Saludos a todos, damas y caballeros.
Como continuación de la partida de 40k que jugamos el otro día y que puse en esta entrada, se impone un relato que inmortalice los momentos de heroísmo desaforado, cobardía inigualable y demencia máxima que se vivieron ese día. Al fin y al cabo, esa es la razón para jugar campañas y partidas a wargames, poder contar historias luego recreando lo que nuestros hombrecitos de plástico y metal (resina no, por supuesto) han hecho.
Y lo que hicieron en esta partida en concreto fue francamente memorable. Aunque recomiendo que le echéis un vistazo al informe si no lo habéis hecho, se puede resumir en que era el clásico escenario de resistir a toda costa por parte del Imperio contra una marea interminable de chalados y gentuza de mal vivir y aviesas intenciones. La batalla la ganó el Imperio en el último minuto, cuando quedaba vivo apenas el 10% de sus hombres. Además, la escenografía de que disponíamos, que en un primer momento parecía un poco limitante al ser de corte más medieval fantástico (es escenografía de Fantasy en su mayoría) resultó ser bastante adecuada al permitir recrear la defensa de un cementerio donde están enterrados los peregrinos y los santos del mundo cardenalicio, lo que dio una ambientación bastante molona.
Con todo esto en mente, he construido el siguiente relato. Espero que os guste.
En la confusa nube rojiza que era la mente del sacerdote herético Xarax, apodado el Archidemente por sus más leales seguidores, el tiempo que había transcurrido antes de su conversión al sangriento credo de Khorne no era más que el fugaz recuerdo de una pesadilla. Se veía a sí mismo entrando a formar parte del decadente clero imperial, rezando sus oraciones y participando en sus festividades, como vería la vida de una persona completamente ajena a la suya, una persona a la que odiaba profundamente.
En realidad, el odio era el único punto de conexión entre esa vida anterior y la presente. Pero, si antes había tenido que disimular su odio bajo capas de frustración, cinismo y autocontrol, el descubrimiento del dios de la guerra había cambiado todo eso para siempre. Con él ya no se había visto obligado a suprimir ese odio, sino que le había permitido llevarle al centro mismo de su ser, lo había convertido en la fuerza motriz que guiaba sus pasos hacia la destrucción de todo cuanto siempre había despreciado y nunca había podido atacar. Pero ahora sí. Ahora era libre.
Lo que tenía frente a sí a medida que corría, gritando alabanzas a Khorne y echando espuma por la boca mientras se enfervorizaba con el propio ruido de su hacha de energía, era un cementerio donde estaban enterrados los pobres tarados que habían peregrinado al planeta cardenalicio de Tyrus IV, esperando el contacto con una divinidad que no estaba allí. Algunos mausoleos albergaban los huesos de santos más destacados, hombres y mujeres que habían alcanzado una mayor dignidad en la Eclesiarquía, lo cual para Xarax solo demostraba que habían llegado un nivel más profundo de autoengaño. Aunque el cementerio no era relevante desde un punto de vista estratégico, Xarax quería destruirlo para mostrar la verdad al Imperio, para quebrar su resistencia y sus almas y regodearse en sus gritos de desesperación.
"¡Sangre para el dios de la sangre!"
Mientras aullaba blasfemias innombrables se abalanzó sobre un grupo de soldados imperiales, parapetados tras los muros de una capilla. Aquello no les sirvió de nada. El suelo sagrado quedó profanado por la furia del sacerdote herético, y la sangre de los mártires se unió a los huesos de los peregrinos dando forma a un nuevo dolor.
Pero la Legión de Acero no había llegado hasta allí para simplemente morir: cada vez más disparos se dirigían a la forma borrosa que era el Archidemente. Algunos fallaban, otros impactaban y eran absorbidos por su armadura o por su propia demencia, que le hacía incapaz de sentir el dolor. Pero todo ello iba creando una masa crítica de heridas que debilitaban, quisiera o no, al psicótico seguidor de Khorne. Así que, cuando se abalanzó sobre una nueva trinchera enemiga, lo hizo ya sangrando por incontables cortes y agujeros... y la espada de energía que le atravesó el pulmón simplemente fue el golpe de gracia.
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El teniente Sonnen elevó una plegaria al Emperador por haberle permitido acabar con el líder de los herejes, aquel sacerdote renegado que le provocaba una mezcla de asco y terror. Pero fue una plegaria corta: mientras limpiaba la sangre de su espada y se cercioraba de que su enemigo no se movía, vio que la marea de herejes, mutantes y traidores que se arremolinaba en torno a su alrededor no dejaba de crecer. Quizá la muerte de su líder pudiera generarles una sombra de duda, pero lo más probable era que no fuera así. Al fin y al cabo, estaban demasiado idos como para percibir la realidad, y su único contacto con el mundo se producía mediante el ansia de derramar sangre y cosechar cráneos.
Esa ansia homicida, junto a su aparentemente interminable número, les estaba llevando a sobrepasar ampliamente la defensa imperial. Por muchos enemigos que hubieran caído y mucha disciplina que hubieran mostrado en mantener sus posiciones, era una batalla absolutamente perdida. Allá donde mirara, el teniente Sonnen solo podía ver hordas y hordas de traidores, y sospechaba que sus hombres eran los únicos imperiales que seguían con vida... y que no sería así por mucho tiempo.
Para empeorar las cosas, sabía que su capitán había sido "relevado de su cargo" por el comisario adjunto a la escuadra de mando, y después ese comisario había sido a su vez despedazado por una rugiente marea de renegados. Los demás tenientes debían estar muertos también, pues sus posiciones habían sido sobrepasadas. Eso le dejaba a él como el oficial al mando de lo que quedaba del ejército imperial, y por tanto, como aquel al que le correspondía hacer el mayor de los sacrificios.
"Necesito hablar inmediatamente con el coronel Potocki" dijo a su oficial de comunicaciones.
El coronel estaba encargado de las piezas de artillería de largo alcance desplegadas en la retaguardia. Dada la importancia espiritual del cementerio que estaban protegiendo, los imperiales no habían querido recurrir a su potencia de fuego para no dañar las tumbas de los santos, pero las circunstancias habían cambiado.
"Coronel Potocki" dijo el teniente cuando su oficial de comunicaciones le transmitió el aparato "soy el teniente Sonnen. Mis superiores han muerto. Estoy al mando de la defensa del cementerio de los peregrinos. Le recomiendo que dirija un bombardeo de artillería masivo contra estas coordenadas"
El teniente transmitió las coordenadas, y tras un breve silencio, el coronel respondió:
"Teniente... esa es su posición"
"Correcto"
"¿Están ustedes sobre el terreno?"
"Correcto"
"Puedo darles tiempo para que se retiren"
"Negativo. Estamos rodeados. No podemos retirarnos. Nos quedaremos aquí para entretener a los traidores todo el tiempo que podamos, pero no tarden"
"Si ordeno ese bombardeo, usted y sus hombres morirán"
"Moriremos de todos modos. La única diferencia es que si usted arrasa la posición al menos nos habrá vengado"
A eso le siguió un nuevo silencio, que Sonnen creyó que se debía a que las comunicaciones se habían interrumpido, pero pronto escuchó la voz del coronel de nuevo.
"Ese es un lugar sagrado de la Eclesiarquía. Necesito autorización de algún jerarca eclesiástico"
"Coronel, si no destruye este lugar, las tumbas de los peregrinos y los santos serán profanadas"
El coronel no respondió, y Sonnen tuvo que esperar cualquier mensaje que llegara del otro lado del vocomunicador durante un minuto que le pareció tan largo como su propia vida mientras escuchaba, cada vez más cerca, los desquiciados aullidos de los renegados.
"La Eclesiarquía de Tyrus IV ha autorizado el bombardeo" digo al fin el coronel Potocki. "Que el Emperador le bendiga a usted y a sus hombres, teniente Sonnen. Su sacrificio no será olvidado"
Las comunicaciones se cortaron, y el teniente Sonnen sintió una especie de liberación al saber que faltaban apenas segundos para ser arrancado de aquel infierno y hallarse de frente ante el Emperador, ante quien comparecería sin miedo.
Pero antes, y para asegurarse una mayor conmiseración por parte de su dios cuando se hallara frente a él, decidió matar a todos los herejes que pudo. Pese a su máscara de gas, todos los que se encontraron cerca de él pudieron intuir que sonreía al abandonar su posición fortificada y lanzarse contra el enemigo con la espada de energía a plena potencia y la pistola bolter disparando sin cesar.
"Que el Emperador maldiga vuestras almas, grandísimos hideputas"
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El Archidemente Xarax experimentaba una sensación que no solo le era desconocida sino que le resultaba insoportable, y era algo parecido a la paz. No era tal en realidad, sino simple ausencia de furia, motivada por el agotamiento de miles de heridas por las que se desangraba y que le llevarían a la muerte. Su alma seguía aullando con la misma rabia de siempre, pero su cuerpo, llevado a límites inhumanos, ya no respondía. Aquel era el peor de los infiernos que podía imaginar, una situación de postramiento, de incapacidad de matar. No podía haber nada peor.
Mientras se desangraba y su consciencia se marchitaba, veía la batalla pasar. Sabía que sus tropas estaban ganando, y el cementerio pronto sería profanado. Podía hallar un mínimo consuelo en eso, aunque no era suficiente. Había cumplido su objetivo, pero el precio a pagar, al menos hasta que pudiera morir finalmente, era demasiado grande.
Un resplandor temible iluminó el cielo. Xarax no había visto en acción la artillería de largo alcance imperial, o al menos no las piezas que se estaban usando en aquella ocasión, e inicialmente pensó en una señal de los dioses. Un ligero estremecimiento recorrió su alma. ¿Podía ser el Emperador, después de todo? ¿Acaso era realmente un dios?
En cierta forma, sí era el Emperador.
La tierra se sacudió y el aire se llenó de trozos de cascotes, huesos y sangre. Los restos de los muertos hacía milenios se mezclaron con los cuerpos de los que estaban siendo despedazados en ese momento, creando una agonía de destrucción como Xarax nunca antes había visto. Quiso gritar al ver cómo el Imperio le negaba aquella última victoria destruyendo el cementerio antes de que pudieran profanarlo, pero tenía un pulmón destrozado y no le llegaba aire suficiente. Tampoco importaba. No quedaba mucho hasta que algún proyectil impactara en donde él se encontraba y vaporizara su cuerpo para siempre.
Entonces, comparecería finalmente ante Khorne. Y tenía la sensación de que su juicio no iba a ser compasivo.
Un final épico para una partida épica! Pronto echamos la siguiente! (Chernov)
ResponderEliminar¡Ciertamente épica! A la vuelta del verano nos volvemos a pegar, esta vez habrá un nuevo líder al mando de los herejes... esperemos que alguien un poco más decente.
EliminarOhhhh!
ResponderEliminarEstamos aquí por la historia.
Me ha recordado a aquella vieja carta estratégica de partidas de apocalipsis de sobre mi posición!! Anda que no la hemos jugado veces.
Me ha gustado mucho el relato, con un merecido final para el archidemente.
Es una relato muy épico acorde con esa pedazo de partida.
Un abrazo
¡Muchas gracias! Me alegra que te haya gustado. Estamos aquí por la historia, siempre :)
EliminarNo conocía eso de Apocalipsis, pero suena bien. En quinta salieron varios suplementos digamos de estilo de juego que pasaron sin mucha pena ni gloria pero que son bastante molones, como ese, el de Planetstrike, una actualización de combate urbano creo recordar... vale la pena recordar eso.
¡Un abrazo!
Magnifico el teniente.
ResponderEliminarEl deber solo acaba en la muerte, y hoy debo morir.
Muy buen relato.
¡Muchas gracias! El teniente prefirió fuego atómico amigo antes que ser pillado vivo por toda esa panda de chalaos, e hizo bien.
EliminarComo referencia, el relato está vagamente inspirado en la historia del Cabo Noval, que recibió la Laureada de San Fernando en Marruecos.