miércoles, 27 de abril de 2022

La Sombra del Imperio: epílogo

Saludos a todos, damas y caballeros.

Hemos terminado una nueva campaña con mis queridos imperiales, "La Sombra del Imperio", por lo que toca hacer un epílogo de la misma para dejarla bien cerrada. Junto con la anterior campaña jugada con Chernov, "Los Amantes de Remas", estas campañas me están sirviendo como una especie de Bildungsroman sobre Leopold Wallenstein, cuya historia estoy construyendo de cero en base a estas campañas, cosa que me mola sin igual.

Cuando creamos a un personaje, a veces intentamos que sea el puto amo, por decirlo de forma clara y directa. Creo que eso es un error, primero porque es aburrido, y segundo porque, si quieres respetar lo que sucede en el campo de batalla, difícilmente será siempre un fenómeno. Yo quiero seguir lo que vaya sucediendo a la hora de narrar sus andanzas y desventuras, y lo que sucedió en la última partida es que rechazó un desafío. Lo hizo contra un maestro asesino Eshin con la jodida Espada Cruel, y es un imperial, ergo un ejército moderno donde el general tiene un papel un tanto extraño que no consiste en dar tortas porque es básicamente un guerrero del Caos con tres heridas. En todo caso, efectivamente usaré esto (un poco adornado, no nos vamos a engañar) como una forma de seguir desarrollando esa historia de mi buen muchacho Wallenstein.

Os dejo pues con el relato. Espero que os guste.

LA SOMBRA DEL IMPERIO: EPÍLOGO

A medida que la bendita luz del sol estaliano se desparramaba por el santuario de Laudor, los supervivientes del ataque aparentaban despertar de lo que parecía que había sido una pesadilla. De no ser por los cadáveres de los soldados y fieles asesinados, prácticamente nada habría indicado que habían estado bajo asedio, y la incursión enemiga podría haber parecido una inquietante ensoñación colectiva, una monstruosidad onírica desterrada por los benéficos rayos del amanecer. Pero las campanas del santuario repicaban a difuntos en el día más santo del año, y la sangre de los creyentes que se habían unido a Myrmidia todavía teñía los muros del templo de un fulgor rojizo.

Leopold Wallenstein se encontraba sentado sobre el tocón de un árbol recientemente talado para ampliar los terrenos del santuario. A sus dieciséis años no era ajeno a la guerra ni al combate personal, pues de hecho había liderado un ejército en batalla por primera vez hacía unas pocas semanas, en Tilea. Pero en aquel momento se había enfrentado a hombres, no a monstruos inhumanos. La experiencia de aquella noche no le había dejado ninguna herida en el cuerpo, pues aunque su armadura tuviera varias manchas de sangre, ninguna era suya. 

Pero Leopold sabía que aquella noche le había dejado heridas terribles en el alma, heridas que quizá no se recuperaran jamás.

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La noche previa a la festividad del culto era una procesión de luces como Leopold nunca antes había visto. Miles de pequeñas antorchas brillaban en la oscuridad como si las estrellas del firmamento hubieran caído sobre la tierra, pero lo hacían con una serena belleza que evocaba incluso algo de ternura. La simbología representaba el momento en que la diosa Myrmidia, junto a sus compañeras de armas, había pasado la noche velando armas antes de su primera batalla contra los orcos de las montañas Abasko, en el mismo lugar en el que, miles de años antes, se había levantado el santuario en el que se encontraban. Aquel desfile de luces buscaba crear el mismo efecto de recogimiento y meditación en el que se había encontrado la diosa.

Tal atmósfera había sido rota por el sonido de los cascos de un caballo, cabalgando desbocado en la noche. Antes de que nadie pudiera reaccionar, un terrible grito llegó, procedente del jinete y transportado por las negras alas del miedo.

"¡El santuario está bajo asedio! ¡Atacan el san...!"

Y, como confirmación de sus palabras, le siguió un sonido gorgoteante cuando la garganta del tétrico emisario fue rebanada.

Los devotos de Myrmidia nunca llegaron a ver al jinete, que acabó sus días siendo una voz desquiciada en la oscuridad. Nunca llegaron a ver quién lo había matado. Y no vieron a los hombres rata hasta que estuvieron cara a cara con ellos.

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Leopold Wallenstein, ya lavado y cambiado, ascendió las escaleras que guiaban hacia el altar de Laudor. El templo estaba diseñado de forma que la luz solar fuera amplificada e inundara todo, especialmente el punto nuclear del altar, por lo que Leopold sintió como si estuviera avanzando hacia un pequeño sol. Prácticamente no podía ver, pero eso era parte del ritual, para que los fieles comprendieran el ilimitado fulgor de la diosa. Aquel efecto de alguna forma representaba lo que debería sentir un mortal si pudiera estar frente a frente con la señora de las batallas.

"Arrodíllate, Leopold"

Una voz femenina, hermosa pero firme, pronunció aquellas palabras. Era el Águila del santuario, una de las más importantes del culto de Myrmidia y la que había ungido a los herederos de la familia Wallenstein desde hacía siglos. El corazón latía desbocado en el corazón de Leopold, pues sabía que, a partir de ese momento, pasaría a ser el heredero oficial de la familia, y aunque siempre lo había sido de forma oficiosa, aquello lo haría oficial. En cierta forma, la confirmación de aquel cargo suponía para él también la confirmación de su identidad y su hombría.

"Recibe la lanza de Myrmidia. La usarás para exterminar la Oscuridad y hacer brillar la Luz"

El Águila de Laudor depositó en manos de Leopold una lanza. Estaba bañada en oro y era claramente ritual, pero su tamaño era como el de una lanza normal, e imitaba la lanza que supuestamente había usado la diosa en la batalla cuyo aniversario se celebraba aquel día.

Leopold aferró con fuerza la lanza, y el sentimiento de culpa hizo que se tensaran todos sus músculos. No tenía por qué estar allí. La sangre de su armadura lo demostraba.

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Las ratas habían sido exterminadas hasta la última, muchas de ellas por Leopold, quien tuvo que agradecer que su padre le hubiera permitido llevarse en su viaje la Espada del Sol Eterno. Se trataba de una reliquia familiar, un arma mágica que brillaba como el sol y, sobre todo, potenciaba enormemente la rapidez de quien la portara. Gracias a eso había podido hacer frente a lo que parecía una horda interminable de alimañas.

Al mirar a su alrededor, Leopold vio que quedaban pocos atacantes, al menos que él pudiera ver. El rugido producido por las descargas del cañón de salvas se iba apagando, así como los ruidos de batalla. En paralelo, el sol se iba alzando y una luz, todavía muy tenue, pero cada vez mayor, permitía que se viera el panorama cada vez con mayor claridad. No parecía haber ni rastro de los asaltantes. Aquello le tranquilizó.

"¡Cuidado!"

Sintió que alguien lo empujaba, con tanta fuerza y de forma tan sorpresiva que lo tiró al suelo. Mientras trataba de incorporarse y reponerse a la sorpresa, vio que sus grandes espaderos combatían contra algo... una sombra, algo prácticamente incorpóreo pero que cortaba miembros y arterias con una precisión milimétrica.

"¡Proteged a Wallenstein! ¡Cerrad filas! ¡Por Myrmidia!"

Leopold consiguió incorporarse... y entonces lo vio: un hombre rata envuelto en ropajes que se fundían en la noche, blandiendo una espada que emitía un aura de maldad palpable. Los ojos de ambos se cruzaron, y en ese momento Leopold Wallenstein supo que habían mandado a aquella bestia a asesinarlo, y que iba a morir.

El skaven, una vez localizada su presa, saltó con una agilidad imposible por encima de los grandes espaderos y se impulsó para masacrar a Leopold Wallenstein. El miedo anidó en el corazón del muchacho, quien fue incapaz de moverse. Pero justo cuando la espada del asesino estaba a punto de atravesarle el corazón, uno de sus grandes espaderos consiguió soltar un tajo que el asesino no pudo esquivar. y que le hizo un corte profundo en el costado.

La bestia rodó por el suelo y le dirigió una mirada de profundo odio a Leopold antes de desvanecerse en la noche. El imperial supo que, mientras viviera, ese rostro le acecharía en sus pesadillas.

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Ya terminada la ceremonia, el joven Leopold contemplaba la puesta de sol desde el campanario del santuario. Aquella posición le permitía contemplar el camino que descendía desde los abruptos montes Abasko hacia los más plácidos valles situados a sus pies, y el hecho de que estuviera orientado hacia el oeste no era casualidad. En el culto de Myrmidia, occidente y la muerte eran conceptos relacionados. No en vano, tal había sido el destino de la propia diosa, quien, moribunda por el veneno de una flecha, había zarpado hacia las tierras del oeste para encontrarse con los dioses. Entre los miembros del culto,  la expresión "zarpar hacia el sol poniente" era usada como eufemismo de fallecer

Muchos habían marchado hacia la luz poniente aquel día, y bajo una luz fantasmagórica, Leopold creía verlos caminar por el sinuoso sendero que llegaba al monasterio, sin mirar atrás, espíritus incorpóreos alzándose hacia el sol poniente y marchándose, junto con los últimos rayos del astro, del mundo de los vivos. Leopold pensó que si no se daban prisa y caía la noche, su espíritu se quedaría atrapado en la tierra y volverían para vengarse de él. Quizá así se creaban los espectros. Quién podía saberlo.

Después de lo ocurrido, sus hombres a duras penas habían accedido a dejarle solo, y guardaban las entradas al campanario con fanático fervor. Pero él había insistido en quedarse a solas, incluso aunque no hubiera perdido todavía el temor al asesino que había visto en la noche previa, para que sus hombres no le vieran llorar. Llorar de rabia, de frustración, llorar por saber que muchos hombres habían dado su vida por salvar la suya. El peso que eso ponía en su alma se le antojaba insostenible, precisamente el día en que había sido proclamado como el hombre que debería llevar el peso de una familia de siglos y siglos de antigüedad sobre sus hombros.

Estaba tan ensimismado en sus pensamientos que ni se dio cuenta de que el Águila de Laudor se había acercado a él. Por un momento se asustó, sin saber quién era, hasta que reconoció a la sacerdotisa. Sus hombres nunca le habrían cerrado el paso. Y, aunque ya no lloraba, su rostro delataba que lo había hecho.

"Muchos hombres dieron la vida por mí" dijo, respondiendo a la muda, pero evidente, pregunta de la sacerdotisa.

Ella miró hacia el sol poniente, y Leopold nunca supo si vio los mismos fantasmas que él, caminando hacia la puesta de sol.

"Haced que su sacrificio haya valido la pena"

2 comentarios:

  1. Lo próximo que le espera al bujarra de tu general es un orco salvaje muy grande xdd
    Pd. Me sigue sin dejar publicar con mi cuenta

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    1. Muy grande él y su rebanadora. Pero acepto encantado el desafío :)

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