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sábado, 11 de enero de 2020

Relato introductorio banda Averland


Saludos a todos. Como os comentó Malvador, recientemente comenzamos a jugar la Tercera Era de Mordheim. En ella hemos cambiado el ambiente siniestro de la Ciudad Maldita por algo aparentemente más bucólico y pastoril como es el Condado de Averland, usando las reglas de El Imperio en Llamas. Yo en concreto juego con una banda de mercenarios de Averland, pero mi intención no era llevar a un grupo de mercenarios veteranos y curtidos (que sería lo que refleja esa banda) sino más bien a una milicia local de civiles que se han visto obligados a tomar las armas para defenderse de lo que les va a caer encima. Por ello he hecho algunos cambios, como contratar milicianos humanos normales en vez de Guardia del Paso del Fuego Negro (que tienen HA4 en vez de la HA3 de todo humano basicote) y he cambiado uno de los bergjaeger por un sacerdote de Sigmar, clásico cura de pueblo de toda la vida que va a verse obligado a coger el martillo para defender a su rebaño.

El hecho de que yo sea sureño y ame el sol y el calor no ha influido en la elección de la banda
Esta adaptación también ha sido trasfóndica. El sargento de mi banda no es tal, sino el herrero del pueblo (así puedo usar la excelente miniatura del primer Valten). La bergjaeger no es tal sino una cazadora y trampera normal y corriente, que además es la prometida del herrero. El capitán mercenario es en este caso Ludwig Von Bahwerk, un cazador de brujas retirado que lidera a la milicia simplemente porque él es el único que tiene un mínimo de formación marcial. Y luego están los halflings. Me encantan los halflings, espero que le den un toque cómico al asunto.

El relato que os presento, no obstante, es más bien oscuro y jodido. Se centra en el Trasfondo de Ludwig y del sacerdote de Sigmar, que no es lo que parece. Espero que cuando aparezcan los halflings la cosa tome otro cariz, pero de momento esto es lo que hay. Espero que os guste.



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Ludwig Von Bahwerk se dejó caer pesadamente sobre una desvencijada silla, tan gastada que apenas pudo soportar su peso, ampliado por una cota de malla que no había llegado a quitarse. Se inclinó sobre el reposabrazos, apoyó la cabeza en la palma de su mano y comenzó a quedarse dormido, pero, haciendo uso de una fuerza de voluntad titánica, logró desperezarse. Ludwig temía a muy pocas cosas en la vida, pero una de esas cosas que le atemorizaban, acaso la que más, eran sus sueños. Ni siquiera la cálida luz que se filtraba por la ventana, un tenue pero glorioso resplandor, conseguía tranquilizarle. Aquel destello era la salvación tras la noche de Geheimnisnacht, la promesa para todos los que pudieran contemplarla de que los horrores de la oscuridad habían perdido ya su dominio sobre la tierra. Pero el antiguo cazador de brujas sabía de sobra que sus miedos no desaparecerían con el alba: sus miedos eran ya una parte inevitable de su ser.

Tanteó cansadamente la mesa que se encontraba a su lado, sin mirarla, y encontró el puro que estaba buscando. Lo encendió. El humo se enredó con los rayos del sol, como si fuera incienso ofrecido al dios que cabalgara sobre el amanecer para rescatarlos, como si fuera la evanescente danza de un oráculo ante la atenta mirada de la divinidad. Para Ludwig era simplemente otro soporte vital, una de las adicciones que actuaba como barrera entre su mente y la locura que la inundaría si no tuviera esos lenitivos a los que aferrarse. O quizá era un medio de acortar la vida de su cuerpo, pues la de su alma hacía mucho que había desaparecido, sepultada bajo la losa de una culpa que jamás podría expiar. Jamás.

Ludwig comenzó a repasar los eventos de la noche que acababa de terminar. Sonrió lúgubremente ante la idea de preferir rememorar la noche de Geheimnisnacht como forma de no quedarse a solas con sus pensamientos. Todo el mundo temía esa noche, y hacían bien. Todo el que tuviera algo que perder. Ludwig ya no se contaba entre ellos.



Los hombres bestia y sus aliados pielesverdes habían intentado profanar el cementerio de Wissenkirche. Lo habían conseguido, en parte. Se podía presumir que los orcos no tenían más interés que el botín, pero de los astados era difícil mantener esa presunción. Aquellos malditos se estaban volviendo muy osados, y su presencia tan cerca de la civilización, pues el cementerio no estaba muy alejado del pueblo, era toda una novedad. Los hombres de Wissenkirche habían sufrido muchas bajas, pero los recién llegados, esos hochlandeses con aire de tener mucho que esconder, habían acudido en su ayuda y habían puesto en fuga a los asaltantes. Y pese a ello, algo en su instinto de cazador de brujas le decía que no debía fiarse de ellos. No del todo.

Ludwig dio una larga calada a su puro. Podía haber abandonado la Orden de los Templarios de Sigmar, pero la Orden había moldeado su mente y su alma, y había impuesto para siempre su marca indeleble sobre él. Abandonarla era un mero acto administrativo. Quisiera o no, nunca dejaría de ser un cazador de brujas.

Sonaron unos golpes en su puerta. No eran amenazadores, pero ni siquiera se molestó en cargar la pistola, o ponerse en una posición más adecuada para la defensa. Si había sobrevivido a la noche de Geheimnisnacht no iba a morir en el amanecer siguiente. Y si se equivocaba… bueno, en realidad le importaba un carajo.

“Adelante”.

No se equivocaba. La silueta que apareció recortada contra una luz cada vez más brillante era la del padre Klaus Brüne, el anciano sacerdote sigmarita del pueblo. Saludó cortésmente y entró, reforzando con su amable sonrisa el triunfo de la luz sobre la tiniebla. Quienes no conocían al padre Brüne pensaban que era un bobalicón. Quienes creían conocerlo lo consideraban un hombre afable y bondadoso, el prototipo del cura de pueblo, sin grandes conocimientos sobre el mundo en general pero sin necesidad de tenerlos, pues su amor por el prójimo y su preocupación por el bienestar de su rebaño compensaba todo lo demás.

Y después estaban los que realmente conocían al padre Brüne. Los que sabían que, ocultos en los lugares recónditos de su parroquia, almacenaba tomos tan impíos y blasfemos que solo él podría mantener la cordura tras leerlos. Los que sabían que, en profundos sótanos alejados de las miradas de sus vecinos para no mancillar su inocencia y su cordura, había batallado contra entidades demoníacas en actos de exorcismo tan intensos que muchos otros habrían muerto. Los que sabían por qué pasaba tantas noches en vela, y cuál era el verdadero propósito de las plegarias que muchas veces murmuraban sus ancianos labios. Los que sabían que si había rechazado tantas veces el puesto de Lector no era porque “la comida en Averland fuera mejor que en Altdorf”, sino porque amaba tanto a sus vecinos que nunca quiso dejar de ser su escudo frente a abominaciones que ellos no podían ni siquiera concebir.


Ludwig era de las pocas personas que conocía al padre Brüne. Y el padre Brüne era el único en todo el pueblo que conocía a Ludwig. El único que sabía por qué había aparecido en Wissenkirche, y de qué huía.

Desde su niñez, Ludwig se había considerado un patriota. Era difícil serlo en el turbulento Imperio de los Tres Emperadores, un desastre político donde la corrupción y la avaricia horadaban cualquier intento de mejorar la vida de los ciudadanos y de cumplir con el sueño que aquel hombre-dios forjara usando a Ghal Maraz como martillo. Pero el joven Ludwig entendía que, pese a todo, valía la pena defender ese sueño. Que el Imperio era una obra religiosa antes que política, y que no importaba cómo de corrupto o incompetente fuera el poder temporal que ostentara el trono, sino la pureza del ideal que daba forma a ese trono. Y fue por eso que se unió a la Orden de los Templarios de Sigmar, popularmente conocidos como los cazadores de brujas.

Ludwig ascendió rápido en las filas de la Orden, pues a un convencimiento propio de un zelote unía una inteligencia propia del mejor detective y una habilidad con las armas que en nada tenía que envidiar a los duelistas profesionales. Sus superiores reconocían su valía y su alma se encontraba en paz, pues sabía que, pese a que sus métodos fueran inevitablemente despiadados, estaba cumpliendo con el fin de salvaguardar al Imperio y a sus ciudadanos.

Hasta que un día tuvo que enfrentarse a un caso particularmente horrible de brujería. En un villorrio perdido de Ostermark varias personas, incluyendo neonatos, habían sido secuestradas y asesinadas en espantosos rituales. Ludwig llegó al pueblo y tras apenas unas semanas de investigación encontró a quien parecía ser la responsable: una mujer joven, viuda y madre de tres niños de corta edad. La chica no respondía al perfil de persona que llevaría a cabo tales actividades, pero las pruebas eran concluyentes, y Ludwig, siguiendo las pruebas, la quemó en la hoguera.

Pero las pruebas se pueden fabricar, como descubrió dolorosamente varios meses después. Tras un tiempo de paz, los secuestros y asesinatos volvieron al pueblo, y Ludwig, quien comenzaba a sentir la horripilante sombra de la duda en su alma, descubrió la verdad: la auténtica responsable era la esposa del burgomaestre, quien la había encubierto pues, en parte por lascivia y en parte por miedo, estaba totalmente sometido a ella, y había fabricado las pruebas para incriminar a aquella madre a la que Ludwig había quemado.


Horrorizado, enfurecido más allá de toda comprensión, Ludwig se dirigió al palacio del burgomaestre. Sin refuerzos, sin ayuda, masacró a todos los guardias que intentaron cerrarle el paso, atrapó al burgomaestre y a su mujer en su propio dormitorio y, usando técnicas que jamás antes había usado por la repulsa que le producían, los torturó durante horas hasta que no pudo evitar que recibieran el consuelo de la muerte. Cuando al día siguiente se presentó en el lugar uno de sus superiores, ni siquiera su dilatada experiencia como cazador de brujas pudo evitar que vomitara al ver lo que Ludwig había hecho, y estuvo varios días en cama con fiebre. Ludwig, por su parte, se arrancó el emblema de los cazadores de brujas, lo arrojó a los pies de su atribulado supervisor, y comenzó su huida errante. Y siempre supo que lo que le atormentaría el resto de su vida no sería el terror que había visto en los ojos de la esposa del burgomaestre, sino las lágrimas de aquella mujer inocente que, ardiendo en la hoguera frente a sus horrorizados hijos, le había pedido una compasión que él le negó hasta el final. Hasta el doloroso y terrible final.

Ludwig sonrió con desesperación, y dio una profunda calada al puro. Ante un recuerdo así, ante la memoria de aquellos ojos, ¿qué consuelo podía traer el alba?

Su caminar errático le había llevado hasta Wissenkirche, en Averland, un lugar idílico de suaves colinas, arroyos claros y pastos abundantes. Y allí decidió quedarse, y solo el padre Brüne, de cuya caridad vivía, conocía su secreto. Por eso estaba allí con él esa mañana. Por eso ambos sabían lo que las incursiones de los hombres bestia significaban.

“Volverán, ¿verdad?” – preguntó Ludwig al padre Brüne, sin molestarse en mirarlo.

“Volverán. Están envalentonados. La caída del cometa ha sido más al norte, pero no estamos demasiado lejos como para que no tenga efectos aquí. Mordheim es ahora una herida abierta, preñada de Caos, y su infección llega muy lejos”.

El ex cazador de brujas se tapó los ojos con la mano.

“Esta pobre gente… sólo quieren vivir en paz, dar de comer a sus hijos, y confiar en que al día siguiente se despertarán”.

Miró por fin al padre Brüne. Sus miradas eran muy diferentes. Ya no solo porque los ojos del cazador de brujas fueran de un castaño casi negro que contrastaba con el azul claro del sacerdote, sino porque la mirada de éste reflejaba, pese a todo, esperanza. Era la mirada que tan pocos de sus conciudadanos entendía, la del hombre que ha visto el horror y la maldad a unos niveles que la mayoría de los mortales no puede siquiera concebir, pero que sabe que, pese a todo ello, sigue habiendo cosas bellas y buenas por las que vale la pena vivir.

“Así es. Wilfred e Isolda quieren casarse. Helga y Rüdiger están emocionados con los primeros pasos de su hijita, Wolfgang cree que la obra que está escribiendo es suficientemente buena como para ser representada en Averheim, Jürgen y su mujer creen que la cosecha será abundante y podrán pagar los estudios de su niño, al menos durante un año. Todos tienen sueños, buenos sueños, cosas honestas. Incluso los halflings, aunque en su caso supongo que tendrá más que ver con comer. Pero eso… - el padre Brüne sonrió – también es legítimo”.



Ludwig no dijo nada, y se limitó a seguir fumando. El sol estaba cada vez más alto, y su luz inundaba ya la estancia, como si fuera la acogedora lumbre del hogar. El sacerdote continuó:

“Por eso me hice sacerdote. Por eso nunca me he marchado de aquí. Quiero que Wilfred e Isolda se casen, que la hija de Rüdiger aprenda a andar y a correr, que el hijo de Jürgen estudie y que Wolfgang pueda llevar su maldita obra a Averheim, aunque le acaben tirando tomates. Al menos los halflings podrán hacer un buen guiso con ellos. Yo renuncié a todos mis sueños porque quise proteger los de los demás. Quiero ser el escudo que evita que todos esos sueños se rompan. Y tú también.”

El ex cazador de brujas asintió en silencio, y al cabo de un rato se inclinó sobre la silla y dijo:

“Estaré aquí hasta el final, padre, sea el que sea. Jamás podré devolver la vida inocente que arrebaté. Pero quizá consiga evitar que otras vidas inocentes sean segadas. Y si es así, al menos no habré vivido en vano”.

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