El grácil velero atracó en el muelle de la desértica isla de Firasean, y su principal ocupante, el legado imperial Julius Cosades, abandonó la embarcación para dirigirse al monasterio que coronaba el enclave. La construcción, que se elevaba sobre una colina pedregosa y sin apenas vegetación, había sido cedida por Tito Mede I a la Orden de la Llama Inextinguible, los famosos adoradores de Akatosh en su aspecto de Dragón Solar. Un regalo envenenado, dado que Tito Mede I había exigido a cambio tener cierto poder sobre la designación del Consejo de siete Luminarcas que regían los destinos de la Orden.
A medida que ascendía hacia el monasterio, un extraño edificio de mármol y cristal cuya forma asemejaba el caparazón de una tortuga, el legado escuchó el entrechocar de espadas y lanzas, y pudo ver a algunos de los monjes entrenando sus habilidades de combate. La Orden había surgido a finales de la Tercera Era como una congregación exclusivamente religiosa y contemplativa, pero a medida que se aceleraban los acontecimientos de la Crisis de Oblivion había seguido una derrota más beligerante… lo cual no era de extrañar, dado que las barreras que separaban Nirn de Oblivion habían caído, y los daedra pretendían enseñorearse del Imperio. Su participación en la guerra, aunque valerosa, no había sido decisiva, pero la forma en que terminó la crisis de Oblivion les concedió una inmensa popularidad y muchos veteranos de la guerra, con el alma y la mente quebradas por los horrores del conflicto, corrieron a refugiarse al amparo de Akatosh. El aumento exponencial de miembros de la Orden, muchos de ellos con entrenamiento militar, la convirtió en un elemento muy poderoso dentro del Imperio, y por ello el Canciller Ocato le dio carácter oficial y varias prebendas, reforzadas posteriormente por Tito Mede I y culminadas por el monasterio hacia el que caminaba el legado.
Cuando entró en él, Julius Cosades tuvo que entrecerrar los ojos. El día era soleado (se rumoreaba que en la isla de Firosean nunca se nublaba el cielo), pero el interior del monasterio era incluso más luminoso que el exterior, ya que varios espejos, cristaleras y la propia pulcritud del mármol se alineaban para atesorar y multiplicar todo rayo de sol que entraba desde el exterior. Varias hogueras rituales ardían cada pocos metros, y todo ello no hacía sino crear un ambiente de brillo y calor muy apreciado por los seguidores del Dragón Solar. Cosades, por su parte, se preguntaba si no sería también un método de defensa contra el exterior: el monasterio no estaba fortificado, pero cualquier invasor que penetrara en él se vería terriblemente debilitado por el insoportable calor y cegado por la luz, condiciones que por el contrario eran las naturales para los monjes de la Orden.
Finalmente, Cosades llegó al centro del monasterio, allá donde le esperaba su contacto. Se trataba de una sala espaciosa, sin apenas muebles, rodeada por pendones y estandartes que mostraban la imagen de Akatosh, el Padre de los dioses. Una gigantesca estatua dorada, representando un dragón con las alas entreabiertas y gritando al cielo, coronaba la sala, y sobre la misma una amplia lente mostraba el cielo y dejaba entrar una luz que bañaba la estatua en un resplandor ceremonioso. Cosades había oído que la lente estaba situada de tal forma que, cuando el sol se situaba en su cénit, quedaba alineado con ella y, mediante poderosos encantamientos, proyectaba una columna de fuego que bañaba durante unos minutos la estatua de Akatosh, convirtiéndolo en la verdadera imagen del Dragón Solar. Aquel era el ritual central de la Orden de la Llama Inextinguible, el momento diario en que cada monje se recordaba a sí mismo el propósito sagrado de su misión y su deber de cumplir con la voluntad de Akatosh.
Al fondo de la sala esperaba efectivamente un hombre, un imperial embozado en ropas monásticas (una túnica blanca con algún ribete dorado), aunque se trataba de un militar. Concretamente del capitán de la Legión Constantino Vinicius, quien se había unido recientemente a la Orden tras una larga temporada sirviendo en la guerra civil en Skyrim. Era nativo de Anvil, de la Costa Dorada, y se bromeaba con el hecho de que su hartazgo con la nieve y el frío de Skyrim había influido tanto como su devoción a Akatosh en su decisión de unirse a la Orden y retirarse a Firosean, en pleno mar abeceano.
Julius Cosades avanzó hacia Constantino, agachando la cabeza en señal de respeto al pasar junto a la estatua del Dragón Solar, y saludó efusivamente al capitán siguiendo las costumbres de la Legión Imperial.
"Me alegra verte, Julius… y más en este lugar, en estas circunstancias".
Julius sonrió. Su último encuentro fue en Skyrim, poco después de que Constantino rompiera el asedio de los Capas de la Tormenta a una posición imperial cercana a Lucero del Alba. Era pleno invierno y, pese al éxito de su misión, Constantino había agradecido enormemente la carta que Julius le había entregado, que contenía su licencia.
"Desde luego, se está mejor aquí que en Skyrim" – concedió Julius -. "Te traigo un pequeño regalo"
"¡Muchas gracias! Tamika del año 399 de la Tercera Era… por los rayos de Akatosh, es una cosecha extraordinaria".
"Tengo entendido que es tu preferido. Es de las pocas botellas que aún quedan en Skingrad".
"Bebámoslo juntos, pues… aquí también hacemos vino, vino soleado concretamente. Las viñas atesoran el sol y después el vino parece brillar con destellos solares. Es bueno, pero no es un Tamika".
Constantino guió al legado hacia los pisos superiores del monasterio, hacia una terraza desde la cual se vislumbraba la luminosa quietud del mar abeceano. Ambos se sentaron en torno a una mesa de cristal, y el legionario descorchó la botella, sirviendo su contenido en austeras copas rojizas.
"Bien, legado Cosades… ¿a qué debo el honor de su visita? – preguntó Constantino tras saborear con deleite el vino".
El legado, quien miraba con fascinación el intenso azul del mar, dirigió su mirada al legionario y contestó:
"Vengo a traerte una petición de la Corte Imperial. Del Emperador, concretamente".
Constantino rió.
"No sabía que el Emperador pidiera cosas".
"Bueno, técnicamente tiene que hacer peticiones a la Orden. Técnicamente, no formáis parte del Imperio. Y los siete Luminarcas son independientes del poder imperial… técnicamente".
Contrariamente a lo que pudiera parecer, el tecnicismo legal no era una mera argucia sin sentido, sino que había salvado incontables vidas. Ambos, tanto Cosades como Constantino, lo sabían de sobra. Cuando se planteó la firma del Concordato Blanco y Dorado, los Thalmor lograron declarar proscritos a los Cuchillas, iniciando contra ellos una cacería que llevó a su práctica extinción. En las negociaciones, el nombre de la Orden de la Llama Inextinguible había sido también puesto sobre la mesa. Los Thalmor conocían las interrelaciones entre el gobierno de la Orden y el imperial, y cómo sus monjes, especialmente los más militaristas, mostraban una conveniente falta de precisión a la hora de diferenciar entre los objetivos divinos de Akatosh y los objetivos políticos del Imperio fundado por intermediación de Akatosh. No obstante, fue muy fácil para el Imperio burlar esta imposición, dado que, técnicamente, la Orden era independiente, e incluso la isla de Firasean pertenecía, sobre el papel, a la Orden, no al Imperio. Por ello, pese a que la lealtad de la Orden al Emperador fuera un secreto a voces, los Thalmor no pudieron forzar su desaparición.
"Comprendo – dijo Constantino, ya más serio -. Y, naturalmente, ni el Emperador ni nadie en la Corte afirmará jamás que nadie me haya trasladado… esta petición".
"Naturalmente. Por lo que a mí respecta, me encuentro de retiro espiritual, algo muy necesario en estos tiempos turbulentos".
"Y que lo digas" – respondió Constantino, recuperando la perenne sonrisa -. "Bien, dime qué puedo hacer, de forma espontánea y por iniciativa propia, por el Emperador".
Julius Cosades extendió un mapa sobre la mesa. En él se mostraban las aguas al sur del mar abeceano, concretamente la isla de Estivalia y Pyandonea, el hogar de los maormer. El legado señaló un pequeño archipiélago entrambas, y explicó:
"Este archipiélago que ves aquí es un hogar ancestral ayleid. Según nuestros expertos en esta civilización, tiene estructuras ayleid que se corresponden con su etapa de inmigración desde Estivalia a Cyrodiil, es decir, al comienzo de su civilización".
Constantino asintió con interés, al tiempo que rellenaba las copas de vino.
"Gracias" – continuó Cosades -. "El archipiélago cayó en el olvido cuando Santa Alessia destruyó la civilización altmer, y, dado que como puedes ver se encuentra cerca de Pyandonea, fue ocupado por piratas maormer, quienes lo usaron como base para atacar la costa sur de Estivalia… hasta que, tras el ascenso al poder de los Thalmor, se hartaron de ellos y conjuraron una niebla impenetrable sobre la isla, que impedía a ninguna nave entrar o salir de ella sin hundirse".
"Entiendo. Y también entiendo que, si me estás hablando de ella, es porque esa niebla debe haberse disipado".
"Así es. Hemos sabido que la niebla de las islas se ha esfumado, y creemos que esto es una acción deliberada por parte de los Thalmor, puesto que tenemos informes que afirman que van a mandar una expedición a la isla".
"Se han dado cuenta de que se les perdió algo allí, ¿no?"
"Sí, y creemos saber lo que es".
Cosades echó un vistazo a su alrededor para asegurarse de que estaban solos, lo cual hizo ponerse en alerta al veterano legionario.
"Creemos que puede ser el Yelmo de Santa Alessia".
Constantino abrió, sorprendido, los ojos mucho más de lo que el legado creía posible con tanta luz.
"El Yelmo… ¿cómo es posible?"
"Sabes que el Yelmo se perdió durante la Crisis de Oblivion. Siempre hemos creído que su destino era Estivalia, pero nunca llegó, o al menos no tenemos constancia de ello. Es posible que la nave que lo transportaba fuera saqueada por piratas maormer que usaran el archipiélago como base, y que los propios altmer le perdieran el rastro… hasta ahora".
"Honestamente, suena todo muy especulativo".
"Es muy especulativo. Pero no podemos correr el riesgo de que sea cierto y no estemos allí. Tanto los Thalmor como nosotros sabemos que tarde o temprano habrá otra guerra, y si ellos tuvieran el Yelmo de Santa Alessia sería un mazazo moral muy duro. Además, incluso aunque fuera otra cosa, lo cierto es que, sea lo que sea, es algo que los Thalmor ansían, y eso es motivo suficiente para saber qué hay en esa isla".
Constantino se reclinó en la silla mientras bebía vino y miraba fijamente el mapa. Al rato, dijo:
"Sabes, es bastante conveniente suponer que andamos detrás de una reliquia de Santa Alessia. Es evidente que eso interesa a la Orden de la Llama Inextinguible per se, sin necesidad de que el Imperio nos espolee…"
Cosades entendió rápidamente las insinuaciones del legionario.
"No creerás que…"
"Creo en Akatosh y en los Nueve Divinos, aunque ahora digamos que son ocho" – interrumpió Constantino -. "No creo en nada más ni lo necesito. Soy un soldado… bueno, ahora se supone que soy un monje, pero un monje guerrero. Sé muy bien lo que me estás pidiendo: quieres que dirija a un grupo reducido de guerreros en territorio desconocido y hostil, sin ningún tipo de apoyo y con enfrentamientos casi seguros contra los Thalmor. Y eso está bien, lo he hecho antes y lo haré cuantas veces sea necesario, por mi Fe y por el Imperio. Pero si voy a poner en peligro mi vida, la de mis soldados y la de todos los miembros de la Orden, necesito saber por qué. Puedes contar con que lo haré… salvo que la Corte intente manipularnos".
Cosades, quien no había desviado la vista del legionario desde que comenzara su alegato, bebió algo de vino antes de responder:
"Es una duda razonable, pero infundada, al menos en este caso. Te estoy diciendo la verdad. Creemos que el Yelmo de Santa Alessia puede estar en esa isla… lo cual no quiere decir que efectivamente esté. Como te he dicho, la mera sospecha de que pueda ser así es suficiente para justificar el envío de una expedición. Y, por supuesto, tú tendrás que defender, caso de que sea necesario, que estás allí, en territorio no perteneciente a los Thalmor, buscando una reliquia sagrada de tu culto".
Constantino asintió lentamente, y deslizó su mirada lánguidamente sobre el mar abeceano antes de responder:
"Bien, te creo. No tengo mucha opción, pero te creo. ¿Los Luminarcas están informados de esto?"
"Ya han aprobado la misión".
"Perfecto. Entiendo que debo tratar contigo las cuestiones logísticas".
"Así es. Con permiso de los Luminarcas permaneceré una semana en Firasean, con lo que reúne tu equipo y, cuando quieras, te daré toda la información que pueda sobre el terreno, los fondos para la misión, las tribus que habitan el archipiélago, y lo que necesites".
Constantino apuró la copa y, sonriendo, concluyó:
"Muy bien… llevaremos luz y fuego a esas islas, con ayuda de Akatosh".
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