Luther Hölderlin siempre se había
sentido a gusto en el bosque. Desde pequeño, su abuelo, que era batidor en
Hochland, le había llevado a rastrear ciervos y otros animales con él. Años más
tarde, cuando la vida le había forzado a tomar algunas decisiones poco
acertadas y se había convertido en un bandido, la espesura siempre le había
hecho sentirse protegido, a salvo. A pesar de los peligros del bosque, siempre
había encontrado resguardo y anonimato allí.
En Hochland, su tierra natal, todo
estaba cubierto por espesos bosques, los árboles alfombraban el terreno hasta
donde alcanzaba la vista. Sin embargo, ahora se encontraba en Averland, una
tierra nueva y distinta a todo lo que había visto hasta entonces. Y por extraño
que le pareciese, estaba en paz, sentía una tranquilidad que no había sentido
en mucho tiempo.
Allí, el paisaje era abierto y
despejado, con suaves colinas y riachuelos serpenteantes y, como mucho, alguna
que otra pequeña arboleda. Las modestas pero bien cuidadas casas de madera y
piedra del pueblo de Wissenkirche salpicaban el idílico paisaje aquí y allá, a
su alrededor, y el cálido sol del mediodía le bañaba el rostro. Era una
agradable sensación. Tras el tiempo que habían pasado en los alrededores de
Mordheim, bajo las lúgubres nubes que cubrían siempre aquella maldita ciudad,
era estupendo volver a sentir el calor de los rayos del sol, y la luz de la
mañana.
Hölderlin se sorprendió a sí mismo disfrutando
aquello, a pesar de estar tan lejos de lo que, hasta entonces, él habría
considerado su hogar. Era un hombre que había pasado por mucho, había visto
mucho y, a decir verdad, no era fácil sorprenderle. En los últimos años había
presenciado un sinfín de horrores y se había enfrentado a situaciones
difíciles, en las que además había sentido el peso de liderar a un grupo de
hombres que depositaban en él su confianza. Su banda había sobrevivido a
peligros de diversas clases, muchas veces mediante el uso de la fuerza, y por
todo ello se consideraba un hombre curtido.
Los años le habían enseñado a
resistir, a sobrevivir. Si algo se les daba bien a él y a los suyos era seguir
con vida, subsistir con los pocos recursos que pudieran conseguir. Por duras
que fuesen las circunstancias, sus muchachos y él siempre habían salido
adelante al final, y en lo tocante a temas de supervivencia al aire libre, le
costaba imaginar que nadie pudiera enseñarle nada nuevo a esas alturas. No
obstante, allí estaba, en Averland, frente a alguien que se había ganado su respeto
en los últimos días, por sus dotes para aprovechar los recursos disponibles.
Junto a una fogata que habían
encendido al amanecer para calentarse, el antiguo bandido y su interlocutor
estaban sentados, cada uno en un tronco de madera serrado que hacía las veces
de banco. La niebla de la mañana se había disipado ya, gracias a los rayos del
sol que bañaban los prados, pero Hölderlin no prestaba atención al hermoso
paisaje que le rodeaba, pues toda su concentración la dedicaba a absorber los
conocimientos que le estaban transmitiendo. El lugareño seguía hablando, y él
le observaba con atención y trataba de memorizar cada palabra, cada movimiento.
Al igual que él, su interlocutor
era alguien acostumbrado a la intemperie, a sobrevivir por sí mismo. Pero lo que
se le estaba mostrando y explicando aquella mañana podría cambiar la vida de
Luther para siempre.
El lugareño, tras observar el fuego calmadamente unos instantes, dejó a un lado una bolsa de cuero de la que había sacado algo momentos antes, y desenvainó un cuchillo. Era una hoja pequeña pero afilada, y sabía utilizarla para sus fines.
-“Y ahora, lo importante.” –dijo en
tono solemne.
Hölderlin no cabía en sí de
asombro. Lo que aquel virtuoso que tenía enfrente estaba a punto de hacer, él
no lo había visto nunca.
Finalmente, el antiguo bandido tuvo
que preguntarlo.
-“¿Cómo? ¿El cordero también?”
-“Oh, sí, maese Hölderlin” –le
respondió Bob, bonachonamente- “El cordero es esencial, es lo que hace que este
plato sea un estofado como es debido, y no una simple sopa.”
Luther seguía maravillado. Al
parecer, la leyenda del estofado de cordero de los halflings era cierta.
-“Decidme, maese Bob, ¿qué aderezo
habéis usado esta vez?”
-“Oh, algo sencillo, maese
Hölderlin. Veréis, antes de echar el cordero al caldero lo he pasado un poco
por la sartén, con un poco de pimienta y miel aguada para que la carne absorba
el sabor, pero no hay que pasarse con las especias, ya que el caldo llevará
también sus propios condimentos y es importante que se conserve el sabor del
cordero”
-“Demonios… Miel aguada. Nunca se
me habría ocurrido. De hecho, no recuerdo la última vez que tuve algo de miel
en mi poder, ahora dudo de si la habré probado alguna vez”
-“En caso de no disponer de ella,
también da buen resultado un poco de vino dulce” –respondió animado Bob, a
quien se le iluminaba el semblante con sólo hablar de comida o de recetas.
-“¡Ah, bueno, eso es otra cosa!”
–exclamó Hölderlin animándose también- “De hecho, tomad, maese Bob.
Comprobaréis que mis hombres y yo hemos venido bien aprovisionados” –y le lanzó
un pellejo de vino, del que Bob bebió unos cuantos tragos.
-“Bueno, nada mal…” –se relamió-
“Debo reconocer que es un… ingrediente de calidad- “¿De la cosecha buena del
Viejo Johann?”
-“La misma. Le hemos comprado un
tonel” –le sonrió Hölderlin- “Y otro tonel de la no tan buena, para no
malacostumbrarnos”
El halfling sonrió mientras negaba
con la cabeza, como si no acabase de comprender el interés del hochlandés por
vivir austeramente.
-“Ah…” –suspiró el halfling con
expresión de ensoñación mientras olía las deliciosas emanaciones del caldero
que estaba removiendo- “Lleváis demasiado tiempo vagando por los caminos y
comiendo carne en salazón, maese Hölderlin. Es una lástima. El estómago debe
ser tratado con más cariño, y recibir más variedad y más calidad en las
comidas”
-“Bueno, nosotros…” –trató de
defenderse Luther, quien al lado de semejante maestro de la cocina tenía la
sensación de que lo que cocinaban él y sus hombres no era tan decente como él
siempre había creído.
-“Sí, lo sé, Ritter hace unos
estofados muy… Ingeniosos” –concedió, con expresión juiciosa, mientras le
pasaba de nuevo el pellejo de cuero- “Y a decir verdad, me habéis enseñado una
o dos cosas sobre el uso de las hierbas silvestres como aderezo” –aportó Bob en
tono conciliador.
Hölderlin ya estaba llevándose una
mano al bigotillo rubio con satisfacción, al recibir un elogio culinario de su
interlocutor, cuando Bob aportó- “¡Pero alegraos, maese Hölderlin! Ahora estáis
en Wissenkirche y ya no tendréis que comer esas porquerías” –e hizo un gesto de
desdén con su rolliza mano, mientras con la otra siguió removiendo el guiso con
despreocupación, ignorando la carcajada resignada del forastero.
Bob, además de ser un nativo de
Averland y un explorador que había recorrido buena parte de las tierras
circundantes, era un halfling. Tenía dos hermanos, Dan el Perillán y Tom Jamón,
a quienes Hölderlin había conocido también. Todos los halflings parecían tener
una habilidad innata para la cocina, pero Bob el Tragaldabas, como le llamaban
cariñosamente en el pueblo, era sencillamente un genio. Al menos, eso le
parecía a Hölderlin. Todo buen bandido o aventurero errante sabía prepararse
algo aceptable de comer para salir del paso, de acuerdo. Y si la caza era
buena, Hölderlin podía preparar incluso algo más que aceptable. Y estaba el
caso de Ritter, un batidor que formaba parte de su banda y que era bastante
mañoso para la cocina improvisada, y hacía unos estofados que no estaban nada
mal, a decir verdad, o al menos eso opinaban los miembros de la banda. Pero lo
que hacía Bob con la comida era… Era maravilloso.
Hölderlin se quedó allí sentado,
comentando con su interlocutor algunos últimos detalles acerca de las especias
y cómo conservar los ingredientes, mientras el abundante y enorme caldero negro
burbujeaba sobre el fuego. Unos minutos después, Bob se levantó de su banco
improvisado y le sirvió al hochlandés un gran cuenco del que, sin duda, era el
mejor estofado que jamás había visto, olido o probado. Mientras el hombre lo degustaba,
el halfling tamborileaba con las manos sobre su barriga, y esperaba el
veredicto con alegre expresión. Bob era rechoncho incluso para los estándares
de los halflings, pero era un halfling feliz, que amaba la comida y amaba dar
de comer a la gente que amaba la comida.
-“¡Maldita sea, maese Bob! ¡Es el
mejor estofado que he probado nunca!”
-“Sois un adulador, maese
Hölderlin” –respondió el pequeño ser, sirviéndose complacido un cuenco para sí
mismo- “Ya me dijisteis eso mismo ayer”
-“Oh, sí, pero es que el de ayer
llevaba aquella especie de… cosa deliciosa que…”
Una sombra alargada cubrió de
pronto a Hölderlin, tapándole la luz del sol, y el hochlandés no pudo evitar
tensarse, ponerse en guardia.
-“Luther, si tienes un momento” –la
figura de Ludwig Von Bahwerk apareció junto a ellos, con su elevada estatura siendo
la responsable de que proyectara una sombra sobre el hochlandés. Al ver que el
halfling y él estaban comiendo, hizo un gesto con la mano en gesto de disculpa-
“Cuando hayáis terminado, claro. Quisiera hablar contigo acerca de…” -el hombre
miró al halfling, que masticaba a carrillos llenos mientras los observaba con
curiosidad, y devolvió la mirada a Hölderlin- “acerca de un rastro que hemos
encontrado en las afueras. Puede que no sea nada, pero quisiera saber tu
opinión.”
El hombre claramente no quería
preocupar al alegre halfling, pensó Hölderlin.
-“Por supuesto, iré en seguida. ¿Dónde
os encontraré”
-“En mi casa. Llama a la puerta
cuando llegues.”
Bob el Tragaldabas le ofreció estofado,
pero el hombre lo rechazó cortésmente y se alejó, colina abajo, con el aire
solemne pero melancólico que lo caracterizaba. Al verle caminando rumbo a las
pequeñas y pintorescas casas del pueblo, con su largo chaquetón ondeando
levemente tras él, le recordó a Dismas, un salteador de caminos que había trabajado
con ellos una temporada. Dismas también había tenido siempre un talante
sombrío. Pero donde Dismas u otros hombres de su calaña infundían una cierta
sensación de peligro, Ludwig simplemente estaba rodeado por un aura sombría.
Era un hombre de mediana edad, algo
mayor que Hölderlin, y sus cabellos dejaban ya entrever alguna que otra cana.
Ludwig casi nunca comía ni bebía, no más de lo justo y necesario. Era cortés,
sí, pero de una forma seca y sobria, como si no quisiera ofender a nadie pero
no sintiese dicha alguna. Era un hombre que intrigaba a Hölderlin, ya que
contrastaba con toda la alegría y abundancia que se respiraba en aquella
región. El antiguo bandido sabía reconocer un alma atormentada cuando la veía,
y no le cabía duda de que Ludwig tenía una historia que contar.
Ludwig Von Bahwerk era el jefe de
la milicia local, un hombre duro y curtido, aunque justo. Él y sus hombres
habían conocido a la banda de Hölderlin unas semanas antes, en la posada “La
Pipa y la Jarra”. Ambos grupos habían hecho un alto en el camino para descansar
y, siendo esa la única posada fortificada que quedaba en activo en bastantes
leguas a la redonda, había sido la elección más sensata para ambas bandas.
Podía uno acampar o buscar refugio en otros lugares más modestos, pero en esas
tierras cercanas a la frontera de Stirland no era recomendable. Allí el terreno
no estaba tan despejado como en las zonas más orientales de Averland, y los
siniestros bosques de Stirland llegaban con sus límites a esos caminos,
haciendo que alimañas y asaltantes pudieran acechar en ellos a los viajeros.
Hölderlin y su grupo lo sabían
bien, pues más de una vez habían sido ellos quienes habían acechado a las
diligencias entre la espesura. Ellos sabían defenderse y no tenían
inconveniente en pasar la noche a la intemperie si era necesario, pero estaban
cansados de problemas. Su estancia en Mordheim les había procurado una nada
desdeñable suma de dinero, y dormir en una cama y bajo techo era una de las
mejores formas de ir gastándolo. No obstante, todos descubrieron su error esa
misma noche, cuando la posada fue atacada por una banda de orcos y hombres
bestia. Los pielesverdes y mutantes, que por algún desconocido y funesto motivo
habían decidido aliarse, los asaltaron en mitad de la noche, y los que allí se
encontraban pasando la noche no tuvieron más remedio que luchar codo con codo o
morir.
Los hombres de Hölderlin, así como
la milicia de Von Bahwerk, lucharon con la fiereza de un animal acorralado,
sabedores de que era eso o la muerte. Finalmente lograron resistir haciéndose
fuertes en una de las estancias de la posada, aunque a un elevado coste y, por
desgracia, sin poder evitar que aquellos engendros matasen a gran parte de los
huéspedes y saqueasen a placer los víveres y barriles de cerveza que
encontraron. Tras eso, ambos grupos decidieron reanudar juntos el camino. Al
fin y al cabo, iban en la misma dirección, rumbo al noreste, y el número les
conferiría cierta ventaja si volvían a ser atacados. Pero Von Bahwerk no se
fiaba de Hölderlin ni de ninguno de los suyos, el hochlandés podía olerlo.
Aunque ellos siempre respondían a las preguntas diciendo que eran una antigua
patrulla forestal de batidores, y que simplemente habían decidido probar suerte
como mercenarios, aquel hombre parecía oler su pasado criminal.
Durante el viaje hablaron en más de
una ocasión acerca de cómo demonios era posible que los pielesverdes y los
hombres bestia estuviesen colaborando. Algunos decían que esas bestias no
posían la inteligencia suficiente como para urdir planes tan elaborados, y
otros argumentaban que era un disparate, ya que los hombres bestia y los orcos
eran razas famosas por su belicismo, hasta el punto de pelearse constantemente
incluso entre miembros de su misma raza. Nunca conocerían la respuesta a
ninguna de esas preguntas, pero Hölderlin sabía muy bien lo que había visto.
Tratándose de pielesverdes, él no había tratado con muchos, salvo algún goblin
ocasional. Pero a los hombres bestia sí los conocía. Había recorrido y
explorado a lo largo de su vida muchos bosques, y se había adentrado en el
Drakwald más que la mayoría. Y en la oscura espesura del Drakwald, en más de
una ocasión, había tenido que enfrentarse a los astados.
Él sabía bien que los hombres
bestia no eran tan estúpidos como muchos pensaban, y que era peligroso
subestimarlos. Quizá, pensó Hölderlin, después de todo los astados habían sido
lo bastante inteligentes como para valorar la ventaja que les confería aliarse
con una banda de orcos y así doblar su número… Era lo que había hecho él con
los averlanders de la posada, ni más, ni menos. En cualquier caso, habían hecho
muy bien en alejarse de esa zona lo antes posible, y a la luz del día.
Cuando todos llegaron al fin a
Wissenkirche, el pueblo al que regresaban Von Bahwerk y los suyos tras su
expedición, Ludwig les permitió guarecerse allí temporalmente, aunque Hölderlin
siguió percibiendo en él esa cautela y desconfianza. Desconfianza justificada,
por otra parte, ya que un grupo de extranjeros que vestían capas con capucha e
iban armados hasta los dientes no era una visión muy tranquilizadora. Pero tras
unos días alojándose allí, en la humilde posada del pueblo, al parecer el jefe
de la milicia había acabado juzgando que, aunque pendencieros y aficionados a
la bebida, eran hombres valiosos. Sabían usar el arco, la espada u otras armas,
y algunos eran buenos rastreadores que podían ayudarle a él y a sus
exploradores en sus tareas de reconocimiento.
De poder elegir a quien él
quisiera, seguramente habría elegido a hombres de aspecto más honesto y fiable
pero, en aquellos turbulentos tiempos, no se podía despreciar la ayuda a la
ligera. Fue por eso que, cuando Hölderlin y sus hombres estuvieron listos para
partir, Ludwig les había ofrecido un trabajo allí, como miembros de la Milicia
de Wissenkirche.
“No es un trabajo muy bien pagado,
y no creo que vayáis a cosechar aquí gloria o fama en abundancia, pero sería un
lugar al que llamar hogar. Y un hogar al que, si me permitís que os lo diga, le
vendría muy bien poder contar con más hombres capaces como vosotros.”
Un lugar al que llamar hogar.
Quizá eran aquellas precisas
palabras las que habían asestado un golpe en el punto débil de la banda.
Y así había empezado todo. Un nuevo
comienzo, una nueva… Bueno, quizá no se le podía llamar aventura todavía, pero
sí un nuevo capítulo en la vida de los Cuchillos del Drakwald. Hölderlin
sonrió, con la boca llena de caldo y cordero, mientras pensaba en el viejo
nombre de su banda. Aquí no lo habían utilizado, claro. No sólo por seguridad,
sino porque asustaría a los campesinos y no serviría a ningún propósito. Era un
nombre destinado a sembrar el miedo en los corazones de los Guardias de
Caminos, y en general en cualquier enemigo o rival. El nombre de una banda de
bandidos, y Hölderlin empezaba a sospechar que ya no era eso lo que lideraba.
Las riquezas que habían sacado de sus andanzas y desventuras en la Ciudad
Maldita aún les durarían algún tiempo, si seguían administrándolas bien y sin
derrocharlas, y aquí habían encontrado un nuevo trabajo. No había mucha
diferencia, en realidad. Seguían ganándose la vida con sus talentos, con
aquello que sabían hacer. Pero ahora eran los dueños de sus destinos. Ni Ludwig
ni ningún otro de los lugareños les opondrían resistencia si un día decidían
marcharse, y eso le gustaba. Acabó el contenido del cuenco y lo dejó en el
suelo, junto al fuego.
-“Maese Bob, no puedo tolerar esto
por más tiempo. Creéis que no sé lo que tramáis, ¿no es cierto?”
El halfling alzó la vista de su
cuenco, con curiosidad- “¿Pero a qué os referís, maese Hölderlin?”
El hombre se puso en pie, evidenciándose
ahora la diferencia de tamaño entre ambos. Se quedó allí un instante, mirando
con dureza al halfling- “Si seguís cocinando así, pronto no sólo tendréis todo
mi oro, sino que os habréis adueñado de mi banda y mis hombres os habrán
nombrado su líder.”
El halfling soltó una carcajada
mientras el hombre rebuscaba en su bolsa y le lanzaba algunas monedas, para
cubrir los gastos de los ingredientes y la carne. Bob nunca se lo había pedido,
pero tal era la costumbre en Hochland y así lo hacía Hölderlin. Habría pagado
mucho más, e incluso peleado y apuñalado, por seguir comiendo del caldero de
Bob el Tragaldabas.
-“Me ofendéis, maese Hölderlin”
–respondió el halfling con aire alegre, sabiendo que estaba de broma.
-“Tenéis razón, tres monedas son un
insulto a semejante estofado de cordero” –Hölderlin le guiñó un ojo y le lanzó
una cuarta moneda con el pulgar, mientras se daba la vuelta y se dirigía a su
encuentro con el líder de la milicia, con su capa verde ondeando tras él.
Hölderlin descendió también la suave
colina y, al llegar a la sobria casa de Ludwig, que ya había visitado
anteriormente en alguna ocasión, llamó a la puerta y se le permitió acceder.
Dentro aguardaban el propio Ludwig, el padre Klaus Brüne, quien era el
sacerdote sigmarita del pueblo, y un hombre con aspecto de montañés que dijo
llamarse Lear. Al poco se unió a ellos Wilfred, el herrero, un joven rubio y de
melena lacia y brazos fornidos, que a juzgar por su vestimenta había venido
directamente desde la fragua. A Hölderlin le dio la sensación de que Ludwig
estaba reuniendo a sus hombres de confianza para tratar algún tema de
importancia, aunque le extrañó ver allí al afable y anciano sacerdote y, más
aún, le extrañó ser invitado él mismo.
-“Disculpad que os haya hecho
abandonar vuestros quehaceres y… desayunos” –dijo, dirigiendo una breve mirada
a Luther- “Éste es Lear, un bergjaeger que viene desde el pueblo Wörden. Tiene
algunas noticias interesantes que transmitirnos” –les anunció Ludwig, y le hizo
un gesto de asentimiento al hombre, cediéndole la palabra.
-“Un… bergjaeger?” –interrumpió Hölderlin.
Ludwig pareció caer en la cuenta
entonces de que Hölderlin no sabía qué significaba esa palabra, y por un
momento pareció incluso que iba a sonreír.
-“Disculpa, Luther. A veces olvido
que los extranjeros no sabéis estas cosas. Los bergjaegers son exploradores,
rastreadores… Conoces el Paso del Fuego Negro, ¿verdad?”
-“Claro, he oído historias” –el
hochlandés se encogió de hombros- “El desfiladero que conecta las… civilizadas
tierras del Imperio” –Hölderlin pareció decirlo con cierta burla- “con los
Reinos Fronterizos, las tierras sin ley”.
-“Bien, pues quienes vigilan el
Paso del Fuego Negro son los Guardias de Montaña. Ellos vigilan que ningún
salvaje o criatura pueda adentrarse en…” –Ludwig dedicó al hochlandés una
severa mirada- “en las civilizadas tierras del Imperio”.
-“Eso es, yo formaba parte de la
Guardia de la Montaña. Los bergjaegers somos sus exploradores, sus tramperos…
Reconocemos el terreno para ellos”
-“Ah” –el semblante de Luther se
iluminó de pronto, como si empezase a gustarle el tema- “Un batidor. De acuerdo”
El montañés pareció dudar por un
momento, pero luego asintió con gesto amable. Se disponía a continuar con
su explicación cuando fue interrumpido por Wilfred, el herrero.
-“¿Y qué hace un bergjaeger tan al
oeste, a tanta distancia del Paso? Estás un poco lejos de las montañas ¿no?” –el
fornido joven hablaba con su fanfarronería característica. A diferencia del
apacible padre Brüne y del sombrío Ludwig, él era alegre y algo respondón. Tenía
un carácter enérgico e inquieto, aunque noble. Era el único que no había tomado
asiento, sino que se encontraba de pie, apoyado en la repisa de la chimenea del
pequeño salón donde estaban reunidos. Quizá por su oficio le había cogido el
gusto a encontrarse cerca del fuego.
El viejo sacerdote sigmarita posó con
amabilidad la mano sobre el brazo del herrero, mientras sonreía pacientemente.
-“Estoy seguro, Wilfred, de que si
le permitimos hablar, este joven nos lo explicará todo”
-“Como os decía” –continuó el
bergjaeger- “yo formaba parte de un grupo de veteranos de la Guardia de la
Montaña. Patrullábamos los alrededores del Paso del Fuego Negro, y nos
asegurábamos de que nada procedente de las Tierras Yermas o los Reinos
Fronterizos llegase a las tierras de Averland. Pero hubo quienes supieron
burlar nuestra vigilancia” –el semblante del hombre se ensombreció- “Fallamos,
pues un grupo de orcos logró superar a nuestras patrullas y cruzar el paso”
-“¿Orcos?” –reaccionó Wilfred,
visiblemente preocupado, pero Ludwig le hizo un gesto para que guardase
silencio y permitiese continuar al montañés.
-“Una partida de orcos, sí… No muy
numerosos, no eran más de treinta, con algunos goblins acompañándolos. Y
abatimos a un buen número de ellos antes de que lograran cruzar. Pero… de
alguna manera, lograron echársenos encima. Tras aquello, les perseguimos, no
podíamos dejar que se adentraran en Averland y matasen a placer…” –el bergjaeger
carraspeó y bebió un poco de agua del vaso de madera que Ludwig le había
servido. Por su expresión, estaba rememorando lo ocurrido.
-“Así que les seguimos el rastro. Al
principio les seguíamos la pista fácilmente. Atacaron un pueblo pequeño por el
camino, cerca de la ciudad de Heideck, pero después pusieron rumbo al norte,
hacia Stirland. Son veloces aunque no lo parezcan… Puede que no sean muy ágiles,
y que parezcan torpes y encorvados, pero no se fatigan como nosotros. Pueden
marchar durante una semana entera, los muy cabrones” –Lear claramente odiaba a
los pielesverdes, lo cual era lo normal, dada su profesión- “Finalmente
perdimos su rastro a la altura del río Aver, a la altura de…” –titubeó por un
momento- “bueno, digamos que al noreste de Averheim”
-“Yo no sé ni lo que hay al noreste
del viejo pozo de Johann, amigo mío, así que por mí no te preocupes, puedes ir
al grano” –intervino Hölderlin, haciendo que Wilfred riese ante lo absurdo de
su aportación.
-“Les perdimos el rastro” –continuó
Lear, al parecer sumido en sus pensamientos- “Así que acampamos allí, ya que
estaba anocheciendo y no teníamos una pista que seguir. Y entonces nos
atacaron.”
Lear agarró entonces el vaso con
más fuerza, y quizá lo habría partido de haberse tratado de un vaso de cristal.
-“Nos masacraron durante la noche.
Abatieron a nuestros guardias con flechas… Yo estaba de guardia esa noche, y
aún conservo una cicatriz. Al igual que conservo el recuerdo de los gritos de
mis amigos, y del fuego…” –Lear parecía haberse sumergido de nuevo en esas
imágenes que poblaban su mente- “Sólo yo logré salir con vida de allí. Me arrastré
malherido en la noche, colina arriba, con la luz de las llamas a mis espaldas,
y oí a esos bastardos aullar y cantar mientras echaban los cuerpos de los
muertos sobre las llamas de nuestra hoguera” –Ludwig había dejado de dar
caladas a la pipa y estaba mirando al montañés fijamente a los ojos, y el
bergjaeger devolvió entonces su atención al presente y le devolvió la mirada a
su anfitrión- “Tuve mucha suerte.” –concluyó, y se recostó en su asiento.
Se hizo un silencio algo tenso en
la estancia, el cual el Wilfred aprovechó para coger una silla y sentarse junto
a los demás, pues la macabra historia había acabado con su entusiasmo de golpe.
El bergjaeger notó este silencio pesado y continuó con su narración.
-“Estaba malherido y solo, así que
me dirigí a Averheim, que era la ciudad más cercana. Informé a la guardia de la
ciudad y me quedé allí un tiempo, recuperándome de mis heridas. Necesitaba recuperar
las fuerzas antes de regresar al Paso del Fuego Negro con el resto de mi
guarnición. Y entonces oí los rumores de los lugareños de los alrededores. Una
banda de orcos estaba atacando los asentamientos cercanos a Wörden. No se
atreverían a atacar una ciudad grande y bien protegida, como la propia Wörden o
Averheim, pero saqueaban y destruían los asentamientos pequeños que había
cerca. Ya sabéis cómo son esos carroñeros”
-“Así que sí llegaron a adentrarse
en Stirland” –dijo el padre Brüne, analizando la información que les iba
transmitiendo el montañés- “Esa pobre gente…”
-“Bestias rastreras y cobardes” –soltó
Wilfred, con desprecio.
-“Sí, cobardes y miserables, pero
astutos en ocasiones” –continuó Lear.
“Yo tenía familia allí, en Wörden” –siguió-
“así que, viendo que mis heridas estaban casi curadas, me dirigí a advertir a
mis parientes y comprobar que se encontraran bien. Afortunadamente, en ese
momento había una banda mercenaria bastante numerosa en la zona, y los orcos
fueron repelidos… Pero se dirigieron hacia aquí. He visto lo que hicieron los
pielesverdes en los dos pueblecitos que había cerca de Wörden y…. bueno, no
tengo palabras.”
El bergjaeger no quería consternar
más a los tres habitantes de Wissenkirche allí reunidos, pero el olor a carne
quemada y los montones de cuerpos calcinados aún poblaban su mente.
-“Vosotros estáis algo más
alejados, pero aún así, estáis en la dirección en la que avanzan esos
pielesverdes. Están regresando hacia Averland, y no tardarán en cruzar el Aver
de nuevo y plantarse en vuestra puerta. Mi familia me dijo que mi tío Rüdiger
había venido hace unos años a vivir aquí, a Wissenkirche, así que he venido a avisaros
también”
-“Cosa que te agradezco de todo corazón,
muchacho. Es muy posible que, con ello, hayas salvado muchas vidas. Vidas de
gente buena y honrada.”
-“Ojalá os hubiese convencido,
Ludwig”-le respondió Lear al líder de la milicia, pero esta vez con expresión
más apesadumbrada, y después habló al resto de los presentes- “Esos pobres no tenían
forma de defenderse, no tuvieron ninguna oportunidad. Vosotros tenéis una
milicia bien equipada y estáis sobre aviso. Ya que no he logrado convencer a
Ludwig ni al padre Klaus de que abandonéis Wissenkirche, al menos preparaos
para el ataque” –el bergjaeger adoptó entonces una expresión severa- “Porque,
creedme, vendrán.”
-“Cuéntales eso otro que me has
mencionado antes” –dijo Ludwig, que estaba sentado en una vieja silla de madera
mientras fumaba su pipa de nuevo con aire impasible.
Lear dudó por un momento- “Ah, sí.
Las habladurías. En el primer pueblo arrasado que vi de camino aquí, no hubo
supervivientes. Pero en el segundo… Algunos aldeanos lograron esconderse y se
salvaron. Cuando hablé con uno de los supervivientes...” –el bergjaeger
titubeó, como si fueran a tildarle de loco- “dijo que no habían sido sólo
orcos. Que había hombres bestia con ellos, y que atacaron juntos.”
Hölderlin y Ludwig intercambiaron
una mirada muy significativa.
-“Viejos conocidos, entonces…”
–murmuró Hölderlin, y se llevó inconscientemente la mano a la empuñadura de la
espada.
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