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lunes, 6 de septiembre de 2021

La Liberación de Aaxen IV (II)

Saludos a todos, damas y caballeros.

Continuamos con el relato largo de Warhammer 40k, la Liberación de Aaxen IV, cuya primera parte publiqué en esta entrada

Debo confesar que no estoy del todo contento con esta parte. La lógica de escribir un relato "por fascículos" es que la historia no termina hasta la entrega final, pero al mismo tiempo creo que cada una de esas "entregas" debe tener algo parecido a un final, o tener una acción que comienza y termina, o algo similar. La entrada anterior tenía eso: los guardias llegan a la casa de Aelfric, pelean, aparecen los Devoradores de Mundos y los matan. Bien.


Esta parte del relato trata sobre cómo los Devoradores de Mundos llegan al pueblo más cercano a la casa de Aelfric. En un principio mi intención era que también incluyera lo que pasaba allí, pero al final, tanto por razones de espacio como por no incluir lo que digamos serían dos secuencias o acciones, he cortado cuando Vlad Khorgal comienza su discurso. No sé hasta qué punto es lo correcto porque no me termina de convencer cómo ha quedado. Pero bueno, en todo caso es lo que hay, y que os guste pese a todo.

La casa de Aelfric estaba a solo tres kilómetros de distancia del pueblo más cercano, pero al leñador le pareció que estaba viajando al otro lado del mundo. Todavía se encontraba dolorido por la paliza de los soldados de palacio, así que había recurrido a una vieja mula que tenía para poder hacer el camino montado sobre ella. Incluso así, los gigantes que le acompañaban podían avanzar a un ritmo muy superior, y su furia por verse obligados a caminar despacio era tan palpable que Aelfric temió que en cualquier momento uno de ellos se impacientara demasiado y lo matara.

Sabía, no obstante, que aquello no pasaría, y no solo porque él fuera su guía. De alguna forma, sentía que se había creado una especie de vínculo entre él y aquellos seres de otra dimensión. Intuía, en algún recóndito lugar de su alma, que el camino que estaban haciendo hacia el pueblo lo cambiaría todo para siempre, y que ni su mundo ni él mismo volverían jamás a ser iguales. Supuso que avanzaba tan lento no porque su mula fuera vieja o porque se encontrara dolorido, sino porque una parte de su alma le decía que no debía completar ese viaje, que era preferible morir, algo que podría hacer antes de llegar al pueblo, pero no después. Aelfric Haggard no entendía bien lo que estaba pasando. En todo caso, le debía la salvación de su familia, especialmente de su hija, a aquellos gigantes, fueran quienes fueran. Haría lo que ellos le pedían.

Los gigantes no hablaron, ni con él ni entre ellos, mientras duró el camino, lo que permitió que Aelfric los analizara con detalle. Eran ocho, y se fijó en que cinco de ellos llevaban la misma insignia en una de sus hombreras: unas enormes fauces blancas devorando una esfera de color azul y verde. Si Aelfric hubiera sido un hombre más instruido, habría identificado esa esfera como un planeta. Era el mismo símbolo que llevaba el que parecía ser el líder de los ocho, el del yelmo dorado con forma de calavera. Sin embargo, los otros tres llevaban cada uno un emblema diferente: uno de ellos, el que se cubría el rostro con una capucha, mostraba en su hombrera la imagen de una espada alada; un segundo, que portaba un mayal enorme, tenía una hombrera de color azul con una omega blanca; y el tercero mostraba en su hombrera un cráneo de color plateado sobre un fondo de líneas amarillas y negras.

Este último individuo era el más curioso para la percepción de Aelfric: pese a moverse con determinación y vigor, había algo en él que revelaba una especie de alteración, una enfermedad de la mente o del alma. Súbitamente, sus manos se crispaban y se cerraban con fuerza, o alteraba su paso de manera extraña, pisando dos veces con el pie derecho antes que con el izquierdo. Eran actos llamativos, no necesariamente extravagantes o erróneos, pero demasiado erráticos como para ser hechos por alguien cuyo cerebro funcionara de manera normal. En realidad, esto sucedía con los ocho integrantes del grupo, quizá con la única excepción de su líder, pero en el guerrero con el emblema del cráneo plateado, su alteración era más evidente.

Finalmente, los ocho guerreros llegaron, guiados por Aelfric, al pueblo que los habitantes de Aaxen IV conocían como Darnoig. No era más que una agrupación de casas construidas con piedra, todas ellas de una sola planta y muchas de ellas con un pequeño establo o huerto anexo. Unos caminos embarrados por los que transitaban niños mugrientos y animales domésticos llevaban a lo que parecía ser la plaza del pueblo, donde destacaba un edificio que debía ser la residencia del regidor, alcaide o quien demonios gobernara el villorrio, y un templo, de cuyo campanario colgaba un estandarte negro con la insignia de un dragón púrpura. En todo caso, parecía que la iglesia llevaba mucho tiempo cerrada al culto, fuera cual fuera la deidad a la que se hubiera adorado allí anteriormente.

La llegada de los gigantes de armadura roja y dorada generó una gran expectación en el pueblo, como era natural, y todo el que pudo se acercó a la plaza a contemplarlos. Llegados a tal punto, Aelfric no estaba muy seguro de qué era lo que venía después, por qué aquellos guerreros estaban interesados en llegar a Darnoig, qué mensaje querían transmitir o con quién se querían reunir. Empezó a improvisar mentalmente una proclama que le permitiera explicar la situación en caso de que percibiera que los gigantes esperaban eso de él, pero entonces el líder de los mismos le habló y le preguntó:

“¿Están ya todos?”

Aelfric miró a su alrededor y, entendiendo que se refería a los habitantes del pueblo, contestó:

“Sí. La mayoría, al menos”

“Perfecto”

Vlad Khorgal miró a los pueblerinos que se arremolinaban en torno a él y sus hombres, debatiéndose entre el miedo y la curiosidad. Era evidente que se mantenían allí, en la plaza, porque tenían interés por saber a qué obedecía la presencia de los berserkers de Khorne en su pueblo, pero también era obvio que tenían miedo. Y su mayor miedo no era a morir decapitados, algo que entraba dentro de lo posible, sino a que todo cambiara. Los villanos querían que los berserkers llegaran, se marcharan, y la vida siguiera inalterada para ellos, que todo pasara sin ser más que una anécdota que contar a las generaciones venideras.

Pero no iba a ser así. Porque Vlad Khorgal había llegado a Aaxen IV para proclamar el sangriento credo de Khorne, y quienes lo escucharan solo tendrían la opción de unirse a él, o morir.

“Ciudadanos de Darnoig… soy Vlad Khorgal, Devorador de Mundos, devoto del dios de la guerra”

El día, que ya de por sí era gris y plomizo, se volvió completamente oscuro cuando Vlad Khorgal habló. Profundas nubes taparon el sol, rojizas, como si estuvieran cargadas de sangre. Vlad Khorgal era un orador extraordinario, lo cual, naturalmente, no se debía a sus propias capacidades, sino que era un oscuro regalo de su dios patrón. Vlad Khorgal podía arrastras a millones de almas a la batalla, la violencia y la muerte porque eran los demonios quienes hablaban a través de él.

Y los demonios habían llegado a Aaxen IV.

Parte III

4 comentarios:

  1. Está bien el relato, en absoluto queda mal que lo cortes temporalmente ahí. De hecho, ¡genera más expectación y ganas de recibir la siguiente entrega!

    (Y la breve descripción del guerrero de hierro y sus tics maníacos es buenísima) xD

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    1. ¡Muchas gracias! El Guerrero de Hierro es el que está peor de todos, con mucha diferencia. Es lo que pasa cuando te dedicas a calcular hamiltonianos.

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