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viernes, 7 de febrero de 2020

La Muerte del Padre Brüne


El domingo pasado echamos una partida de Mordheim, la tercera de la Tercera Era y primera en la que participaban Clavy y nuestro amigo Dani. Jugamos un escenario específico de los Hombres Bestia, uno de asaltar una granja, que fue defendida por Malvador y por mí contra los Middenheimers y Enanos de Dani y Clavy, por un lado, y los hombres bestia y orcos de Fornidson, por otro. 

La granja de Otto Eisbärmann, donde se libró la partida
La idea era que los asaltantes se pegaran también entre sí, aparte de contra los defensores, pero como suele pasar en estos casos nos hicieron un sandwich en toda regla sin apenas pegarse entre ellos. Dentro de lo malo, Malvador y yo tuvimos relativa suerte, dado que en una serie de tiradas totalmente inverosímiles dañé seriamente a los Middenheimers (que se retiraron muy pronto) y eso nos alivió algo de presión, pero, como cabía esperar, al final fuimos arrasados y los orcos y hombres bestia se hicieron con la victoria. Las tiradas en la tabla de heridas no nos fueron mal del todo, excepto por el hecho de que el Padre Klaus Brüne, el afable sacerdote de Wissenkirche, murió a manos del caudillo hombre bestia.

Os dejo el relato de su muerte, que pretende reflejar que Hölderlin y Wilfred, el herrero del pueblo, han desarrollado odio hacia ese caudillo. Espero que os guste.


La sombra había caído sobre el pequeño y apacible poblado de Wissenkirche. La música de los frescos arroyos parecía entonar un cántico elegíaco en lugar de su habitual música alegre, el verdor de los prados parecía apagado y enlutado, y mustia la belleza de las flores. El dolor, que durante décadas había pasado de lado del pueblo sin apenas tocarlo, había establecido en él su nueva morada. Y la risa y la calma ya no existían, pues la sombra las había borrado.

Para muchos habitantes de la villa, aquella era una sensación nueva, y se movían y actuaban como si estuvieran en una pesadilla de la que tarde o temprano despertarían. Para Luther Hölderlin, por el contrario, la sensación era muy distinta: él sabía que no se encontraba en ninguna pesadilla, sino que acababa de despertar, y que toda la belleza y la paz que había sentido en las escasas semanas que llevaba en Wissenkirche, y que se acababan de quebrar, habían sido el verdadero sueño. Él sabía que aquella era la vida real, la vida que los ciudadanos de la pequeña aldea de Averland habían conseguido de alguna manera evitar hasta que la habían olvidado, pero que nunca andaba demasiado lejos. Y aunque él hubiera visto horrores mucho más terribles que cualquiera de los pueblerinos, y supiera que los habitantes de Wissenkirche aún tenían motivos para estar agradecidos de no poder siquiera pensar en las cosas que él conocía, el hecho de que la oscuridad hubiera caído sobre un sitio aquel lo enfurecía y ensombrecía su ánimo.


En aquellos terribles días, Hölderlin y los suyos no veían más que caras apesadumbradas y asustadas entre sus vecinos, incluso entre los halflings, siempre tan alegres y condenadamente insensatos. Pero lo cierto es que había razones para sustentar esos temores: los hombres bestia y los orcos que habían intentado profanar el cementerio unos días atrás habían conseguido quemar la granja Otto Eisbärmann, matándolo junto con varios de sus familiares. Por si esto fuera poco, la granja había sido asaltada a la vez por una banda de middenheimers y enanos, los cuales, si bien no estaban en colaboración con los inmundos astados y pielesverdes, parecían perseguir el mismo propósito de causar devastación en las tierras de Averland. Los middenheimers habían sido repelidos, y resultaba evidente que su presencia en Averland obedecía a las turbulencias políticas del desgajado Imperio de los Tres Emperadores, pero de los enanos nada se sabía, y una conducta tan extraña en aliados del Imperio causaba inquietud.

Pero lo peor no eran esas noticias, sino que, precisamente cuando Wissenkirche parecía estar acosado y asediado, había perdido a su guía espiritual: el Padre Klaus Brüne, el anciano y bondadoso sacerdote sigmarita del pueblo, había sido brutalmente asesinado por el caudillo de los hombres bestia. En la batalla por la granja de Otto había cargado valerosamente contra la abominación, intentando descabezar a sus rivales, pero no lo había conseguido y el líder astado había dado cuenta de él. Ni siquiera habían conseguido recuperar su cuerpo.

Hölderlin se adentró en el templo de Sigmar, donde se oficiaba un velatorio en memoria del sacerdote. No era un hombre particularmente religioso, y las pocas veces que rezaba lo hacía, como buen hochlandés, a Taal, y no a Sigmar. Mas no por ello dejó de percibir la solemnidad y tristeza del momento. La capilla, normalmente acogedora, parecía agrandarse bajo la luz de las trémulas velas, y había en ella un aura apenas identificable de temor y oscuridad, como si la ausencia del Padre Brüne hubiera liberado un horror que antes solo hubiera sido contenido por la afable sonrisa del anciano. Las estatuas de Sigmar y de los grandes héroes del Imperio parecían mostrar una mirada más fría, más severa, como si ellas mismas se unieran al duelo. Y el silencio contenía un sollozo latente, casi inaudible, mas no por ello menos cierto.

Imagen de Rodion Kowalchuk
Hölderlin vio a Wilfred, el herrero, apoyado con aire apesadumbrado en uno de los capiteles. Se encontraba malherido, pero pese a ello no había querido dejar pasar la ocasión de honrar por última vez al sacerdote. El hochlandés se acercó a él, atraído por una cara conocida en medio de esa escena. A medida que se acercaba no pudo dejar de notar que las heridas que tenía en el pecho estaban cicatrizando… en una forma que recordaba vagamente al cometa de dos colas.

Hölderlin sonrió en su interior, pero era una sonrisa triste. El cometa de dos colas, el que había proclamado el nacimiento de Sigmar, pero también el que había arrasado la maldita Mordheim, de donde había huido hacía poco. ¿Era de verdad el cometa? ¿O era un caprichoso reflejo de la luz?

Wilfred notó la presencia del forastero cuando ya estaban cerca, y lo saludó inclinando la cabeza. Hölderlin hizo lo mismo. No dijo palabra, porque creía que las palabras estaban fuera de lugar en un momento así, pero Wilfred susurró:

“Te agradezco que hayas venido”.

Hölderlin desvió su vista hacia el altar, y respondió:

“Parecía un buen hombre”.

“Lo era. Y parecía tenerte en alta estima”

Así era, reconoció Hölderlin. No había tenido ocasión de pasar mucho tiempo con el sacerdote, pero había algo en sus ojos, en la forma en que le miraba, que le daba a entender que el sacerdote lo apreciaba. Muchas veces había tenido Hölderlin la sensación de que ese aprecio no se debía a que no supiera nada de su pasado, sino a que, por el contrario, lo sabía todo. Sabía los pasos que había dado por el camino de la condenación y cómo había sabido retroceder a tiempo para buscar un camino diferente, el de la redención. Cómo aquel anciano podía realmente saber tales cosas, si es que las sabía, estaba más allá de su imaginación. Quizá tuviera contactos con los cazadores de brujas. Quizá conociera a Maximilian Von Fornid, el fanático con el que había tenido que negociar una liberación pagada con sangre de herejes. Ya nunca lo sabría.

Pero sí sabía que, supiera lo que supiera, el sacerdote les había dado la bienvenida al pueblo. Él creía que merecían ser bien recibidos. Ellos, antaño saqueadores, bandidos, cortacuellos… habían sido bien tratados por aquel hombre. Hölderlin sintió que crecía la rabia en su interior.

“No sé qué haremos sin él”, dijo Wilfred en un brutal arranque de honestidad. La voz se le había quebrado, y Hölderlin sabía perfectamente por qué.

Porque el sacerdote era el escudo que les había protegido del horror, y ahora no tenían protección frente a él. Porque él era una llama de esperanza, un recordatorio de que, pese a todo, hay cosas bellas por las que luchar en el mundo, y todas esas cosas parecían haberse ido con él, o haberse debilitado con su ausencia. Porque esa muerte había roto la ensoñación de que la sombra sería una cosa pasajera. Porque ni siquiera sabían que habían hecho esos salvajes con su cuerpo.


Y Hölderlin supo que esa era la penitencia que los dioses le habían encomendado a cambio de poder huir de Mordheim y de la condenación eterna. Él, y sus hombres, deberían ayudar a proteger a aquellos hombres, mujeres y niños que tenían miedo y que estaban perdiendo la esperanza. Ese sería el pago por su liberación. La violencia, algo que siempre había ejercido por su propio beneficio, ahora serviría para salvaguardar la vida y la inocencia de otros.

“Taal” susurró para sí, aferrando el medallón que llevaba colgado al pecho “sé que odias a los astados tanto como yo. Sé que no te rezo mucho, o nunca, pero dame fuerzas esta vez, y te prometo… te prometo que los mataré a todos”.

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