domingo, 2 de febrero de 2020

Meditación y Muerte





“Antaño fuimos los amos de esta galaxia, sí. Fuimos inmortales, poseedores de un conocimiento y un poder con el que ahora sólo podemos soñar. Nuestra raza vivía sin preocupación alguna, deleitándose con la propia existencia, recreándose en sus propias sensaciones. Oh, cuántas cosas perdidas… Cuán profunda fue la Caída, que nos precipitó desde la cúspide de la creación hasta lo que somos ahora.”

Una figura solitaria, esbelta, se erguía en silencio en la penumbra de la sala, a solas con sus pensamientos. A través del amplio ventanal que tenía delante, la luz de las estrellas bañaba tenuemente la estancia.


“Una raza casi extinguida, viviendo en el pasado, rememorando glorias perdidas, leyendas ancestrales apenas recordadas por unos pocos. Perseguidos eternamente, hasta el día del Acto Final, por nuestra propia perdición… Acechados a cada instante por ese ser terrible, ese depredador que rastreará nuestras almas allá donde estemos si bajamos la guardia un solo instante… Oh, sí, esa criatura. Nosotros somos la causa de que exista, y ella es la causa de nuestra desgracia. Esa criatura siempre Sedienta, y sus hermanos.”

Una espada refulgió en la oscuridad, con su filo emitiendo el brillo tenue que indicaba que el campo disruptor estaba activado. Una hoja que podría cortar cualquier objeto de la habitación sin esfuerzo. Un par de tajos de práctica y una finta mostraron la destreza de su portador a un público inexistente. Sólo la negrura lo rodeaba cuando deslizó el arma de nuevo en su vaina.

 “Sí, mucho es lo que hemos perdido. Pero quedamos unos pocos que recordamos. Recordamos los antiguos mitos, y se los enseñamos a los demás. Y atacamos donde más le duele, porque le conocemos. Conocemos al Gran Enemigo, y no tenemos nada que temer, sabiendo que El que Ríe es más astuto que la Sedienta, y no dejará que devore nuestras almas.”

El estilizado yelmo fue colocado lentamente cubriendo su cabeza y ocultando su rostro bajo una inexpresiva placa facial. Al hacerlo, sintonizó con la mente de su portador, y la armadura de material psico-receptivo reaccionó levemente, ajustándose al nuevo estímulo.

“Tantos milenios de existencia miserable vagando por las estrellas, con el único propósito de recuperar lo que se nos arrebató, con la única guía de no repetir los errores del pasado… Grande ha sido el daño infligido a los nuestros…”

Del exterior, a pesar de encontrarse en una cámara sellada, empezaba  llegarle el eco del combate, de la guerra. No era un sonido, eran las mentes de los suyos, el coro psíquico que formaban inconscientemente todos los eldar que componían la banda cuando se encontraban a punto de entrar en combate. Demasiadas mentes eldar odiando juntas, sintiendo juntas una sed de sangre que su raza había albergado desde hacía milenios. Él mismo la sentía.

“…Tanto que es difícil de comprender. Tan grande es nuestra deuda… Tanto tenemos que hacerle pagar a la Sedienta. Ella y sus semejantes conocerán nuestro sufrimiento, y no osarán deleitarse con ello. Exterminarlos nos hace fuertes. No hay piedad, no hay remordimientos, no hay motivo para contenerse. Sólo venganza.”

La mano se abrió y se cerró lentamente, dejando que el guantelete de psicoplástico se dilatara y se contrajese con sus movimientos. El material mostraba una agradable elasticidad a pesar de la protección que brindaba. Desenfundó la alargada pistola blaster, cuyos disparos utilizaban una tecnología de luz oscura que había llegado a someter la energía de las estrellas. Encerraba el poder destructivo de un diminuto sol colapsando en cada disparo. El arma fue sacada de la funda con un movimiento fluido y veloz, y a continuación la hizo girar sobre sí misma con soltura, como lo haría un pistolero en una exhibición. Como si se tratase de una herramienta muy familiar.  

“No hay miedo. Cegorach vela por nuestras almas, y la fortuna estará de nuestro lado.”

Un pensamiento activó el dispositivo de proyección holográfica, y su armadura de esbelto diseño se vio rodeada por un sinfín de motivos caleidoscópicos. Cada leve movimiento creaba borrones de vivos colores y desdibujaba su figura. El campo  de distorsión funcionaba.

“Somos la venganza. Todos deben morir.”

Errith Voidwalker salió finalmente de su meditación. En aquel momento no era el ser que conocían sus tripulantes la mayor parte del tiempo. No era el líder extravagante, propenso a las bromas. No era el Príncipe Corsario dispuesto al estudio de las diferentes estrategias con que se podía abordar una situación sin sufrir riesgos innecesarios para su flota. En aquel momento era un depredador, un asesino. Alzó la vista y sus pupilas, dilatadas por la oscuridad, se contrajeron hasta formar un minúsculo punto en su iris color miel. A través de la lisa máscara facial de su yelmo, adornado con un penacho, sus ojos observaron que la nave estaba en posición. 

Enfocó un pensamiento en un circuito concreto de su armadura, y las alas de hueso espectral de su reactor dorsal respondieron a su orden y se desplegaron, confiriendo a Errith el aspecto de un gran insecto humanoide. Caminó hasta salir de la estancia de meditación, y se dirigió en silencio hasta la plataforma de salto. Allí le esperaba su escuadra, sus mejores corsarios, todos ellos dignos de su confianza. Atrás había quedado el tiempo de la negociación, la piratería o la observación silenciosa.
Los bípodes de incursión ya estaban saltando desde la atmósfera inferior, con sus retro-reactores maniobrando entre las espesas nubes y aminorando la caída. Sus naves ya habían comenzado el bombardeo sombrío, oscureciendo el cielo del planeta en aquella región. Sus enemigos estarían desconcertados y reinaría la confusión. Su banda se llamaba los Incursores Nocturnos, y aquellos miserables estaban a punto de descubrir por qué.

Los Arlequines ya debían de haber llegado a la superficie, a través de alguno de sus portales secretos, y estarían sembrando la muerte entre los lamentables habitantes de aquel mundo. Sus corsarios alados empuñaban las armas y esperaban una orden suya. Dio la señal, y toda la escuadra saltó al vacío con la gracilidad de una bandada de halcones gremynianos, para después abrir sus alas y activar con un zumbido agudo los impulsores que todos llevaban a la espalda. Descendieron en picado, atravesando la turbulenta atmósfera de aquel mundo, plagada de tormentas eléctricas. Sabían que toda la banda corsaria, todas las naves de su flota, estaban desembarcando guerreros en ese mismo instante. El cielo se volvió completamente opaco, de un negro alquitranado, fruto de las bombas de oleada sombría que habían detonado momentos antes a varios kilómetros sobre ellos. Los sistemas de sus cascos les permitían ver en la oscuridad, pero no distinguieron bajo ellos los fogonazos de los disparos de cañones antiaéreos ni los destellos de las armas de menor calibre. Eso significaba, casi con seguridad, que no habían detectado su presencia. Su ataque sería tan inesperado como inmisericorde. 

El Gran Enemigo nunca debió haberse adentrado en sus dominios, ni osar invadir un Mundo Virgen. Había pasado ya un tiempo desde que esa escoria profanara con su presencia este mundo puro, y seguramente los intrusos habían pensado que no habría consecuencias, que habían salido impunes de ello. A estas alturas, seguramente habrían dado ya por hecho que podían establecer una de sus inmundas guaridas en un mundo ancestral de la raza eldar, sin que los localizaran... Pero aún quedaban algunos que patrullaban los antiguos dominios, y que recordaban esa deuda. Había mucho por lo que hacerles pagar.

“Esta vez, nadie vivirá para contar la historia.”

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