Saludos, damas y caballeros.
Os traemos hoy un relato de la Primera Era de Mordheim, uno de los más antiguos que tenemos. La particularidad de este relato es que quizá sea el primero en que aparece Trifón, y se puede ver cómo era y cómo se las gastaba cuando era un humano normal, mucho antes de que acabara convertido en el jodido Señor del Caos que es ahora.
Algo de este rollo |
Os dejo con el relato. Espero que os guste.
Llovía con fuerza en Mordheim,
pero eso no parecía afectar a la figura que, envuelta en una pesada capa con
capucha, avanzaba con determinación hacia una de las escasas tabernas que
habían conseguido mantener el negocio tras la caída del cometa. En realidad, no
era más que un edificio destartalado que se mantenía en pie por pura inercia o
milagro, con una fachada desconchada en la que aún se adivinaban algunas
manchas de sangre. Seguramente tampoco había sido un lugar mucho más acogedor
antes de la debacle sufrida en la ciudad: la taberna, que se llamaba “El
Corazón Negro”, había sido desde siempre conocida por albergar reuniones de las
diversas mafias y sindicatos criminales que se habían adueñado de Mordheim. Su
propietario había ganado el dinero suficiente como para reformar un poco el
establecimiento, pero a la clientela que tenía le gustaba su aspecto enfermizo.
El
encapuchado se acercó a la puerta de la taberna y la hizo sonar tres veces con
un ritmo determinado, dos golpes rápidos y uno después. Se corrió una
ventanilla, a través de la cual un solo ojo y un parche le observaron antes de
decir:
"Bonita noche".
A lo que el
encapuchado respondió:
"Bien lo saben los muertos".
Era la
contraseña, que indicaba que no había peligro. En realidad, cualquier persona
podía entrar en “El Corazón Negro”, dado que en ella se cerraban muchos
contratos de asesinato, robo y contrabando, y limitar la entrada a quienes
supieran la contraseña era contraproducente para el negocio. Pero aquellos que
no la supieran tendrían siempre un par de ojos vigilándoles, o más. Para con
los demás no había esta necesidad.
La puerta se
abrió y el tuerto acompañó al encapuchado, tras cachearle y quitarle las armas,
hacia una habitación reservada, la sala de honor de la taberna, a la que sólo
podían acceder los mafiosos más ilustres. En ella no había ventanas, lo cual
garantizaba la seguridad y la discreción, y tenía una lumbre propia, lo cual
era lo más cercano al concepto de lujo extremo que concedía el tacaño dueño de
la posada. Los demás elementos de la sala podían amoldarse al gusto de quien la
reservara, que en ese momento era un individuo sentado en la única mesa que
habían dispuesto.
Imagen de cwalton73 |
Se trataba de
un individuo que intentaba pasar por bien vestido, aunque cualquiera hubiera
notado que sus ropas estaban pasadas de moda, gastadas y, posiblemente, eran
robadas. Su edad era difícil de determinar, más aún para el recién llegado,
pues se había sentado con la hoguera tras él y por tanto sus rasgos quedaban
ocultos en la penumbra. Todo lo que el encapuchado sabía del mafioso era que se
hacía llamar “El Santo”, aunque ningún sacerdote de las iglesias establecidas le
habría calificado como tal.
El encapuchado
tomó asiento frente al Santo, quien estaba flanqueado por dos guardaespaldas
que apenas disimulaban unos bastos garrotes bajo sus ropajes. La capucha cayó y
mostró implacable de Trifón.
Sin ningún
tipo de saludo ni ceremonia, el Santo dijo:
"¿Traes la cabeza?"
Su voz intentaba
sonar amenazadora, pero no había forma alguna de que el gladiadorse sintiera
intimidado por el pequeño mafioso. Sin intentar formular ninguna excusa barata,
se limitó a encoger los hombros y responder:
"No".
Trifón no pudo
verlo, pero el rostro del Santo dibujó un claro gesto de hastío.
Se rumoreaba
que, entre las muchas actividades ilegales del Santo, se encontraba la trata de
esclavos destinados a las peleas del pozo. En circunstancias normales sería
imposible que unos luchadores fugados hicieran tratos con ese hombre, pero
Trifón había decidido ignorar los rumores por dos motivos: el primero era que
aceptar contratos de asesinato, secuestro o protección, incluso aunque
procediera de mafiosos incorregibles, le aseguraba una financiación con la que podía
mantener su banda de libertos y ampliarla; el segundo era realmente más
importante, aprendido de la experiencia de otras insurrecciones, y era que
nadie debía darse cuenta de la amenaza que realmente suponía hasta que
estuviera en disposición de dar el golpe definitivo. Si los mafiosos y
tratantes de esclavos le tomaban como un peligro para su posición y su negocio,
sabía que, tarde o temprano, caería derrotado. Tenían más hombres, más medios y
más dinero que él, que podían usar para contratar cazarrecompensas, asesinos o,
quizá peor, para corromper a miembros de su banda para asesinarlo. Había pasado
muchas veces antes. Trifón, por el contrario, quería que le consideraran una
herramienta. Quería que sus enemigos creyeran que podía servir para sus intereses
y, en el proceso, cobraría de su dinero, les debilitaría fomentando que se
mataran entre ellos, y aprendería de sus métodos.
"Es la segunda vez que fracasas en traer una
cabeza cuando se te pide" – dijo el Santo con visible enfado.
"En mi defensa, podrías haberme informado de que
el doctor no era el indefenso anciano que describiste, sino un jodido vampiro".
El Santo no
mostró sorpresa alguna, por lo que era evidente que conocía desde el principio
la verdadera naturaleza del doctor. Trifón sintió que las venas le ardían de
furia al ver cómo aquel hombrecillo pensaba que podía jugar con él de esa
manera. Con todo, se contuvo. El pozo le había enseñado a no dejar traslucir
sus emociones.
"¿Qué ha sucedido?" – preguntó entonces el Santo.
"Fuimos a donde nos habías dicho, al hospital.
Poco antes nos habíamos encontrado con una banda de norses liderados por un
guerrero que dijo llamarse Gunnar Ojo de Serpiente. Su chamán había vaticinado que nuestro futuro estaría entrelazado. No di nada de crédito a ello, pero dado que podían servirnos de ayuda, acepté que nos acompañaran.
Entramos por la
parte oeste del hospital, pero alguien se nos había adelantado. Cuando
llegamos, vimos que unos montaraces enanos habían hecho ya un reconocimiento
del terreno y habían encontrado a tu vampiro. No sabíamos lo que pasaba dentro
del edificio, pero por el ruido deduje que estaba siendo una lucha encarnizada.
Vi incluso cómo su líder caía ante la horrible nigromancia de ese engendro.
Corrimos hacia ellos con esperanza de llegar a tiempo de matarle, o matar a los
enanos, o a quienquiera que se encontrara en el edificio cuando llegáramos. Pero
los enanos tenían refuerzos, los estalianos del Caballero Francisco de Rivas.
Bloquearon el camino que nos llevaba a los enanos, que no era más que una
estrecha calleja. Cargamos contra ellos, pero, aunque les causamos bajas,
resistieron con denuedo. En poco tiempo sólo quedábamos en pie mi ogro y yo, y
los demás estaban muertos o heridos. Yo había hecho todo lo posible: había
matado a uno de sus hombres, un tal Diego Pinzón, y herido a otro. Pero aun
así, estábamos en franca desventaja".
"Parece que esos estalianos se han empeñado en
hacerte la vida imposible" – murmuró el Santo.
Trifón calló.
La verdad es que le sorprendía la animadversión que el líder estaliano mostraba
hacia su persona, algo que sólo podía achacar a aquella batalla en que había
aceptado el encargo de los marienburgueses de matar al mercader árabe. No debía
haberse fiado de aquellos mequetrefes emplumados, que le habían dejado con el
culo al aire tras la primera descarga de los estalianos y los árabes. Ni
siquiera había podido encontrarles después de la batalla para reclamar el pago
por sus servicios, aunque tampoco habían logrado matar al mercader. Por suerte,
su siguiente contrato había sido mucho más jugoso, rescatar a la hija de un
desesperado y rico juez y erradicar al culto de esos dioses primigenios en el
proceso. Eso le había dado suficiente dinero y fama.
"Sí, no creo que esos estalianos me aprecien
mucho" – concedió-. "No obstante, se retiraron de la batalla".
Incluso aunque
no pudiera ver su rostro, Trifón captó el gesto de incredulidad del
Santo. Los estalianos serían más o menos fuertes, hábiles o astutos, pero eran
valientes hasta el suicidio.
"A mí también me sorprendió. Honestamente, me
tenían a tiro. Había tenido que arriesgar mucho mi posición para revertir las
tornas. Y de pronto, sin más, se retiraron.
Los enanos,
mientras tanto, habían conseguido matar al vampiro e intentaban huir con su
cabeza. Mi ogro y yo fuimos a por ellos, pero ya era demasiado tarde. Los
enanos son demasiado tozudos como para darse cuenta de que están muertos, así
que no murieron y salieron corriendo con la cabeza".
El
Santo no hizo ningún sonido. Un camarero entró y le sirvió una jarra de cerveza
y un filete de algo que, fuera lo que fuera, parecía de buena calidad. Al
menos, según los estándares de Mordheim. Un filete así debía costarle un mínimo
de diez coronas, pensó el gladiador. Reprimió una sonrisa ante tan burda
demostración de “poder” por parte del mafioso. Se veía claramente que no era
tan rico como pretendía aparentar con esa fanfarria.
"Un magnífico relato de incompetencia, de
principio a fin" – dijo el Santo.
Trifón
respondió con indignación al insulto.
"Cuida tu lengua. He perdido a buenos hombres
intentando traerte tu querida cabeza de chupasangre. Dos de mis hostigadores
han muerto, y también Crixo".
"Crixo no está muerto".
El Santo
disfrutó con la expresión de sorpresa en el rostro del gladiador.
"¿No ha muerto?"
"Mi fornido amigo, conozco todos los secretos de
esta ciudad" – dijo el Santo, entregándose sin pudor ninguno a la
autocomplacencia -. "He aguantado toda tu charleta para saber si me mientes,
pero sé mejor que tú lo que ha pasado. Y sé que Crixo no ha muerto".
"Dime dónde está".
La voz del
gladiador se había tornado dura como un yunque, pero el Santo se estaba amando
a sí mismo tan intensamente que no lo notó.
"Tu poca habilidad no lo merece. Pero soy un buen
hombre, y estoy dispuesto a darte la información si haces otro favor para mí.
Quizá la perspectiva de perder a uno de tus hombres te avive el seso, visto que
eres demasiado estúpido para que el oro te tiente".
Trifón se
inclinó ligeramente sobre la mesa cuando susurró:
"¿Me estás chantajeando?"
"Creo que estoy en posición de hacerlo, ¿no es
así?"
Trifón sonrió.
"Desde luego".
Todo pasó
demasiado rápido. Lo que hasta entonces había sido una pacífica conversación se
convirtió en un infierno cuando, de repente y sin previo aviso, Trifón volcó la
mesa sobre el Santo. Sus guardaespaldas intentaron reaccionar, pero el gladiador le había hundido el tabique nasal a uno, clavándoselo en el cerebro,
antes incluso de que pudiera desenfundar su martillo. Recogió el arma y esquivó
el torpe golpe del otro secuaz, al tiempo que hundía el garrote en la boca de
su estómago, después le partía en dos la columna vertebral, y finalmente le
hundía el cráneo.
Tras esos diez
segundos de salvajismo desatado pareció volver la calma. El Santo se arrastraba
intentando librarse de la mesa, que era francamente pesada, y Trifón le ayudó.
Con todo, lo que vino después no era exactamente lo que el líder mafioso
deseaba, ya que el gladiador le agarró de la nuca y acercó su cabeza al fuego.
"Quizá ahora quieras decirme dónde está Crixo".
El tono de voz
con que lo dijo era bajo, pero suficientemente firme como para que, a pesar del
crepitar del fuego y de sus propios alaridos, el Santo lo escuchara. El fuego
lamía sus cabellos, achicharrándolos, y su calor le destrozaba los ojos. Entre
los gritos, consiguió emitir las palabras “estalianos” y “cárcel”.
Trifón se sintió desfallecer al saber que los estalianos habían atrapado a su
lugarteniente, pero no hizo gesto que lo demostrara. Sabía que esos inflexibles
fanáticos le matarían en una ejecución pública para amedrentar al pueblo, con
lo que no tenía tiempo que perder. Iba a necesitar más hombres, pues los
estalianos estarían con casi total seguridad acompañados por los árabes.
Llamaría a Gunnar. Pero, antes de eso, debía evitar dejar cabos sueltos.
Apartó al
Santo, cegado y medio abrasado, de la lumbre. Un par de matones entraron en la
habitación, pero en cuanto vieron al gladiador sobre los cuerpos destrozados de
los tres mafiosos, decidieron que lo más sensato era irse y cerrar la puerta tras
ellos. Trifón se dirigió entonces al Santo
"¿Cuál es tu nombre?"
A la ruina de
hombre que quedaba en el suelo le costaba hablar, pero recobró el impulso tras
una brutal patada del luchador del pozo:
" Karl… Von… Weissenberg".
"Muy bien, Karl… recuerda esto: nunca volveré a
ser un esclavo".
Y se dejó caer
de forma que su rodilla aplastó el cuello del mafioso, partiéndolo al instante.
Al levantarse cogió el filete y lo engulló de dos bocados. Era francamente
excelente.
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