Saludos a todos, damas y caballeros.
Si tuviera que psicoanalizarme e indagar en cuáles son las razones por las que me gusta el pulp, es muy probable que tarde o temprano acabara encontrando, enterradas en lo profundo de la memoria, varias escenas de "Las Minas del Rey Salomón", la versión de los ochenta. Tengo muy vagos recuerdos de haberla visto en alguna clásica tarde plomiza de verano de los noventa, y aunque apenas soy capaz de recordar nada de su argumento o de sus personajes (entre los cuales, por ahondar en el frikismo, está el actor que después encarnaría a Gimli), sí recuerdo una sensación, una atmósfera general de aventuras en mundos exóticos y perdidos que se le quedó grabada al impresionable niño que era yo entonces.
Por ello, el día que tiramos para determinar el territorio que nos jugaríamos en la partida entre orcos salvajes y no muertos, que podéis ver aquí, lo que sentí al ver que aparecía una mina de oro (en una montaña, pero eso es lo de menos) fue que el pulp se retroalimentaba dentro de la campaña, y que de ahí podía salir una buena historia. Una buena historia que, en puridad, no contaré todavía, precisamente porque quiero dejar que se vaya desarrollando según se van jugando partidas y vayan pasando cosas. Siempre es más fácil, y también más satisfactorio, hilar las cosas a posteriori y ver a dónde te han llevado los dados.
Lo que hago pues, con este relato, es preparar el camino para ver a dónde nos lleva esta trama. Como veía que me estaba quedando muy largo, lo he dividido en dos entradas. Espero que os guste.
Husseyn Hazred resoplaba trabajosamente mientras avanzaba esquivando raíces y lianas en torno a las faldas de una montaña. La humedad de la jungla era asfixiante, y habría dado cualquier cosa por poder descansar unos minutos y recuperar el aliento, pero sabía que hacer eso era exponerse a morir. El descanso era un lujo que no se podía permitir cuando había una enfervorizada horda de orcos salvajes persiguiéndole, salvo que quisiera acabar en un caldero y posteriormente devorado. Ante esa perspectiva, la de seguir corriendo con todas sus fuerzas le resultaba bastante preferible.
Visto en retrospectiva, quizá la idea de haberle ofrecido sus servicios a Chantal no había sido tan brillante como creía. Era indudable que la imperial era una bruja de notable poder, pero no era menos cierto que había mandado a Husseyn a explorar junto con una bruja de su séquito que no era ni de lejos tan competente. En sus momentos de más sombría desesperación, el Ocultista se planteaba si aquello no sería un método de ejecución particularmente ingenioso y elaborado ideado por Chantal: hacer desaparecer a la bruja árabe, víctima de su propia inutilidad, y que ese final arrastrara al presuntuoso que había creído que podía formar parte de su cábala.
Desde el primer momento, la expedición había comenzado mal. Si Chantal creía que por el hecho de ser árabe, al igual que Zamira, iban a llevarse bien, estaba totalmente equivocada. La bruja de Lashiek era caprichosa y desagradable, y Husseyn era consciente de que disfrutaba torturándole. En especial, estimulando su lascivia. Husseyn era un hechicero disciplinado que hacía tiempo que había dejado de preocuparse por cuestiones de la carne, pero la belleza de Zamira era tan extraordinaria y sus actos tan increíblemente depravados que incluso a alguien como él le costaba mantener la sangre fría cerca de la bruja.
Esta dinámica tan poco beneficiosa no les había ayudado cuando habían tenido que enfrentarse a sus enemigos. En su camino hacia la tierra de los saurim se habían enfrentado a los ejércitos de Áncrama la Endemoniada en el oasis de Nän-Ladir. Habían ocupado el oasis y masacrado a los que paraban en él con intención de forzar a los ejércitos de Áncrama a abandonar la ciudad, pero el plan había funcionado demasiado bien, y los adoradores de demonios habían puesto en fuga a la pareja de nigromantes. Después se habían encontrado con una banda errante de ogros que hacían su agosto en los caminos a base de cobrar de aquellos suficientemente ricos como para pagar por su protección, y saquear a aquellos que no pudieran pagarla. Tampoco de ese enfrentamiento habían salido muy bien parados.
Pese a todo, habían conseguido continuar su camino hacia la jungla, y tras varias semanas desde su partida de Ka-Sabar, habían llegado finalmente a los límites de la misma. Pero hacía siete años que el Ocultista no pisaba aquellos lares, y en ese tiempo algunas cosas habían cambiado. Entre ellas, que al parecer la zona había sido ocupada por una tribu de primitivos orcos pintados con motivos tribales y con un estado de excitación incluso superior al de los orcos normales. Al menos los orcos habían masacrado a varios enemigos antes, incluyendo lo que parecía haber sido una pequeña fuerza de mercenarios, y sus restos produjeron una buena materia prima para organizar un ejército de no muertos...
Pero había sido insuficiente, y Husseyn Hazred se encontraba huyendo para salvar su vida una vez que los orcos habían destrozado el ejército levantado por Zamira. Se sintió desfallecer cuando un hacha arrojadiza pasó volando a escasos centímetros de su cara, y apenas pudo contener un grito de horror cuando vio, en un vistazo rápido por encima de su hombro, que los malditos pielesverdes estaban a punto de darle caza. Pero entonces divisó una grieta en la pared de roca que bordeaba y, desesperado, se encaminó hacia ella. Apenas pudo ver a los orcos deteniéndose, como presas de un temor ancestral, antes de que la oscuridad se lo tragara.
La gruta estaba totalmente a oscuras, como era de esperar. Podría haber conjurado una luz mágica, pero no sabía qué clase de seres podría encontrar, y prefirió avanzar con cuidado y confiando en que su visión mágica le alertara de la presencia de cualquier ser peligroso. En la humedad y la oscuridad los insectos habían prosperado, y Husseyn podía sentirlos correteando por las paredes, pero se forzó a sí mismo a suprimir su asco y su miedo y a seguir adelante confiando en que hubiera una salida.
Se preguntó por qué los orcos se habrían detenido, y si lo harían durante mucho tiempo. Cabía la posibilidad de que no supieran a dónde llevaba esa grieta, y el temor les hubiera invadido... o cabía la posibilidad de que el temor se debiera a que sí lo sabían. En ese caso, Husseyn sospechó que iba a tener problemas, aunque dada la naturaleza supersticiosa de los pielesvderdes, quizá el temor se debiera a algo completamente inofensivo o a algo que sus capacidades nigrománticas pudieran destruir. Al pensar esto se preguntó dónde estaría Zamira. La había perdido de vista en el caos que había sido la batalla contra los pielesverdes, y ya no la había vuelto a ver.
Se encontraba tan sumido en estas cavilaciones que apenas pudo sentir el roce de algo sumamente pegajoso en su manga derecha. Intentó revolverse, pero aquello, fuera lo que fuera, no cedió, y su movimiento solo consiguió que más de esas lianas se enrollaran en torno a él. Frenético, movió los brazos con toda la fuerza que fue capaz de emplear, hasta que la verdad de la situación penetró en su mente como una lanzada.
Estaba en una telaraña. Una particularmente grande, con lo que la araña que la había creado debía ser, también, de un tamaño considerable.
Bien, era el momento de emplear la magia.
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