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martes, 23 de abril de 2024

La sombra y la llama: epílogo

Saludos a todos, damas y caballeros.

Tengo el blog más abandonado de lo que querría. Mi cruzada en favor de la productividad sigue dando unos resultados aceptables en otros ámbitos, frikis y no frikis, pero no está llegando al blog como quisiera. Y no es por falta de contenido, que la verdad es que tengo mucho, es que no saco tiempo para ponerlo. El 1 de julio, fecha en que tengo que entregar un importante proyecto, se va acercando, y eso está coincidiendo con un pequeño pico de curro y con el resto de labores propias del buen padre de familia, tal como lo entiende el Código Civil.

Un buen padre de familia buscando poner pan en la mesa de sus hijos

Cuánto odiaba Derecho Civil en la carrera. En fin. Lloros aparte, lo que traigo es el relato de cierre de la campaña de "La Sombra y la Llama", siguiendo bien la tradición de terminar las campañas como Dios manda, esto es, con un relato. Además, como veréis por la temática, es muy apropiado para la festividad de San Jorge. Lo voy a centrar más sobre la batalla en sí que sobre la influencia en las Regiones Devastadas, porque de eso ya habló Helios en este relato que hacía un repaso de cuál es la situación en esta zona dejada de la mano de los dioses en el Viejo Mundo. Por supuesto, están más cosas por venir, que se verán en cuanto pueda poner orden en esto.

Por de pronto, como digo, el relato. Espero que os guste.

LA SOMBRA Y LA LLAMA: EPÍLOGO

"Estad atento. Entramos en los dominios de la bestia"

Simón Trismegisto asintió ante las palabras del condottiero Dante, aunque tuvo que hacer un esfuerzo por reprimir una sonrisa irónica. Sabía de sobra dónde se estaban metiendo, mucho mejor que el tileano. Su capacidad de ver las corrientes de la magia se lo decía con una claridad que el militar no podría aspirar a comprender. Aquel era un lugar saturado de Caos, un santuario de Shyish, cuyos lazos púrpura recorrían pesadamente la tierra como si fueran extraños ríos subterráneos, los ríos que llevaban al reino de los muertos. Había muchos lugares malditos en las Regiones Devastadas, él lo sabía. Pero pocos como aquel.

Hacía falta ser un auténtico demente para introducirse en aquel pantano, y más aun para llevar un ejército entero. Pero el hombre que lideraba la expedición parecía ser esa clase de persona. Simón Trismegisto tenía que reconocer que su personalidad le resultaba sorprendente: por un lado, parecía ser el clásico mercenario de las ciudades-Estado de Tilea, un hombre pragmático, duro y sin más ideal que la espada. Por otro lado, a veces mostraba retazos de un fanatismo inflexible en defensa del honor y de su Fe en Myrmidia, como si fuera el más inquebrantable de los zelotes. Y lo más llamativo era que parecía absolutamente sincero en sus dos facetas aparentemente contradictorias. El alquimista había conocido a muchos cortacuellos que invocaban la religión para aparentar ser más respetables, y a muchos fanáticos que no tenían problema alguno en mancharse las manos de sangre si les resultaba conveniente. Pero en aquel hombre convivían dos personas, y las dos eran ciertas y verdaderas.

Su misma presencia en su ejército obedecía a esa dualidad. Dante Wallenstein era el único demente capaz de llevar una expedición al corazón mismo del infierno con tal de acabar con un enemigo al que consideraba impío y por tanto indigno de existir. Sin embargo, en un ejercicio de pragmatismo le había reclutado a él, a un alquimista, un practicante de las artes arcanas, para que le ayudara a acabar con su enemigo. Y le trataba con un cierto distanciamiento por ser alguien alejado de la luz de la diosa Myrmidia, pero también con la deferencia debida a alguien a quien consideraba un aliado. Sin duda, una de las personas más llamativas con las que se había encontrado en un campo de batalla, o en cualquier otra circunstancia.

¿Y él? ¿Qué hacía exactamente allí? En parte era por lo mucho que le había pagado Dante Wallenstein y el botín que le había prometido; en parte era porque estaba obligado a ello: Ruggero Wallenstein, el primo de Dante, le había convocado, y sabía que su esperanza de vida en las Regiones Devastadas se reduciría drásticamente si perdía su favor y protección. Esos eran argumentos suficientemente poderosos en la calidez de una taberna en Koffar, con una buena jarra de cerveza y una camarera atractiva a mano. Pero mientras se adentraba en la oscuridad, física y espiritual, de aquel pantano, comenzó a pensar que cualquier pago era escaso, y que lo que más podría reducir su esperanza de vida era precisamente hacer lo que estaba haciendo.

Finalmente, el ejército imperial alcanzó una zona relativamente despejada, y con mayor proporción de tierra firme. Aquí y allá se veían las ruinas dispersas de edificios que habían sucumbido al cataclismo que había dado forma al pantano, y a los lados de esas ruinas se movían sombras colosales y temibles, sombras que pertenecían a monstruos que no debían formar parte de un mundo honesto. Sus tambaleantes siluetas eran tan grandes o mayores que las ruinas que las escondían, y el aire comenzó a llenarse con una horripilante cacofonía que mezclaba rugidos amenazadores, pasos ominosos y el batir de alas en la noche. Simón Trismegisto tuvo que reconocer el gigantesco valor, o la profunda locura, del condottiero, quien no se inmutó pese al desfile de horrores que se desarrollaba ante sus ojos.

El momento culminante llegó cuando dos gigantescas alas se elevaron sobre las ruinas, mostrando poco después el cuerpo de un dragón que elevaba el vuelo. Arardogat, el dragón carmín de Urbadûn, la bestia a la que los soldados del Imperio debían eliminar. El gigantesco monstruo soltó un rugido de desafío hacia los insensatos que pretendían cobrar su cabeza y, por respuesta, los cañones de los imperiales comenzaron a escupir fuego y muerte.

La batalla de Urbadûn había comenzado.

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El ejército humano estaba consiguiendo mantener el frente con bastante dignidad. Dante Wallenstein había situado a sus hombres en una zona donde las líneas de tiro eran claras, y muchas bestias habían sido abatidas antes de poder acercarse a saciar su sed de sangre. Incluso aunque dos o tres de ellas hubieran conseguido aterrizar en la retaguardia y hostigar desde allí a los mercenarios, éstos habían mantenido su posición con admirable disciplina en vez de sucumbir al pánico, y ya la artillería castigaba a esos animales que, guiados por su comportamiento instintivo, habían descuidado por completo su seguridad y se habían abandonado a la carnicería.

Al fin y al cabo, la mayoría de ellos eran simplemente eso, bestias de mucho peligro y fuerza bruta, pero sin intelecto ni uso de razón. Seres irracionales a los que se podía atraer a una trampa, atrapar, cazar, matar...

Pero no era el caso de Arardogat.

El dragón carmín poseía un intelecto ancestral y perverso, una inteligencia que a ojos de los humanos resultaba alienígena, pero no inferior. Por tanto, no se había lanzado hacia los invasores como lo haría un animal exhibiendo tendencias territoriales, sino que había analizado al enemigo desde lo alto, evaluando sus puntos débiles, trazando un plan. Y, cuando supo lo que quería hacer, cayó sobre los humanos no como un depredador más, sino como su rey.

Pero las fuerzas de la Fortaleza de la Luz Perpetua estaban preparadas, y mantuvieron la posición, como habían hecho contra todo lo demás. Sabían que tenían que ganar tiempo para que Simón Trismegisto hiciera lo que debía. Y así fue: el alquimista dominó su miedo, se concentró, aislándose de la locura y la maldad imperante, y se preparó para acabar con la vida del lagarto abominable. La saturación de la magia de Shyish hizo que convocar a Chamon fuera difícil, pero ya había contado con ello. De hecho, pudo hacerlo con mayor fluidez de la que esperaba en aquel ambiente. Quizá la desesperación le daba fuerzas.

Varias flechas salieron disparadas de las manos de Simón Trismegisto. Eran flechas de magia pura, y ciertamente había pureza en ellas, pues eran destellos de un hermoso dorado penetrando en la fétida y opresiva atmósfera del pantano. Eran proyectiles que no se verían manchados por la corrosión o el óxido, y como tales penetraron con extrema violencia incluso en la durísima piel del dragón. Arardogat rugió, un rugido que tenía más de sorpresa que de dolor, y no porque no hubiera sentido un intenso sufrimiento con las saetas de puro metal arrasando su carne. Aquella descarga le había dejado muy malherido... pero no lo había matado, y Simón Trismegisto sintió que el corazón se le paraba cuando los ojos del dragón se fijaron en él. Jamás había visto un odio tan intenso.

La bestia alzó el vuelo de nuevo, y lo hizo en dirección al alquimista. Éste sabía lo que tenía que hacer si quería sobrevivir: nuevas flechas tomaron forma entre sus dedos, mientras recitaba las palabras para invocarlas y traerlas desde el reino ultraterreno al que pertenecían. No podía hacerlo demasiado rápido, porque entonces no llegarían. Pero, si tardaba demasiado, no sería capaz de terminar la invocación antes de ser aniquilado. Los segundos se hicieron milenios a cada batida de alas de Arardogat, pero finalmente las flechas aparecieron.

"Muere, bestia" susurró el alquimista.

Las flechas volaron como si fueran estrellas fugaces lanzadas hacia el corazón del mal, el cual atravesaron con hermosa precisión. El dragón se desequilibró en pleno vuelo y, con un último aullido de rabia, cayó al pantano.

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El Anciano se escabulló entre la maleza putrefacta y el agua estancada, rezando para que nadie lo encontrara. Más bien, nada. Pese a la encomiable resistencia del ejército humano, los monstruos se habían acabado imponiendo, tal como era previsible. Los habitantes nativos de Urbadûn habían sufrido un daño como probablemente ningún otro invasor le había causado ni le volvería a causar, pero eso no era suficiente. Las fuerzas de la Fortaleza de la Luz Perpetua habían sido masacradas, y pasaría mucho tiempo hasta que fueran capaces de volver a levantar un ejército.

Pero su sacrificio no había sido en vano. Arardogat, la bestia, había caído. ¿Estaba realmente muerta? ¿Podía acaso llegar a morir aquello que formaba parte de la muerte misma? Era probable que no, pero al menos cabía esperar que se mantuviera dentro de su pantano durante una buena temporada, si es que volvía a aparecer. Aún quedaban muchos monstruos temibles pululando entre las malditas ruinas de Urbadûn, pero sin su maligna inteligencia detrás era probable que no volvieran a salir de su oscuro reino.

Al final, todo tendía al equilibrio. El Anciano lo sabía. En aquella maldita ciénaga, los ejércitos de la luz y de la oscuridad se habían destrozado con rabia y desesperación, y ninguno de los dos podría volver a operar en un largo tiempo. Los humanos volverían a la Fortaleza de la Luz Perpetua, donde tendrían que refugiarse para recuperarse de sus heridas, y los monstruos quedarían confinados a donde la luz del sol no tuviera que iluminar sus aberrantes figuras. La tierra sanaría de las llagas infligidas por ambos, y aunque El Anciano sabía que otros se alzarían para ocupar su hueco, tenía confianza en poder lidiar con ellos también cuando llegara el momento...

... si es que conseguía abandonar Urbadûn sin que nada se lo comiera antes, claro.

Imagen de Jumping Puzzle

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