martes, 22 de septiembre de 2020

La Impaciencia de la Bruja

Saludos a todos, damas y caballeros.

A costa de convertir septiembre en un mes práticamente monográfico de Mordheim (que oye, ni tan mal) seguimos colgando relatos de la Segunda Era. Esta campaña fue muy, muy prolífica en cuanto a Trasfondo: el documento compilado en Word de todos los relatos tiene 87 páginas y ni siquiera están todas las historias. Esto se debe en buena medida a la existencia en esa campaña de personajes memorables, entre ellas Chantal, la siniestra nigromante que acapara el Troglablog.

Imagen de Araniart

En este relato, en realidad, no aparece Chantal. Al menos no directamente. Es la continuación del que publiqué hace unas semanas, "Un Pacto de Sangre", y sus protagonistas son los bandidos de la banda de Hochland de Malvador. Estos bandidos, que después de haberse redimido forman parte también de la Tercera Era, hicieron algunas cosas en Mordheim de las que es mejor olvidarse... Entre ellas, pactar con Chantal.

Espero que os guste.

“El Jabalí Risueño” era la mejor taberna de Villabandido. No es que aquello fuera decir mucho, pues no dejaba de ser un antro destartalado, siniestro y con humedades, pero contaba con dos elementos diferenciadores muy poderosos a su favor: en primer lugar, tenía una chimenea razonablemente bien cuidada que ayudaba a aislar a sus clientes del frío en las desapacibles tardes de Ostermark y, en segundo lugar, contaba con una despensa siempre bien abastecida con productos que, para tratarse de Villabandido, podían considerarse de buena calidad. Su propietario, Helmut Kohl, había sido cocinero en los ejércitos del Conde Elector de Ostermark y seguía manteniendo contactos con los que mantenía un lucrativo negocio de contrabando de comida destinada a los soldados del Conde. Eso hacía que “El Jabalí Risueño” fuera también un sitio caro, pero aquella noche Hölderlin no iba a vigilar los gastos.

Sus hombres estaban inquietos, podía sentirlo. Cada vez que combatían al lado de aquel oscuro brujo se enfrentaban a enemigos más terribles y se veían forzados a emprender acciones más arriesgadas y deshonestas, con lo que sus nervios y su entereza empezaban a desmoronarse. Para unos bandidos acostumbrados a lidiar con guardias de caminos y patrullas imperiales el verse en el interior de La Roca ya había sido un salto de nivel importante, pero, contrariamente a lo que pensaban, aquello no había sido un acto puntual, sino que los combates para los que su patrón les había contratado eran cada cual más horrible y desesperado: caballeros vampiro, ingenieros equipados con armas de destrucción masiva, horribles monstruos de otra dimensión que adoptaban los rasgos de sus compañeros y, en la última misión, incluso demonios atrapados en un bastión blasfemo. Ni el propio Hölderlin ni sus hombres habían soñado jamás con formar parte de aventuras tan fantásticas como condenadas, y todos sabían ya a esas alturas que al final del camino que habían emprendido sólo les esperaba una muerte cruel.

Y sin embargo tenían, o al menos Hölderlin tenía, un poderoso motivo para acallar sus inquietudes: dinero. Montañas, ríos de dinero. Hölderlin nunca había estado frente a frente contra un demonio o un Rey, pero tampoco había llegado a juntar en sus manos ni la cuarta parte de las ganancias que había conseguido trabajando para el brujo. Y mientras llegara su condenación, era bueno saber que podría vivir con lujos y comodidades que jamás había soñado. Muchos de sus hombres pensaban igual, aunque tras cada batalla disminuía la proporción de aquellos que estaban dispuestos a ignorar sus hechos a cambio de dinero, y crecía el de quienes pensaban que no había jurlis suficientes para acallar el horror en el que se sumergían. Es por ello que, para elevar la moral entre sus hombres, Hölderlin decidió hacer una demostración de generosidad y que su banda se diera un homenaje en el mejor sitio que podían pagar.

Los cuchillos del Drakwald entraron en “El Jabalí Risueño” cuando comenzaba a anochecer. Helmut Kohl estaba en ese momento sirviendo en la barra, y observó el desfile de los bandidos con atención. Un hombre como él había aprendido a distinguir a los pintamonas y mequetrefes de la gente realmente peligrosa, y un rápido vistazo a aquellos hombres que entraban en tropel le reveló que, pese a su apariencia de cuatreros y bandidos, debía clasificar a sus visitantes en el segundo grupo. El hombre que se encontraba al frente de la banda, un tipo alto y fibroso cuyos ojos brillaban con una confianza en sí mismo que comenzaba a rayar la locura, se acercó a él y, sacando una bolsa de entre sus ropajes, dijo al propietario:

"Tenemos sed, hambre y ganas de pasarlo bien. Nos han dicho que éste es el mejor sitio de Villabandido, y estoy dispuesto a pagar en consecuencia."

Hölderlin derramó el contenido de la mesa sobre la barra, y Helmut no pudo evitar un escalofrío, mezcla de placer y temor, cuando vio sesenta relucientes monedas tintinear ante sus ojos. Aquello era una auténtica fortuna, fácilmente sus ingresos de un mes. Su ensimismamiento no le impidió, no obstante, prestar atención al segundo objeto que el líder bandido puso encima de la mesa: una daga afilada como la hoja de un barbero.

"Una de las dos cosas será para ti esta noche – dijo Hölderlin -. Si tu cena está a la altura de este dinero, lo tendrás. Si intentas engañarnos…"

Helmut no necesitó más que una mirada a los ojos de Hölderlin para saber que no era un hombre que dijera cosas que no pensaba cumplir, y Hölderlin no necesitó más que una mirada a los ojos de Helmut para saber que había comprendido perfectamente que aquella noche sería decisiva para su vida. El tabernero hizo una señal a algunos de sus mozos, quienes comenzaron a juntar mesas frente a la chimenea para que los bandidos estuvieran cómodos, y dijo a Hölderlin:

"Cuanto queráis, es vuestro."

"Lo sé" – respondió el hochlandés, y alargando su mano cogió una botella de vino blanco de Reikland -. "Por de pronto, me quedo con esto."

Los bandidos, emocionados ante la perspectiva del festín que su líder les regalaba y que prometía sobrepasar con mucho cualquier comida que hubieran tenido en su vida, ocuparon sus asientos en torno a la mesa. Los pocos clientes que cenaban en la posada abandonaron rápidamente sus asientos, dejándola a disposición del grupo de bandidos antes de que se emborracharan y alguno de ellos decidiera buscar una pelea desigual. La cerveza comenzó a correr, acompañada de salchichas, sauerkraut, patatas cocidas, quesos de Talabecland, estofado de jabalí y, en honor a la procedencia de los bandidos, venado asado. Tanto la despensa como la bodega de Helmut iban a quedar vacías aquella noche, pero el posadero sabía que esa era su mejor opción. Además, con sesenta jurlis en su caja no tendría problemas en reponer sus existencias.

Hölderlin, por su parte, paladeaba el vino blanco con deleite mientras las canciones de Hochland comenzaban a sonar. Era excelente, y eso no hacía más que reforzar su buen humor al ver a sus hombres olvidar los horrores que habían experimentado y disfrutar de la comida, la bebida y, lo más importante, su camaradería. Incluso el habitualmente taciturno Dismas se encontraba animado y, aunque no era hochlandés y por tanto desconocía las letras de las canciones, las acompañaba golpeando rítmicamente su mano contra la mesa mientras fumaba. Lo mismo hacía Boba, quien se había hecho con una botella de vodka kislevita que apuraba a base de pequeños pero frecuentes sorbos. El ambiente era tan distendido que hasta la tensión de Helmut se había disipado, y las camareras, que al principio se habían visto intimidadas por tal concentración de testosterona, comenzaban a responder con sonrisas cada vez más atrevidas  los burdos pero bienintencionados piropos de los bandidos.

En medio de tanto jolgorio, Hölderlin vio cómo Helmut se acercaba a la puerta de su establecimiento y conversaba con alguien a quien no podía ver. Inmediatamente después se acercó a sus clientes y, esforzándose por hacerse oír, dijo:

"Mis señores, pido disculpas por la interrupción, pero ha venido alguien que pregunta por Boba. Afirma que está entre ustedes y que debe entregarle algo."

Hölderlin preguntó, sin perder la sonrisa:

"¿Quién le busca?"

"Pues es… bueno, es una niña."

La risa estalló entre los bandidos, con varios “asaltacunas” y apelativos similares sonando en el ambiente, algo que Boba no se tomó a mal. Hölderlin estaba a punto de unirse al coro de bromas cuando vio a Darius, y eso le hizo ponerse en guardia al instante: el strígano estaba temblando y su piel estaba lívida, blanca como nunca antes la hubiera visto.

"Hacedla pasar" – ordenó Hölderlin con voz dura mientras aferraba su daga bajo sus ropajes.

Helmut volvió a la entrada y, respondiendo a su gesto, una chiquilla entró en la taberna. No tendría más de diez años, y portaba una caja negra que aferraba con cuidado en sus manitas, como si temiera que se le cayera. En el ambiente festivo en que se encontraban, pocos bandidos pensaron en lo incongruente que era encontrarse con una niña tan pequeña y tan bien vestida sola en la noche de Villabandido.

"Traigo esto para Boba" – dijo ella mostrando la caja a los hochlandeses.

Lo siguiente que vio la niña al terminar la frase fue el acero de Darius apuntando directamente a su cuello. Todos pensaron que el strígano se había vuelto loco, pero habían aprendido a confiar en sus “habilidades” y jamás le habían visto tan excitado: temblaba poderosamente, como preso de una fiebre muy elevada, y su voz a duras pena pudo escapar de su garganta cuando susurró:

"Deja aquí esa caja y márchate, engendro."

Para sorpresa de todos, la niña no hizo gesto alguno de sentirse intimidada. Se limitó a sonreír con una malicia imposible en una chiquilla de diez años y, tras dejar la caja en el suelo, abandonó la taberna. Darius apenas tuvo tiempo de sentarse antes de desmayarse.

La posada, que pocos minutos antes había rebosado de alegría y canciones festivas, se encontraba ahora sumida en un ominoso silencio. La caja permanecía en el suelo como una maldición, como si contuviera todos los males de la tierra, y nadie se atrevía a acercarse a ella, apenas a mirarla. Finalmente, Hölderlin se limitó a mirar al kislevita y, llamándolo por su nombre, le conminó a abrir la caja. Este amartilló su pistola y la apuntó hacia la caja, gesto replicado por Dismas, y la abrió.

Apenas los dos espadas de alquiler y Hölderlin fueron capaces de mantener la compostura ante lo que salió de ella. Von Hagen desvió la vista horrorizado, Ritter vomitó todo lo mucho que había comido y bebido hasta entonces, alguno de los hombres alegres ahogaba un grito de puro terror y Renan rió nerviosamente. Lo que Boba sostenía era la cabeza cortada de una mujer, pero brutalmente desfigurada y torturada, con muestras de una violencia extrema. Quienquiera que hubiera hecho aquella atrocidad debía tener un corazón más negro y una mente más desquiciada de lo que ninguno de los bandidos hubiera visto hasta entonces… que ya era mucho decir.

"Pero qué demonios…" - susurró Dismas

"¿La reconoces?" – preguntó Hölderlin al cazarrecompensas.

Éste, como era evidente, negó en silencio. Incluso aunque hubiera pertenecido a alguien conocido, los rasgos estaban demasiado desfigurados como para identificarla.

"¿Quién manda esto?"

La pregunta de Hölderlin era más para sí mismo que para Boba, pero obtuvo respuesta de la forma más macabra y horripilante posible cuando la propia cabeza comenzó a chillar en kislevita:

"¡¡¡¡LA MANSIÓN DE LOS MIL Y UN CORTES SE IMPACIENTA, BOBA!!!! ¡¡¡¡NECESITA SANGRE Y ALMAS!!!!"

Instintivamente, el cazarrecompensas lanzó la cabeza hacia la hoguera, y disparó contra ella. Dismas también descargó sus pistolas, pero eso no detuvo los alaridos del grotesco regalo, que siguió llenando la posada con su infernal sonido hasta que el fuego la devoró.

"Esto es magia negra y de la peor" – dijo por fin Renan.

El resto de los bandidos se quedaron mudos, helados. Incluso Hölderlin había comenzado a temblar, aunque no toda la adrenalina que recorría su cuerpo se había generado por la tensión: parte también se debía a la furia.

"Boba" – murmuró el líder bandido -, "necesito una explicación. Lo primero, qué es lo que ha dicho?"

El kislevita respondió sin desviar la mirada de la hoguera, como si temiera que aquella cabeza pudiera volver a hablar.

"Dice que la Mansión de los Mil y Un Cortes se impacienta."

Al oír aquel nombre, un profundo escalofrío recorrió la columna de Hölderlin, provocado tanto por el terror que inspiraba el nombre de aquel antro de depravación y sadismo como por la certeza que comenzaba a abrirse paso en su mente.

"¿Qué tienes tú que ver con las diablesas que habitan ese lugar?"

El tono de Hölderlin revelaba una furia muy evidente, pero Boba no se inmutó, respondiendo con la clásica frialdad kislevita.

"Chantal me ha contratado para capturar a Barbicane y entregárselo. Vivo."

"¿Y no pensabas decírmelo?"

"No."

Hölderlin tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para no degollar allí mismo al cazarrecompensas.

"¡Trabajas para nosotros!" – rugió -. "¿Sabes con qué clase de ser infernal has hecho un trato? ¡¡Nos estás condenando a todos!!"

"¿Condenando?" – respondió Boba mirando por primera vez a Hölderlin a los ojos -. "¿Y tú lo dices? Este vino, este venado, estas salchichas… todo pagado con dinero maldito. ¡Dinero de brujos, Hölderlin! No pienses que no recorremos el mismo sendero."

El líder bandido tuvo que morderse la lengua, pues no había forma de negar la verdad en aquellas palabras. No había forma de obviar que cada día que pasaba se acercaban más a un final muy oscuro. Por si faltaba poco con lidiar con brujos, demonios y vampiros, habían llamado la atención de la cábala de hechiceras más despiadada y abominable que pudiera existir. Demasiada oscuridad en torno a ellos, demasiada maldad.

"Haz lo que debas hacer" – dijo por fin Hölderlin – "y recemos para que no vuelvan a interesarse por nosotros."


2 comentarios:

  1. Uno de tus mejores relatos, ya te lo dije en su momento (creo). Y todo pese a que ni Boba ni Hölderlin son personajes tuyos. xD

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    1. ¡Muchas gracias! No son míos pero son carismáticos, con personajes así es fácil hacer buenos relatos.

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