jueves, 11 de enero de 2024

La Gesta de Wallenstein: epílogo

Saludos a todos, damas y caballeros.

Tras el informe de batalla correspondiente, llega el momento de hacer un relato que cierre la campaña "La Gesta de Wallenstein", que es la forma correcta de dar por terminadas las cosas.

No me voy a entretener en estas palabras introductorias porque todo lo que hay que decir está dicho ya. Solo quiero aprovechar para hacer el enésimo alegato en favor del juego narrativo. Jugar batallas por jugarlas está bien, jugar batallas únicamente para ganarlas es más discutible, pero jugar batallas para contar una historia es lo que hace que trasciendan. Estos momentos en los que personajes ficticios luchan, matan y mueren para conseguir sus objetivos, nobles o malvados, en un mundo inventado no se perderán como lágrimas en la lluvia, sino que permanecerán en el recuerdo. Tampoco quiero darle a esto un toque místico o religioso porque no deja de ser un juego de miniaturas, pero espero que se entienda lo que quiero transmitir: vale la pena dedicar un poco más de esfuerzo a las cosas con tal de hacerlas perdurables.

Soltado este rollo pseudofilosófico (no veas cómo he empezado el año) vamos al relato. Espero que os guste.

EPÍLOGO

Leopold Wallenstein esperaba que sus hombres no fueran capaces de percibir que estaba temblando. Parte de la razón era por el frío, desde luego: aunque fuera verano, el amanecer en Nordland seguía siendo demasiado gélido para alguien criado en los agradables condados del sur. Sin embargo, no se engañaba a sí mismo. Sabía que lo que le provocaba aquel temblor era el miedo.

No era para menos. Su ejército no había llegado ni mucho menos al corazón de Laurelorn, apenas a los lindes entre el bosque encantado y el territorio de los buenos y honestos habitantes del Imperio (en la medida en que esos calificativos pudieran aplicarse a los nordlandeses, pensó amargamente), pero el ambiente ya estaba saturado de aquella extraña magia que se encargaba de recordar a todo el que caminara por allí que era un intruso, y no era bienvenido. La marcha, bajo la influencia de aquel maligno embrujo, había sido enervante, pero lo que se encontraron esperándoles fue mucho peor.

Al llegar a una parte del bosque donde la espesura cedía relativamente, y donde un cantarín riachuelo, poco profundo, formaba una especie de isla, el ejército imperial divisó la hueste de los eonir. Parte de ella, al menos, pues estaban seguros de que muchos otros ojos les observaban ocultos entre los árboles. La isla formaba un pequeño promontorio, en cuya cima se encontraba Sethlarion, el embajador que los elfos habían mandado a Salzenmund y que ya no vestía con sus ropajes tradicionales de paz, sino con los pertrechos propios de la guerra. En el bosque, con sus armas y armadura, su figura era mucho más amenazadora de lo que el joven Wallenstein recordaba. El efecto tétrico se veía reforzado por el retorcido árbol a sus espaldas, algo que parecía una enorme haya ennegrecida, sin hojas, en oscuro contraste con el verdor estival del resto del bosque. En sus ramas podían verse los escudos de varias órdenes de caballería imperiales, así como los yelmos de los caballeros caídos. Leopold habría jurado que dentro de muchos de esos yelmos estaban las cabezas cortadas de sus propietarios.

"¡Éste es el destino que les aguarda a todos los insensatos de tu raza que penetran en el bosque!" gritó Sethlarion, señalando al árbol. "Marchaos mientras estáis a tiempo, pues no deseo vuestra muerte"

A sus apenas diecisiete años, Leopold Wallenstein tuvo que hacer un esfuerzo titánico para responder a un ser milenario sin que le temblara la voz.

"Tampoco yo deseo esto" reconoció. "Pero os habéis apoderado de una reliquia de mi culto, y no puedo cederla sin luchar"

"¡Humano imbécil!" dijo el elfo, visiblemente enfadado. "No he robado nada, sino que he recuperado lo que pertenece al bosque. ¿De verdad vas a morir por esto?"

"Si la elección que me ofrecéis es entre la muerte o una vida sin honor... sí, la muerte es preferible"

Frustrado, el comandante de Laurelorn respondió:

"¡Que los espíritus del inframundo se lleven este cáliz y tu alma!"

Y arrojó la reliquia al río. Casi inmediatamente, una extraña neblina rojiza brotó del punto en que el cáliz había caído a las aguas, neblina que creció rápidamente hasta ocupar todo el riachuelo. Un murmullo de asombro se extendió entre el ejército imperial, que no sabía si aquello era una nueva brujería de los elfos, pero Leopold Wallenstein entendió que se trataba del manto protector de la diosa Myrmidia, que extendía su bendición a sus fieles en la batalla.

Con el corazón algo más reconfortado, dio la orden de avanzar.

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"¡Lucha contra mí, humano!"

A pesar de que Leopold había estado en pocas batallas, aquella era, de lejos, la más intensa y desesperada en que se había encontrado. Muchos elfos estaban muriendo, pero también muchos humanos, en lo que comenzaba a convertirse en una masacre. Los alabarderos que él comandaba estaban recibiendo la carga de aquellos extraños bailarines que habían celebrado una ceremonia ritual en los salones del castillo de Salzenmund, pero que en aquella ocasión se presentaban con intenciones mucho menos amistosas, y su líder, una hermosísima elfa semidesnuda, le había desafiado en combate.

Leopold tenía diecisiete años y no había conocido mujer, con lo que aquella visión le resultaba embriagadora. Al mismo tiempo, se encontraba en medio de una batalla, rodeado de miembros mutilados y chorros de sangre que manaba de arterias cortadas, lo que ya no le parecía tan excitante. Lo que la elfa quería hacer con él formaba parte de la segunda categoría, mal que le pesara, y no había tiempo ni oportunidad de imaginar realidades alternativas más placenteras, pues la elfa comenzó a dedicarle caricias con sus espadas.

Lo que sí había conseguido en su corta edad era un dominio de la espada bastante aceptable, lo cual, unido a la gran calidad de su armadura y su escudo, le daban una protección considerable. No tanto para evitar que la elfa rompiera su defensa y le hiciera algunos cortes, pues era una luchadora muy habilidosa, pero al menos sí conseguía que ninguno de esos cortes fuera letal. En todo caso, lo único que conseguía era soportar el vendaval de espadas que caía sobre él, sin posibilidad de contraatacar... hasta que la elfa, creyendo que tendría una victoria rápida, se confió.

Pero la espada de Leopold también era muy poderosa.

La bailarina abrió su guardia más de lo que le convenía, y Leopold, sin perder la oportunidad, lanzó una estocada contra su pecho. De haber contado únicamente con su habilidad, la elfa habría desviado el golpe sin más, pero la magia de la que estaba imbuida el arma hizo que el acero se moviera con una rapidez antinatural... y atravesó el pulmón de la elfa, quien cayó al suelo, sorprendida, mientras la sangre corría por su piel.

Leopold no se permitió ni un momento de euforia, en parte porque no sentía alegría alguna por haber destrozado un cuerpo tan hermoso, y en parte porque la situación de su ejército no le permitía relajarse. Aunque la lugarteniente elfa hubiera caído, los bailarines estaban haciendo una auténtica escabechina entre sus alabarderos, quienes mantenían la posición por puro estoicismo, pero sin ninguna esperanza. Para terminar de empeorar las cosas, vio lo que parecían ser espíritus montados en ciervos cargando contra su retaguardia. Sin tiempo de entender lo que estaba pasando se dirigió hacia allí y con su espada logró abatir a alguno de esos espectrales atacantes, pero las heridas que le habían provocado la elfa y los golpes que recibía por parte de los nuevos atacantes provocaron que acabara sucumbiendo.

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Sethlarion sintió cómo la rabia remitía, sustituida por una profunda desolación. El ejército humano había sido destruido casi hasta el último hombre, tal como era de esperar. Aquella expedición, como todas las expediciones que se habían dirigido contra Laurelorn en los dos mil quinientos años que habían pasado desde la fundación del Imperio, había estado condenada al fracaso desde el principio. Y, sin embargo, pocas habían sido tan destructivas como aquella, ya que muchos eran los elfos y criaturas del bosque que habían perecido tratando de contener a los imperiales.

Todo por un cáliz...

Un par de bailarines guerreros le acercaron al comandante de los humanos, ese niñato que había osado plantarles cara. No estaba atado, pero no era necesario: aunque seguía vivo, había sufrido muchos cortes y golpes, y ya no resultaba una amenaza.

"¿Ha valido la pena esto, maldito humano?"

Con la voz quebrada por el esfuerzo, el niño contestó:

"No. Pero no me dejasteis opción. Preguntaos vos si ha valido la pena esta guerra"

"Podrías haber olvidado el cáliz y haber vuelto a tu hogar"

"Al igual que vos. Pero no fue ese el camino que elegisteis"

En su fuero interno, Sethlarion reconoció la veracidad de las palabras de aquel humano, quien se había adentrado en Laurelorn al mando de hombres armados para recuperar el cáliz... pero no era menos cierto que él había comprometido una misión diplomática y forzado un conflicto con los humanos por ese mismo cáliz. Al fin y al cabo, pensó, el chaval tenía la excusa de ser un imberbe y un humano, pero él, un elfo milenario, quizá debería haber sido capaz de anticipar lo que iba a pasar, y cuántas muertes iba a provocar.

"Nunca quise estas muertes" confesó Sethlarion, y en eso no mentía. "Tampoco deseo la tuya. La batalla ha terminado, tu ejército está destruido, y no tengo necesidad de quitarte la vida. Vete, y no vuelvas jamás a Laurelorn"

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La pérdida del Cáliz de la Doncella Guerrera fue recibida con consternación en el culto de Myrmidia, pero fueran pocas las voces que recriminaron el comportamiento de los Wallenstein. Leopold había conseguido una reputación heroica gracias a su defensa del santuario de Laudor, en Estalia, y el incidente del cáliz no le hizo demasiada mella. La mayoría de los devotos de la diosa entendieron que la culpa era de los elfos, como es natural, y en cualquier caso Leopold se había comportado de forma valiente liderando un ejército al interior del bosque con tal de recuperarla. Los pocos que acusaron a los Wallenstein fueron familias rivales de Tilea, con lo que se entendió que su motivación era más política que religiosa.

No obstante, al mismo Leopold le resultó mucho más difícil perdonárselo. Era cierto que los elfos eran los responsables de haber robado la reliquia, pero se la habían robado a él, y a lo largo de su vida nunca dejó de lamentarlo. Sabía que no podría haber hecho más de lo que había hecho, pero pese a ello revivió la batalla muchas veces en su memoria, en un inútil ejercicio de buscar qué podría haber hecho de forma diferente, cómo podría haber cambiado aquel aciago día. Jamás encontró una respuesta.

Aquel episodio también sintió para que germinara en su alma una profunda desconfianza y resquemor no solo hacia los elfos, sino hacia sus vecinos norteños, a los cuales tampoco había tenido en gran estima anteriormente. Tras la batalla, el joven y malherido Leopold volvió como pudo a Averland y durante el resto de su vida hizo todo cuanto estuvo en su mano para abandonar el condado solo en dirección al sur, nunca hacia el norte. Su antipatía a los elfos también se volvió notoria, hasta el punto en que varios años más tarde, siendo ya el cabeza de la familia Wallenstein, cuando un mercader elfo extraviado fue apaleado hasta la muerte en sus dominios muchos opinaron que sus esfuerzos para encontrar y castigar a los culpables fueron deliberadamente vagos. A cambio, se volvió más cercano a la raza enana, más numerosa en Averland y con la que pasó a compartir, no solo intereses comerciales y militares, sino historias sobre la naturaleza traicionera y malvada de los elfos.

Un último efecto colateral de la aventura en Laurelorn fue que, por todo el resto de sus días, no pudo evitar sentirse inquieto cada vez que entraba en un bosque.

2 comentarios:

  1. Gran cierre final de la campaña. Además, siempre está bien ver que ganan los buenos.
    Continuaremos a la espera de más aventuras y desventuras de los Wallenstein.

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    1. Solamente alguien tan degenerado como un bretoniano es capaz de pensar que, en un duelo entre humanos y elfos, los buenos son los elfos. Seguro que esa idea os la ha metido en la cabeza la Dama del Lago, y seguro que ha sido por pura casualidad...

      ¡Muchas gracias! A ver qué les pasa a los pobres Wallenstein en 2024, algo tendrán que hacer.

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