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sábado, 26 de marzo de 2022

Partida a Nän-Ladir

Saludos a todos.

La campaña en las Tierras del Sur que hemos estado tramando los últimos meses está a punto de caramelo, y previsiblemente mañana la inauguremos Soter y yo con un enfrentamiento que medirá a una de las sirvientas de Chantal con uno de los generales de la ficticia ciudad de Áncrama (obviamente todas las ciudades del universo de Warhammer son ficticias, me refiero a que ésta es inventada por mí).

La batalla será pequeña, de apenas 1.250 puntos y con bastantes limitaciones, ya que estamos siguiendo un sistema de campaña parecido al que apareció en uno de los apéndices del reglamento de sexta edición, en el que los ejércitos tenían bastantes restricciones iniciales a la hora de escoger tropas, personajes u objetos mágicos. Sin embargo, eso no es motivo para no darle un contexto a esa batalla, y menos todavía cuando se trata de la primera, ya que permite crear un pequeño marco de referencia y servir como base con la que justificar enfrentamientos futuros. Además, los participantes en la campaña hemos acordado que eventualmente jugaremos alguna partida no sujeta a las restricciones habituales (y que en principio no tenga relevancia sobre la misma más allá de generar más trasfondo), donde poder aprovechar para jugar a más puntos y con mayor libertad de configuración. Vamos, por el mero placer de jugar y meter cosas más jugosas en las listas, pero a la par que expandimos la narrativa de estas regiones. Y para eso es conveniente que todas las partidas pequeñas previas aporten algo al contexto.

Por tanto lo que hoy os traigo es un breve relato que sirve para explicar el por qué de ese primer enfrentamiento entre mis adoradores de Slaanesh y los no muertos de Soter, al menos desde la perspectiva de mis tropas, que únicamente saben que hay un contingente de muertos en un lugar en el que no debería y su misión es acabar con su amenaza, sin saber realmente de dónde proceden. He aprovechado también para dar algunas pinceladas de cómo es la sociedad de Áncrama y su gente, algo que iré desarrollando más a lo largo de futuros relatos, procurando salirme del cliché de que por ser habitantes de una ciudad dedicada al Príncipe Negro todos ellos sean malvados psicópatas. No es que sean buena gente necesariamente, pero tampoco son villanos de película; se mueven en una escala de grises como casi todo el mundo. Es cierto que tal vez sea un gris más oscuro, pero gris al fin y al cabo (aunque quizás algún personaje sí será negro azabache, ya iré viendo).

Os dejo por tanto con el relato. Espero que os guste.


Partida a Nän-Ladir

Los regimientos marchaban ordenadamente bajo las puertas de la muralla al son de las trompetas y los tambores, abandonando Áncrama en perfecta sincronía bajo un sol implacable y sin que ninguno de los soldados mostrara signos de acusar las altas temperaturas. En ese momento eran los esclavos unthuk los que estaban atravesando la Puerta del Norte, con una disciplina que a cualquiera que no los conociera le resultaría sorprendente para tratarse de hombres-cabra. Poco antes habían salido los solados shulum, por lo que en cuando lo hicieran los unthuk el ejército estaría listo para atravesar el desierto.

Antanaer observaba el partir de sus tropas desde un pequeño promontorio a las afueras de la ciudad. Varios informes habían señalado que una fuerza hostil había tomado el oasis de Nän-Ladir, impidiendo a las caravanas de comerciantes detenerse allí. Al parecer se trataba de un contingente nada desdeñable de esqueletos y demás criaturas no muertas, casi sin duda una expedición comandada por un antiguo príncipe nehekariano. Era raro que marcharan tan al sur pero a veces sucedía, y era labor de Antanaer impedir que causaran demasiadas perturbaciones en la región. Aunque el oasis no era formalmente parte de la ciudad-estado de Áncrama, sí se encontraba en su zona de influencia. Y sobre todo, era importante para sus intereses. Gran parte de las caravanas que paraban allí continuaban después su viaje hacia la Ciudad de las Puertas de Plata, por lo que iba en interés de la ciudad garantizar la seguridad del lugar. El propio Bahla Shul le había dado a Antanaer instrucciones de dirigirse a Nän-Ladir y devolver a los muertos a sus tumbas.

Satiix, la sacerdotisa-bruja del templo de Sh’alaban, se encontraba a su lado viendo también partir a las tropas. Sus ropajes de seda púrpura se mecían con la ligera brisa que soplaba, y el tostado de su piel brillaba bajo la luz del sol. Aunque prácticamente todos los habitantes de Áncrama eran hombres y mujeres de gran belleza, a ojos de Antanaer Satiix se encontraba entre las más atractivas de la ciudad. Había podido visitar a la sacerdotisa a altas horas de la noche y en privado unas cinco veces, y aguardaba con cierta impaciencia la llegada de la sexta, algo que quizás con suerte podría ocurrir durante esta breve campaña a Nän-Ladir. Viéndola contemplar la partida de las tropas se preguntó si se estaría enamorando, pero desechó al instante esa idea. Nadie en su sano juicio se enamoraría de una sacerdotisa-bruja.

“He oído que esta campaña no llevará más de dos o tres semanas” dijo la sacerdotisa sin apartar la vista de las tropas. “Pero algo me dice que esos cálculos han sido demasiado optimistas. ¿Qué creéis vos, capitán?”

Técnicamente Antanaer era el responsable al mando del ejército, apoyado por un núcleo de suboficiales veteranos que eran de su confianza, y que entre todos tenían conocimientos suficientes como para organizar y coordinar la campaña, tanto a nivel estratégico como logístico. Pero formalmente Satiix era quien tenía la última palabra, ya que se trataba de una sacerdotisa del Dios Serpiente. Con todo, ella tenía criterio suficiente como para dejar la toma de decisiones relativas a la marcha del ejército en las manos del guerrero.

“Es difícil decir, mi señora”, el hecho de que mantuvieran los formalismos a la hora de hablarse entre ellos cuando ya habían yacido juntos varias veces le resultaba ligeramente cómico a Antanaer. “Son ocho días hasta el oasis, más otros ocho de vuelta. Pero el tiempo que pasemos allí no sabría decirlo.”

“Pero no creo que sea demasiado, ¿no? Los informes hablan de que los no muertos están ocupando el lugar. Deberíamos encontrarlos nada más lleguemos.”

“No necesariamente. De hecho es posible que entremos en combate antes de llegar al oasis. Si quien los dirige es, como suponemos, algún príncipe menor de Nehekara o alguien con un mínimo de capacidad estratégica, no dejará que nos acerquemos a la única fuente de agua en kilómetros a la redonda, y nos obligará a luchar antes de rellenar nuestras reservas a fin de que nuestras tropas se encuentren fatigadas por la marcha y la sed.”

“Pero eso es algo que no debería pasar, ¿no, capitán?”

“No, no debería. Nuestro tren de suministros lleva agua y provisiones de sobra para hacer el trayecto de ida y vuelta sin necesidad de reabastecernos. Pero aun así será un enfrentamiento en desventaja, mi señora. Los muertos olvidaron hace mucho lo que es la sed.”

“Las hijas de Sh’alaban tampoco tienen ese problema” dijo la sacerdotisa volviendo finalmente su rostro hacia él y dirigiéndole una mirada burlona.

Antanaer no fue capaz de comprender enteramente a qué se refería Satiix con ese comentario. Era obvio que estaba haciendo una alusión a las criaturas del Otro Plano, las servidoras del Dios Serpiente que no se veían limitadas por las necesidades biológicas de los mortales. Pero quizás también estaba haciendo una referencia velada a sí misma. Había rumores que decían que ella había obsequiado su cuerpo a Sh’alaban, y que los demonios moraban en su interior.

“Ciertamente no lo tienen” respondió Antanaer sin dejar que su tono de voz reflejara sus elucubraciones. “Y su presencia nos será de enorme ayuda para descabezar el ejército enemigo. Os agradezco vuestra intervención llamándolas.”

“No será fácil, o al menos no tanto como si nos enfrentáramos a bandidos, renegados o un ejército de cualquier otra ciudad. Vivos, en definitiva. En ese caso sí sería relativamente sencillo atraerlas a nuestro plano. Pero contra este enemigo, ¿qué estímulo puede eso suponerles?”

Era sabido por todos que las hijas de Sh’alaban acudían gustosas a la batalla cuando se les daba la oportunidad de sembrar el terror, la angustia y la desesperación. Eso era algo que resultaba fácil de conceder cuando el enemigo podía experimentar esas sensaciones. Pero cuando se trataba de un enemigo impertérrito como los no muertos, incapaz de padecer o sentir, las sacerdotisas debían invertir más esfuerzos de los habituales en llamarlas.

“En fin” continuó Satiix volviendo de nuevo su mirada a las tropas que en ese momento estaban terminando de abandonar la ciudad. “Supongo que dentro de una semana lo veremos.”

Un carruaje cubierto y de grandes dimensiones tirado por cuatro caballos negros de mirada hosca se acercó al promontorio en el que se encontraban. En su interior haría el viaje la sacerdotisa-bruja, y en él dormiría por las noches con relativa comodidad, a diferencia de la tienda que le esperaba a Antanaer. Tienda individual por su rango y condición, pero tienda a fin de cuentas.

La sacerdotisa se dirigió hacia el carruaje, del cual estaban descendiendo en esos instantes un par de esclavos para ayudarla. Una puerta de madera se abrió y el guerrero pudo vislumbrar un interior amplio y cómodo, del que emanaba un aroma a incienso. Satiix se acercó a los caballos y los acarició a los cuatro, a la par que les susurraba unas palabras que Antanaer no pudo escuchar. Después, la bruja puso su pie en el estribo y se aupó al interior. Estaba ya prácticamente dentro cuando en el último momento se detuvo, giró su cuerpo y se dirigió de nuevo a él.

“Estas noches en el desierto son frías, capitán. Entiendo que alguien curtido como vos estará acostumbrado a las inclemencias del clima y no le importará demasiado dormir en una tienda de campaña. Pero igual alguna noche podríais venir a mi carruaje, si el frío se vuelve demasiado incómodo y buscáis algo de calor...”

Tras esas palabras la sacerdotisa le dedicó una sonrisa que Antanaer no supo distinguir si era de complicidad o de burla, y terminó de introducirse en el vehículo. Mientras el capitán se detenía a considerar de cuál de las dos opciones (si alguna) se trataba, la puerta se cerró delante de él y el carruaje comenzó a alejarse lentamente.

Definitivamente, sólo un loco se enamoraría de una sacerdotisa-bruja.

2 comentarios:

  1. Vaya, vaya... Qué bandido es el capitán Antanaer

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  2. Escribo aquí para no repetirme y sobre todo para decir: ojo al capitán que se las sabe todas....
    Y encima le fue bien en la partida. Está claro que Slaanesh le favorece.
    He estado muy desconectado pero ya sabéis que soy fijo discontinuo.
    Lo he dicho y lo reafirmo, me gusta mucho esta campaña arábiga. Es muy Pulp, muy exótica y encima con un sistema de campaña que aunque sea restrictivo es un puntazo.
    Sólo el hecho de animar a tantos jugadores a participar ya es la leche. Más partidas por favor.
    Un saludo

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