Había sido un combate cruento, sangriento. Muchos de ellos
habían perdido la vida, pero habían abatido a la bestia escamosa. Narghor en
persona le había asestado el golpe de gracia, aunque para entonces el monstruo
sangraba ya por decenas de heridas y en su lomo se habían clavado numerosas
lanzas, hachas y flechas. Habían venido a reclamar esa parte del bosque de Drakwald,
que les correspondía por derecho, y quien quisiera disputarles su territorio
debería enfrentarse a la fuerza del rebaño, incluso aunque se tratase de un ser
como aquel.
La bestia, cuyo cuerpo reptiliano eran tan largo como un árbol caído, yacía entre los restos ensangrentados de los guerreros de la tribu del Cuerno Quebrado. Sus grandes alas membranosas habían quedado desplegadas, magnificando aún más su enorme tamaño, y su mandíbula alargada y repleta de dientes aserrados aún estaba teñida de rojo. Quizá sus antepasados hubieran sido los orgullosos y poderosos dragones contra los que batalló la tribu de Sigmar en los albores de la historia. De ser así, sin duda las energías del Caos habían acabado con cualquier esplendor o sabiduría que pudiera quedarle a su linaje, dejando sólo una bestia hambrienta, rabiosa y estúpida, deseosa de matar aunque no fuese para comer.
Alrededor de Narghor se congregaron sus bestigors, sus
mejores y más fuertes guerreros, ansiosos por probar la carne y la sangre de
tan poderoso enemigo. Ellos serían los primeros en hacerlo, pues se habían
ganado ese derecho luchando en primera fila en cada batalla. Los primeros en
derramar sangre y los primeros en beberla. Detrás, todo lo que quedaba de la
tribu del Cuerno Quebrado se acercaba con las armas aún preparadas,
desconfiando de que la criatura estuviese realmente muerta. Desde los
imponentes gors hasta los ágiles ungors, todos querían arrancar la carne de los
huesos y asarla en una gran hoguera. Enormes mastines olisqueaban el aire y gruñían
mientras trotaban excitados junto a sus bestiales amos. Pero habría que esperar, pues el ritual
vendría primero. Primero, se les ofrecería la carne y la sangre a los Dioses.
Narghor terminó de separar la cabeza de la bestia del resto de su cuerpo y, forzando los músculos de sus brazos, la alzó por encima de su cabeza con un bramido, dejando escapar una nubecilla de vaho que se elevó en el aire frío. Toda la manada respondió al brutal aullido de victoria. Llevando en sus brazos aquella cabeza horrenda, que un hombre adulto fornido no habría podido levantar del suelo, Narghor se aproximó a las piedras sagradas.
A su paso iba dejando atrás no sólo troncos caídos y rocas cubiertas de musgo parduzco, sino también cráneos, huesos y armas oxidadas. Lanzas partidas, cascos de metal aplastados como cáscaras de nuez, espadas medio enterradas por la hojarasca. Diseminados entre la maleza, más restos empezaban a hacerse visibles, y eran mucho más antiguos que los que había dejado su rebaño aquella noche. Costillares, fémures… allí habían caído hombres bestia y pielesverdes. Y ninguno había quedado entero. La bestia nunca los dejaba enteros.
El campeón hombre bestia se aproximó al chamán del rebaño, quien esperaba ante el lugar de la ofrenda. Era Snaldrak Shadowbringer, el mismo chamán que le había mirado a los ojos y le había nombrado líder de la manada la noche en que Narghor había acabado con el antiguo jefe. Recordaba aquella noche, hace ya muchas lunas, en que desafió al líder de la tribu en combate singular y después arrojó su cuerpo despedazado a los mastines, mientras él mismo sangraba por numerosos cortes y cornadas. Aquel fue un día aciago para los imperiales cuyos hogares estaban cerca del bosque de Drakwald, pues bajo el liderazgo de Narghor la tribu se volvió más astuta y escurridiza, y una nueva inteligencia maliciosa empezó a guiar sus incursiones. Las patrullas de caballeros que los condes de Nordland y Middenland solían enviar cada cierto tiempo, para erradicar a las bestias y mantener su población a raya, comenzaron a encontrar cada vez más complicada su tarea, hasta que con el tiempo empezaron a ser ellos quienes sufrían las emboscadas y eran cazados al adentrarse en la espesura. Los cuerpos de los caídos eran encontrados días después en los cruces de caminos, siempre sin cabeza, y sólo reconocibles por los blasones. Más de un noble importante encontró la muerte entre las sombrías ramas del Drakwald, y con el tiempo fueron menos las patrullas que se enviaban a la zona, pues eran tiempos aciagos y conflictivos para el Imperio, y ningún conde elector quería perder muchos caballeros dando caza a la escoria del bosque. Las pocas posadas fortificadas aún en pie, que habían brindado cierta seguridad en algunos trechos de la Vieja Carretera, fueron asaltadas. Sus habitantes fueron devorados o aún peor. Y así, había crecido la influencia del rebaño de Narghor.
Snaldrak bramó y clavó en el suelo su cayado, del que
colgaban trofeos y runas. Todos los hombres bestia se detuvieron. Era el lugar
y el momento, y Narghor lo sabía también. A su alrededor, el claro brillaba con
la luz que la luna proyectaba entre las nubes. Los gigantescos árboles, que en
esta zona eran más retorcidos y tenían la corteza más ennegrecida de lo
habitual, dejaban paso de pronto a una hondonada sin vegetación. En este claro
se encontraban, pues en él habían encontrado y dado muerte a la bestia. Era un gran
círculo de tierra en el que nada había crecido desde hacía siglos. En su centro
se alzaban ocho grandes menhires, cada uno de ellos tres veces más alto que un
gor, grabados con motivos primitivos, espirales y líneas serpenteantes, medio
cubiertos por el musgo. El círculo, con sus ocho piedras, servía de antesala a
un dolmen edificado con menhires semejantes, con algunos de ellos colocados en
horizontal sobre los demás formando una especie de tosco templete techado. La
piedra que lo coronaba tenía grabadas runas antiguas, en un lenguaje que sólo
los demonios podrían haber leído, y la estrella de ocho puntas del Caos en el
centro. Era el lugar sagrado. El que llevaba tanto tiempo olvidado y
desatendido, sin que nadie ofreciese sangre caliente a las piedras. Sin
embargo, los montones de cráneos y armas melladas aún estaban apilados como
ofrendas a su alrededor, dando testimonio de su antiguo esplendor, antes de que
los Dioses fuesen olvidados en esa parte del bosque.
Grandes y sangrientas
habían sido en el pasado las luchas entre las manadas del Drakwald por poseer
aquel lugar de poder, aquellas piedras sagradas con las que atraer el favor de
los Dioses Oscuros. Roshkar el Aplastador y sus guerreros habían exterminado a
la tribu de los Pezuñas Sangrientas, y habían mantenido esa zona como su
territorio hasta que los dioses les retiraron su favor, y el rebaño de Thorkoth
Ojo Gris acabó con ellos. Pero Thorkoth había sido derrotado hacía mucho tiempo
por los orcos de la tribu Dientehierro, que habían ocupado el territorio,
impidiendo desde entonces que se realizaran ofrendas en el templo…
Y después, un día, había llegado la bestia.
Se decía que había anidado en lo más profundo del bosque, y que había devorado a la mitad de los orcos y goblins de los Dientehierro antes de que éstos se vieran forzados finalmente a abandonar sus dominios y desplazarse hacia el oeste, donde se enfrentaron a otras manadas de hombres bestia.
Barglut Dientehierro había sido un jefe orco brutal y
poderoso, y había mantenido a sus enemigos astados a raya en aquella parte del
Drakwald durante varios inviernos, hasta que entró en batalla contra el rebaño
de Narghor. El hombre bestia había simulado huir de los orcos de Barglut y los
había conducido a una emboscada, llevándoles hasta una pared rocosa para
después tocar su cuerno y, a su señal, emerger de entre los árboles grupos de gors
y ungors que azuzaban a manadas de mastines hambrientos y se les echaban encima
por los flancos y la retaguardia. Los pielesverdes habían sido cogidos por
sorpresa y diezmados, y la única que vía de escape que le quedaba al orco y sus
supervivientes era una cueva que llevaba al cubil de un troll especialmente
hambriento y voraz, cosa que Narghor ya sabía. Y así, de Barglut Dientehierro
apenas quedó el casco con cuernos que portaba. El propio Narghor lo dejó como
ofrenda en la piedra de la manada de los Cuerno Quebrado.
Y entonces, tras haber abatido a todas las presas que le habían disputado su dominio del bosque y haber dejado sus cráneos en la piedra de la manada para regocijo de los Dioses, llegó la hora de la gran cacería. Los hijos astados del Caos, los verdaderos vástagos de los Dioses Oscuros, debían recuperar el dominio de aquella hondonada, y del santuario que tan desatendido había estado a causa de los invasores.
Pero esa noche, por primera vez desde hacía muchos
inviernos, las hogueras volvieron a brillar alrededor del santuario de los
poderes oscuros. Los hombres bestia hicieron cabriolas a su alrededor,
chillaron y bramaron, y a muchas leguas de distancia pudieron oírse los
blasfemos sonidos de aquel aquelarre, haciendo que más de un aldeano imperial
se estremeciese en su cabaña. El cráneo de la bestia fue dejado como ofrenda frente
al dolmen, para gran júbilo de toda la tribu, y su carne fue devorada en un
festín de sangre y victoria. Varios chamanes emergieron de la espesura, sin que
ningún miembro del rebaño les atacara, pues eran elegidos de los Dioses.
Snaldrak se unió a ellos, y juntos entraron en el círculo de piedras sagradas y
llevaron a cabo un antiguo ritual, emitiendo sonidos guturales, palabras en la
lengua negra que ninguna boca humana podría haber articulado. En la verdadera
lengua del Caos invocaron el favor de sus dioses, ofreciéndoles la sangre de la
bestia.
Morrslieb, la luna de las brujas, brillaba con fuerza alumbrando el
claro, y uno a uno los chamanes se sumieron en trance, echando espuma por la boca
y convulsionándose con los brazos extendidos hacia el cielo nocturno. Largo
tiempo estuvieron así, y Narghor esperó inmóvil mientras la manada devoraba a
la bestia pedazo a pedazo. Los centigors bebían cerveza en cuernos curvos y los
mastines aullaban a la luna, y Narghor esperaba. Finalmente la comunión de los
chamanes con los Dioses llegó a su fin, y Narghor fue llamado al círculo
sagrado. Entonces se hizo el silencio, todos los ojos del rebaño estaban fijos
en su líder, pues se avecinaba el momento. Los Dioses hablarían con él, si su
victoria había sido de su agrado.
Snaldrak se cortó la palma de la mano con un tosco cuchillo
de ónice, y con su sangre aún caliente tocó la frente de Narghor, otorgándole
así la marca del cazador y la bendición oscura. La herida de la mano del chamán
se cerró al instante, pues ya había servido a su propósito, y el líder de la
manada avanzó entonces hacia el interior de aquel templete ancestral. Debería
encontrarse a solas con los Dioses. Si éstos aceptaban su ofrenda y le juzgaban
digno de regresar con vida, volvería junto a su tribu. Si no, engrosaría los
montones de huesos que se amontonaban en el santuario, como una ofrenda más.
El aspirante desapareció al adentrarse en la negrura del
interior. Una estrella fugaz surcó el cielo, en dirección al lejano norte, y
reinó el silencio en el Drakwald. Sólo el viento y el crepitar de la madera al
fuego se oían en la noche, y así siguió hasta que las llamas se redujeron a
brasas, sin que ninguno de los hombres bestia se molestase en avivarlas, pues
todos los ojos y oídos estaban clavados en las piedras de poder. Cuando los Dioses
hablaban, sólo un necio osaba interrumpirles.
Cuando Narghor volvió a salir, lo hizo empuñando una enorme
lanza de hoja negra. Antaño quizá habría sido el arma de algún famoso paladín
del Caos, dejada como trofeo. Ahora era suya, pues los Dioses le habían
permitido coger uno de los tesoros del santuario, uno solamente, y él había
elegido una lanza con la que cazar a sus presas. Pero el regalo más valioso que
los Dioses le habían concedido no era aquella magnífica arma, sino una visión:
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