las mejores formas de ir gastándolo. No obstante, todos descubrieron su error esa misma noche, cuando la posada fue atacada por una banda de orcos y hombres bestia. Los pielesverdes y mutantes, que por algún desconocido y funesto motivo habían decidido aliarse, los asaltaron en mitad de la noche, y los que allí se encontraban pasando la noche no tuvieron más remedio que luchar codo con codo o morir.

Los hombres de Hölderlin, así como la milicia de Von Bahwerk, lucharon con la fiereza de un animal acorralado, sabedores de que era eso o la muerte. Finalmente lograron resistir haciéndose fuertes en una de las estancias de la posada, aunque a un elevado coste y, por desgracia, sin poder evitar que aquellos engendros matasen a gran parte de los huéspedes y saqueasen a placer los víveres y barriles de cerveza que encontraron. Tras eso, ambos grupos decidieron reanudar juntos el camino. Al fin y al cabo, iban en la misma dirección, rumbo al noreste, y el número les conferiría cierta ventaja si volvían a ser atacados. Pero Von Bahwerk no se fiaba de Hölderlin ni de ninguno de los suyos, el hochlandés podía olerlo. Aunque ellos siempre respondían a las preguntas diciendo que eran una antigua patrulla forestal de batidores, y que simplemente habían decidido probar suerte como mercenarios, aquel hombre parecía oler su pasado criminal.

Durante el viaje hablaron en más de una ocasión acerca de cómo demonios era posible que los pielesverdes y los hombres bestia estuviesen colaborando. Algunos decían que esas bestias no posían la inteligencia suficiente como para urdir planes tan elaborados, y otros argumentaban que era un disparate, ya que los hombres bestia y los orcos eran razas famosas por su belicismo, hasta el punto de pelearse constantemente incluso entre miembros de su misma raza. Nunca conocerían la respuesta a ninguna de esas preguntas, pero Hölderlin sabía muy bien lo que había visto. Tratándose de pielesverdes, él no había tratado con muchos, salvo algún goblin ocasional. Pero a los hombres bestia sí los conocía. Había recorrido y explorado a lo largo de su vida muchos bosques, y se había adentrado en el Drakwald más que la mayoría. Y en la oscura espesura del Drakwald, en más de una ocasión, había tenido que enfrentarse a los astados.

Él sabía bien que los hombres bestia no eran tan estúpidos como muchos pensaban, y que era peligroso subestimarlos. Quizá, pensó Hölderlin, después de todo los astados habían sido lo bastante inteligentes como para valorar la ventaja que les confería aliarse con una banda de orcos y así doblar su número… Era lo que había hecho él con los averlanders de la posada, ni más, ni menos. En cualquier caso, habían hecho muy bien en alejarse de esa zona lo antes posible, y a la luz del día.
Cuando todos llegaron al fin a Wissenkirche, el pueblo al que regresaban Von Bahwerk y los suyos tras su expedición, Ludwig les permitió guarecerse allí temporalmente, aunque Hölderlin siguió percibiendo en él esa cautela y desconfianza. Desconfianza justificada, por otra parte, ya que un grupo de extranjeros que vestían capas con capucha e iban armados hasta los dientes no era una visión muy tranquilizadora. Pero tras unos días alojándose allí, en la humilde posada del pueblo, al parecer el jefe de la milicia había acabado juzgando que, aunque pendencieros y aficionados a la bebida, eran hombres valiosos. Sabían usar el arco, la espada u otras armas, y algunos eran buenos rastreadores que podían ayudarle a él y a sus exploradores en sus tareas de reconocimiento.
De poder elegir a quien él quisiera, seguramente habría elegido a hombres de aspecto más honesto y fiable pero, en aquellos turbulentos tiempos, no se podía despreciar la ayuda a la ligera. Fue por eso que, cuando Hölderlin y sus hombres estuvieron listos para partir, Ludwig les había ofrecido un trabajo allí, como miembros de la Milicia de Wissenkirche.

“No es un trabajo muy bien pagado, y no creo que vayáis a cosechar aquí gloria o fama en abundancia, pero sería un lugar al que llamar hogar. Y un hogar al que, si me permitís que os lo diga, le vendría muy bien poder contar con más hombres capaces como vosotros.”

Un lugar al que llamar hogar. 

Quizá eran aquellas precisas palabras las que habían asestado un golpe en el punto débil de la banda.
Y así había empezado todo. Un nuevo comienzo, una nueva… Bueno, quizá no se le podía llamar aventura todavía, pero sí un nuevo capítulo en la vida de los Cuchillos del Drakwald. Hölderlin sonrió, con la boca llena de caldo y cordero, mientras pensaba en el viejo nombre de su banda. Aquí no lo habían utilizado, claro. No sólo por seguridad, sino porque asustaría a los campesinos y no serviría a ningún propósito. Era un nombre destinado a sembrar el miedo en los corazones de los Guardias de Caminos, y en general en cualquier enemigo o rival. El nombre de una banda de bandidos, y Hölderlin empezaba a sospechar que ya no era eso lo que lideraba. Las riquezas que habían sacado de sus andanzas y desventuras en la Ciudad Maldita aún les durarían algún tiempo, si seguían administrándolas bien y sin derrocharlas, y aquí habían encontrado un nuevo trabajo. No había mucha diferencia, en realidad. Seguían ganándose la vida con sus talentos, con aquello que sabían hacer. Pero ahora eran los dueños de sus destinos. Ni Ludwig ni ningún otro de los lugareños les opondrían resistencia si un día decidían marcharse, y eso le gustaba. Acabó el contenido del cuenco y lo dejó en el suelo, junto al fuego.

-“Maese Bob, no puedo tolerar esto por más tiempo. Creéis que no sé lo que tramáis, ¿no es cierto?”

El halfling alzó la vista de su cuenco, con curiosidad- “¿Pero a qué os referís, maese Hölderlin?”

El hombre se puso en pie, evidenciándose ahora la diferencia de tamaño entre ambos. Se quedó allí un instante, mirando con dureza al halfling- “Si seguís cocinando así, pronto no sólo tendréis todo mi oro, sino que os habréis adueñado de mi banda y mis hombres os habrán nombrado su líder.”

El halfling soltó una carcajada mientras el hombre rebuscaba en su bolsa y le lanzaba algunas monedas, para cubrir los gastos de los ingredientes y la carne. Bob nunca se lo había pedido, pero tal era la costumbre en Hochland y así lo hacía Hölderlin. Habría pagado mucho más, e incluso peleado y apuñalado, por seguir comiendo del caldero de Bob el Tragaldabas.

-“Me ofendéis, maese Hölderlin” –respondió el halfling con aire alegre, sabiendo que estaba de broma.

-“Tenéis razón, tres monedas son un insulto a semejante estofado de cordero” –Hölderlin le guiñó un ojo y le lanzó una cuarta moneda con el pulgar, mientras se daba la vuelta y se dirigía a su encuentro con el líder de la milicia, con su capa verde ondeando tras él. 

Hölderlin descendió también la suave colina y, al llegar a la sobria casa de Ludwig, que ya había visitado anteriormente en alguna ocasión, llamó a la puerta y se le permitió acceder. Dentro aguardaban el propio Ludwig, el padre Klaus Brüne, quien era el sacerdote sigmarita del pueblo, y un hombre con aspecto de montañés que dijo llamarse Lear. Al poco se unió a ellos Wilfred, el herrero, un joven rubio y de melena lacia y brazos fornidos, que a juzgar por su vestimenta había venido directamente desde la fragua. A Hölderlin le dio la sensación de que Ludwig estaba reuniendo a sus hombres de confianza para tratar algún tema de importancia, aunque le extrañó ver allí al afable y anciano sacerdote y, más aún, le extrañó ser invitado él mismo.

-“Disculpad que os haya hecho abandonar vuestros quehaceres y… desayunos” –dijo, dirigiendo una breve mirada a Luther- “Éste es Lear, un bergjaeger que viene desde el pueblo Wörden. Tiene algunas noticias interesantes que transmitirnos” –les anunció Ludwig, y le hizo un gesto de asentimiento al hombre, cediéndole la palabra.

-“Un… bergjaeger?” –interrumpió Hölderlin.

Ludwig pareció caer en la cuenta entonces de que Hölderlin no sabía qué significaba esa palabra, y por un momento pareció incluso que iba a sonreír. 

-“Disculpa, Luther. A veces olvido que los extranjeros no sabéis estas cosas. Los bergjaegers son exploradores, rastreadores… Conoces el Paso del Fuego Negro, ¿verdad?”

-“Claro, he oído historias” –el hochlandés se encogió de hombros- “El desfiladero que conecta las… civilizadas tierras del Imperio” –Hölderlin pareció decirlo con cierta burla- “con los Reinos Fronterizos, las tierras sin ley”.

-“Bien, pues quienes vigilan el Paso del Fuego Negro son los Guardias de Montaña. Ellos vigilan que ningún salvaje o criatura pueda adentrarse en…” –Ludwig dedicó al hochlandés una severa mirada- “en las civilizadas tierras del Imperio”.

-“Eso es, yo formaba parte de la Guardia de la Montaña. Los bergjaegers somos sus exploradores, sus tramperos… Reconocemos el terreno para ellos”

-“Ah” –el semblante de Luther se iluminó de pronto, como si empezase a gustarle el tema- “Un batidor. De acuerdo”

El montañés pareció dudar por un momento, pero luego asintió con gesto amable. Se disponía a continuar con su explicación cuando fue interrumpido por Wilfred, el herrero.

-“¿Y qué hace un bergjaeger tan al oeste, a tanta distancia del Paso? Estás un poco lejos de las montañas ¿no?” –el fornido joven hablaba con su fanfarronería característica. A diferencia del apacible padre Brüne y del sombrío Ludwig, él era alegre y algo respondón. Tenía un carácter enérgico e inquieto, aunque noble. Era el único que no había tomado asiento, sino que se encontraba de pie, apoyado en la repisa de la chimenea del pequeño salón donde estaban reunidos. Quizá por su oficio le había cogido el gusto a encontrarse cerca del fuego.

El viejo sacerdote sigmarita posó con amabilidad la mano sobre el brazo del herrero, mientras sonreía pacientemente.

-“Estoy seguro, Wilfred, de que si le permitimos hablar, este joven nos lo explicará todo”

-“Como os decía” –continuó el bergjaeger- “yo formaba parte de un grupo de veteranos de la Guardia de la Montaña. Patrullábamos los alrededores del Paso del Fuego Negro, y nos asegurábamos de que nada procedente de las Tierras Yermas o los Reinos Fronterizos llegase a las tierras de Averland. Pero hubo quienes supieron burlar nuestra vigilancia” –el semblante del hombre se ensombreció- “Fallamos, pues un grupo de orcos logró superar a nuestras patrullas y cruzar el paso”

-“¿Orcos?” –reaccionó Wilfred, visiblemente preocupado, pero Ludwig le hizo un gesto para que guardase silencio y permitiese continuar al montañés.

-“Una partida de orcos, sí… No muy numerosos, no eran más de treinta, con algunos goblins acompañándolos. Y abatimos a un buen número de ellos antes de que lograran cruzar. Pero… de alguna manera, lograron echársenos encima. Tras aquello, les perseguimos, no podíamos dejar que se adentraran en Averland y matasen a placer…” –el bergjaeger carraspeó y bebió un poco de agua del vaso de madera que Ludwig le había servido. Por su expresión, estaba rememorando lo ocurrido.

-“Así que les seguimos el rastro. Al principio les seguíamos la pista fácilmente. Atacaron un pueblo pequeño por el camino, cerca de la ciudad de Heideck, pero después pusieron rumbo al norte, hacia Stirland. Son veloces aunque no lo parezcan… Puede que no sean muy ágiles, y que parezcan torpes y encorvados, pero no se fatigan como nosotros. Pueden marchar durante una semana entera, los muy cabrones” –Lear claramente odiaba a los pielesverdes, lo cual era lo normal, dada su profesión- “Finalmente perdimos su rastro a la altura del río Aver, a la altura de…” –titubeó por un momento- “bueno, digamos que al noreste de Averheim”

-“Yo no sé ni lo que hay al noreste del viejo pozo de Johann, amigo mío, así que por mí no te preocupes, puedes ir al grano” –intervino Hölderlin, haciendo que Wilfred riese ante lo absurdo de su aportación.

-“Les perdimos el rastro” –continuó Lear, al parecer sumido en sus pensamientos- “Así que acampamos allí, ya que estaba anocheciendo y no teníamos una pista que seguir. Y entonces nos atacaron.”

Lear agarró entonces el vaso con más fuerza, y quizá lo habría partido de haberse tratado de un vaso de cristal.

-“Nos masacraron durante la noche. Abatieron a nuestros guardias con flechas… Yo estaba de guardia esa noche, y aún conservo una cicatriz. Al igual que conservo el recuerdo de los gritos de mis amigos, y del fuego…” –Lear parecía haberse sumergido de nuevo en esas imágenes que poblaban su mente- “Sólo yo logré salir con vida de allí. Me arrastré malherido en la noche, colina arriba, con la luz de las llamas a mis espaldas, y oí a esos bastardos aullar y cantar mientras echaban los cuerpos de los muertos sobre las llamas de nuestra hoguera” –Ludwig había dejado de dar caladas a la pipa y estaba mirando al montañés fijamente a los ojos, y el bergjaeger devolvió entonces su atención al presente y le devolvió la mirada a su anfitrión- “Tuve mucha suerte.” –concluyó, y se recostó en su asiento.

Se hizo un silencio algo tenso en la estancia, el cual el Wilfred aprovechó para coger una silla y sentarse junto a los demás, pues la macabra historia había acabado con su entusiasmo de golpe. El bergjaeger notó este silencio pesado y continuó con su narración.

-“Estaba malherido y solo, así que me dirigí a Averheim, que era la ciudad más cercana. Informé a la guardia de la ciudad y me quedé allí un tiempo, recuperándome de mis heridas. Necesitaba recuperar las fuerzas antes de regresar al Paso del Fuego Negro con el resto de mi guarnición. Y entonces oí los rumores de los lugareños de los alrededores. Una banda de orcos estaba atacando los asentamientos cercanos a Wörden. No se atreverían a atacar una ciudad grande y bien protegida, como la propia Wörden o Averheim, pero saqueaban y destruían los asentamientos pequeños que había cerca. Ya sabéis cómo son esos carroñeros”

-“Así que sí llegaron a adentrarse en Stirland” –dijo el padre Brüne, analizando la información que les iba transmitiendo el montañés- “Esa pobre gente…”

-“Bestias rastreras y cobardes” –soltó Wilfred, con desprecio.

-“Sí, cobardes y miserables, pero astutos en ocasiones” –continuó Lear.
“Yo tenía familia allí, en Wörden” –siguió- “así que, viendo que mis heridas estaban casi curadas, me dirigí a advertir a mis parientes y comprobar que se encontraran bien. Afortunadamente, en ese momento había una banda mercenaria bastante numerosa en la zona, y los orcos fueron repelidos… Pero se dirigieron hacia aquí. He visto lo que hicieron los pielesverdes en los dos pueblecitos que había cerca de Wörden y…. bueno, no tengo palabras.”

El bergjaeger no quería consternar más a los tres habitantes de Wissenkirche allí reunidos, pero el olor a carne quemada y los montones de cuerpos calcinados aún poblaban su mente.

-“Vosotros estáis algo más alejados, pero aún así, estáis en la dirección en la que avanzan esos pielesverdes. Están regresando hacia Averland, y no tardarán en cruzar el Aver de nuevo y plantarse en vuestra puerta. Mi familia me dijo que mi tío Rüdiger había venido hace unos años a vivir aquí, a Wissenkirche, así que he venido a avisaros también”

-“Cosa que te agradezco de todo corazón, muchacho. Es muy posible que, con ello, hayas salvado muchas vidas. Vidas de gente buena y honrada.”

-“Ojalá os hubiese convencido, Ludwig”-le respondió Lear al líder de la milicia, pero esta vez con expresión más apesadumbrada, y después habló al resto de los presentes- “Esos pobres no tenían forma de defenderse, no tuvieron ninguna oportunidad. Vosotros tenéis una milicia bien equipada y estáis sobre aviso. Ya que no he logrado convencer a Ludwig ni al padre Klaus de que abandonéis Wissenkirche, al menos preparaos para el ataque” –el bergjaeger adoptó entonces una expresión severa- “Porque, creedme, vendrán.”

-“Cuéntales eso otro que me has mencionado antes” –dijo Ludwig, que estaba sentado en una vieja silla de madera mientras fumaba su pipa de nuevo con aire impasible.

Lear dudó por un momento- “Ah, sí. Las habladurías. En el primer pueblo arrasado que vi de camino aquí, no hubo supervivientes. Pero en el segundo… Algunos aldeanos lograron esconderse y se salvaron. Cuando hablé con uno de los supervivientes...” –el bergjaeger titubeó, como si fueran a tildarle de loco- “dijo que no habían sido sólo orcos. Que había hombres bestia con ellos, y que atacaron juntos.”

Hölderlin y Ludwig intercambiaron una mirada muy significativa. 

-“Viejos conocidos, entonces…” –murmuró Hölderlin, y se llevó inconscientemente la mano a la empuñadura de la espada.

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