“Antaño
fuimos los amos de esta galaxia, sí. Fuimos inmortales, poseedores de un
conocimiento y un poder con el que ahora sólo podemos soñar. Nuestra raza vivía sin preocupación
alguna, deleitándose con la propia existencia, recreándose en sus propias sensaciones.
Oh, cuántas cosas perdidas… Cuán profunda fue la Caída, que nos precipitó desde
la cúspide de la creación hasta lo que somos ahora.”
Una figura solitaria, esbelta, se erguía en silencio en
la penumbra de la sala, a solas con sus pensamientos. A través del amplio
ventanal que tenía delante, la luz de las estrellas bañaba tenuemente la
estancia.
“Una raza casi extinguida, viviendo en
el pasado, rememorando glorias perdidas, leyendas ancestrales apenas recordadas
por unos pocos. Perseguidos eternamente, hasta el día del Acto Final, por nuestra
propia perdición… Acechados a cada instante por ese ser terrible, ese
depredador que rastreará nuestras almas allá donde estemos si bajamos la
guardia un solo instante… Oh, sí, esa criatura. Nosotros somos la causa de que
exista, y ella es la causa de nuestra desgracia. Esa criatura siempre Sedienta,
y sus hermanos.”
Una espada refulgió en la oscuridad, con su filo
emitiendo el brillo tenue que indicaba que el campo disruptor estaba activado. Una
hoja que podría cortar cualquier objeto de la habitación sin esfuerzo. Un par
de tajos de práctica y una finta mostraron la destreza de su portador a un
público inexistente. Sólo la negrura lo rodeaba cuando deslizó el arma de nuevo
en su vaina.
“Sí, mucho es lo que hemos perdido. Pero
quedamos unos pocos que recordamos. Recordamos los antiguos mitos, y se los
enseñamos a los demás. Y atacamos donde más le duele, porque le conocemos.
Conocemos al Gran Enemigo, y no tenemos nada que temer, sabiendo que El que Ríe
es más astuto que la Sedienta, y no dejará que devore nuestras almas.”
El estilizado yelmo fue colocado lentamente cubriendo su
cabeza y ocultando su rostro bajo una inexpresiva placa facial. Al hacerlo, sintonizó
con la mente de su portador, y la armadura de material psico-receptivo reaccionó
levemente, ajustándose al nuevo estímulo.
“Tantos milenios de existencia
miserable vagando por las estrellas, con el único propósito de recuperar lo que
se nos arrebató, con la única guía de no repetir los errores del pasado… Grande
ha sido el daño infligido a los nuestros…”
Del exterior, a pesar de encontrarse en una cámara
sellada, empezaba llegarle el eco del
combate, de la guerra. No era un sonido, eran las mentes de los suyos, el coro
psíquico que formaban inconscientemente todos los eldar que componían la banda
cuando se encontraban a punto de entrar en combate. Demasiadas mentes eldar
odiando juntas, sintiendo juntas una sed de sangre que su raza había albergado
desde hacía milenios. Él mismo la sentía.
“…Tanto que es difícil de comprender.
Tan grande es nuestra deuda… Tanto tenemos que hacerle pagar a la Sedienta. Ella
y sus semejantes conocerán nuestro sufrimiento, y no osarán deleitarse con ello.
Exterminarlos nos hace fuertes. No hay piedad, no hay remordimientos, no hay
motivo para contenerse. Sólo venganza.”
La mano se abrió y se cerró lentamente, dejando que el
guantelete de psicoplástico se dilatara y se contrajese con sus movimientos. El
material mostraba una agradable elasticidad a pesar de la protección que
brindaba. Desenfundó la alargada pistola blaster, cuyos disparos utilizaban una
tecnología de luz oscura que había llegado a someter la energía de las
estrellas. Encerraba el poder destructivo de un diminuto sol colapsando en cada
disparo. El arma fue sacada de la funda con un movimiento fluido y veloz, y a
continuación la hizo girar sobre sí misma con soltura, como lo haría un pistolero
en una exhibición. Como si se tratase de una herramienta muy familiar.
“No hay miedo. Cegorach vela por
nuestras almas, y la fortuna estará de nuestro lado.”
Un pensamiento activó el dispositivo de proyección
holográfica, y su armadura de esbelto diseño se vio rodeada por un sinfín de
motivos caleidoscópicos. Cada leve movimiento creaba borrones de vivos colores
y desdibujaba su figura. El campo de
distorsión funcionaba.
“Somos la venganza. Todos deben morir.”
Errith Voidwalker salió finalmente de su meditación. En
aquel momento no era el ser que conocían sus tripulantes la mayor parte del
tiempo. No era el líder extravagante, propenso a las bromas. No era el Príncipe
Corsario dispuesto al estudio de las diferentes estrategias con que se podía
abordar una situación sin sufrir riesgos innecesarios para su flota. En aquel
momento era un depredador, un asesino. Alzó la vista y sus pupilas, dilatadas
por la oscuridad, se contrajeron hasta formar un minúsculo punto en su iris color
miel. A través de la lisa máscara facial de su yelmo, adornado con un penacho,
sus ojos observaron que la nave estaba en posición.
Enfocó un pensamiento en un circuito concreto de su
armadura, y las alas de hueso espectral de su reactor dorsal respondieron a su
orden y se desplegaron, confiriendo a Errith el aspecto de un gran insecto
humanoide. Caminó hasta salir de la estancia de meditación, y se dirigió en
silencio hasta la plataforma de salto. Allí le esperaba su escuadra, sus
mejores corsarios, todos ellos dignos de su confianza. Atrás había quedado el tiempo
de la negociación, la piratería o la observación silenciosa.
Los bípodes de incursión ya estaban saltando desde la
atmósfera inferior, con sus retro-reactores maniobrando entre las espesas nubes
y aminorando la caída. Sus naves ya habían comenzado el bombardeo sombrío,
oscureciendo el cielo del planeta en aquella región. Sus enemigos estarían
desconcertados y reinaría la confusión. Su banda se llamaba los Incursores
Nocturnos, y aquellos miserables estaban a punto de descubrir por qué.
Los Arlequines ya debían de haber llegado a la superficie,
a través de alguno de sus portales secretos, y estarían sembrando la muerte
entre los lamentables habitantes de aquel mundo. Sus corsarios alados empuñaban
las armas y esperaban una orden suya. Dio la señal, y toda la escuadra saltó al
vacío con la gracilidad de una bandada de halcones gremynianos, para después
abrir sus alas y activar con un zumbido agudo los impulsores que todos llevaban
a la espalda. Descendieron en picado, atravesando la turbulenta atmósfera de
aquel mundo, plagada de tormentas eléctricas. Sabían que toda la banda
corsaria, todas las naves de su flota, estaban desembarcando guerreros en ese
mismo instante. El cielo se volvió completamente opaco, de un negro
alquitranado, fruto de las bombas de oleada sombría que habían detonado
momentos antes a varios kilómetros sobre ellos. Los sistemas de sus cascos les
permitían ver en la oscuridad, pero no distinguieron bajo ellos los fogonazos
de los disparos de cañones antiaéreos ni los destellos de las armas de menor
calibre. Eso significaba, casi con seguridad, que no habían detectado su
presencia. Su ataque sería tan inesperado como inmisericorde.
El Gran Enemigo nunca debió haberse adentrado en sus
dominios, ni osar invadir un Mundo Virgen. Había pasado ya un tiempo desde que
esa escoria profanara con su presencia este mundo puro, y seguramente los
intrusos habían pensado que no habría consecuencias, que habían salido impunes
de ello. A estas alturas, seguramente habrían dado ya por hecho que podían establecer
una de sus inmundas guaridas en un mundo ancestral de la raza eldar, sin que
los localizaran... Pero aún quedaban algunos que patrullaban los antiguos
dominios, y que recordaban esa deuda. Había mucho por lo que hacerles pagar.
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