Saludos a todos, damas y caballeros.
A estas alturas ya no tiene mucho sentido repetir lo mucho que nos gusta narrar historias en el Troglablog. Nuestras partidas son, ante todo, una excusa para contar las andanzas y desventuras de nuestros personajes, que van desfaciendo entuertos o creándolos. Y una parte importante de la narrativa de un personaje es, cuando llega el momento oportuno, su muerte.
Imagen de Michael Whelan |
Aunque pueda parecer que no, lo narrativo también tiene su complejidad si se quiere hacer una cosa coherente y molona. En el caso de Chantal y su cábala, mi problema viene del hecho de que este personaje comenzó su andadura en la Segunda Era de Mordheim, lo que quiere decir que debió haber nacido en el siglo XX del Calendario Imperial. No obstante, hace unos años echamos una campaña en la que un amigo llevaba unos Goblins de la tribu de Skarsnik, que es un personaje "contemporáneo" dentro del Trasfondo de Warhammer. La solución, como escribí en esta entrada, no tenía tanto que ver con la longevidad de Chantal (siendo una nigromante es posible) sino con su eterna juventud, pero creo que la salvé satisfactoriamente.
Por su parte, la campaña "Manuscrito Hallado en Zaragoz" estaba en principio fijada en una fecha que no sabía determinar, pues tiene que ser por narices posterior a los eventos de la novela "Zaragoz", y no sabía en qué año se desarrollan. Pero, investigando, vi que el año es 2502 CI, posterior por tanto al 2460/70 en que está ambientado el relato del que os hablaba. Así que ya podía matar a alguna de las participantes en el relato... Cosa que acabo de hacer.
Os dejo con la historia. Espero que os guste.
MUERTE DE UNA BRUJA
La vida de Gonzalo se había visto truncada por la espada. Concretamente, la que había asesinado a su padre cuando él apenas tenía siete años. La herida no le había matado al instante, así que Gonzalo había tenido que soportar la tortura adicional de ver cómo la vida se le escapaba a su padre hasta su inevitable final.
Y sin embargo, la espada también le había concedido la vida. Movido por la venganza, entrenó hasta convertirse en un gran duelista, uno de los mejores de Magritta, y mató al asesino de su padre. Satisfecha la deuda de sangre, su habilidad con las armas le procuró un sitio en la Compañía del Capitán Rodrigo. Era un oficio gracias al cual nunca le faltaban emociones, viajes, ni comida caliente. La espada era su compañera y su sustento.
Y se esforzó por olvidar todo lo relacionado con la muerte de su padre y aquellos días dolorosos… excepto una cosa. La herencia que, junto con su ropera, le había transmitido. Una bala de pistola. Una bala exactamente igual que todas las demás en apariencia, mas no para su padre.
“La bendijo una sacerdotisa de Myrmidia. Ojalá nunca llegue el momento de usarla, pero si llega, desterrará el mal y te protegerá… hijo mío”.
Gonzalo no había usado la bala al matar al asesino de su padre. Lo había ejecutado con frío acero, como se merecía. Quizá nunca llegara a usarla, después de todo lo que había vivido. Pero la seguía guardando, como la memoria de su padre.
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Si había tenido algún nombre, se había perdido hacía mucho tiempo. Sus compañeros en la Compañía le llamaban simplemente “El Gordo”. Aquello no era ningún insulto, más bien al contrario: para un ogro, el tamaño de su panza guarda una correlación directa con su autoestima.
“El Gordo” era un buen luchador, y un tipo fiable, al menos para ser un ogro. Los demás mercenarios le apreciaban porque sabían que, mientras él estuviera ahí, los enemigos tendrían que pasar por encima de tres metros y cuatrocientos kilos de mala leche blandiendo un hacha tan grande como un hombre adulto. Tener un respaldo así suele inspirar confianza.
Pese a esa apariencia, “El Gordo” era afable fuera del campo de batalla. Cuando se sentaba frente a la hoguera con los demás soldados, éstos sabían que la comida y la bebida iban a desaparecer rápido, pero el ogro representaba una compañía que se esforzaba por ser agradable, con esa cortesía extraña que tienen quienes tienen miedo de partirle la columna vertebral a un colega con un golpetazo amistoso. Se sabía tres o cuatro chistes que repetía hasta la saciedad, pero su forma de contarlos hacía que fueran graciosos incluso a la vigésimo quinta vez. Había viajado mucho, y conocía muchas historias de muchos lugares diferentes, aunque solían girar en torno a lo que se comía en ellos.
Aunque pareciera un tontorrón, “El Gordo” sabía muchas cosas. Pero los dioses habían sido clementes con él, y le habían ocultado muchas otras.
Entre ellas, que aquel día iba a morir.
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Desde su nacimiento, Nadia había estado maldita. El año en que nació fue el mismo en que el cometa destruyó Mordheim, la Ciudad de los Condenados. Once años después, Vlad Von Carstein utilizó buena parte de la piedra bruja obtenida en la ciudad para lanzar el temible hechizo del Despertar e iniciar las Guerras de los Vampiros. Nadia vivió aquello en primera persona, pues había nacido en la miserable villa de Essen, una de las aldeas de Ostermark más cercanas a Sylvania y seguramente la más encantada de todo el Imperio.
Nadia portaba la marca de Shyish, el Viento de la Muerte, en su interior. Era, además, una mujer extraordinariamente bella, y esas dos cualidades fueron determinantes para que Chantal, la nigromante más perversa que jamás haya conocido el Imperio, la eligiera como su amante y miembro de su cábala nigromántica.
Tal grupo estaba formado por un grupo de brujas cuya característica compartida no era únicamente su belleza, sino también su extremo sadismo. Nadia no era la peor en ese sentido, pero había algo en su crueldad que la hacía particularmente inquietante, y era la alegría y la inocencia con la que era capaz de llevar a cabo atrocidades innombrables. Aunque ninguna de las hechiceras fuera una persona totalmente cabal, el contacto entre la mente de Nadia y la realidad se había roto irremediablemente mucho tiempo atrás, y jugaba con carne y sangre humanas como una niña lo haría con sus muñecas.
Es por ello que, cuando mató a aquel ogro, lo hizo riendo.
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“El Gordo” necesitó unos momentos para situarse. Su mente de ogro funcionaba así: solo podía hacer una cosa a la vez, pero la hacía con feroz entusiasmo. Tres minutos antes, lo que estaba haciendo era masacrar con su enorme hacha a esa especie de caníbales degenerados que las brujas habían traído consigo; dos minutos antes, los estaba persiguiendo y rematando mientras huían; y un minuto antes, estaba intentando decidir si el sabor de aquellas criaturas era suficientemente bueno como para arrancar más muslos y devorarlos.
Tras determinar que no, miró a su alrededor, un tanto desorientado. Necesitaba un nuevo curso de acción en que fijar su atención, pero la batalla había entrado en una fase un tanto caótica y las líneas del frente ya no estaban claras.
“¡Gordo! ¡Por aquí!”
Se fijó en quién le había gritado, y vio a Gonzalo, uno de los duelistas de la Compañía. Le caía bien aquel hombre, así que le hizo caso y se fijó en quién era la persona a la que estaba señalando: una de las nigromantes, que intentaba escabullirse al abrigo de una formación rocosa.
La mente del Gordo se vio revitalizada por alcanzar un nuevo propósito, y echó a cargar hacia la bruja con toda su fuerza, gritando y blandiendo el hacha.
La bruja sonrió.
Aquello desconcertó al Gordo. No era habitual que la gente sonriera cuando una mole de cuatrocientos kilos como él corría hacia ellos.
Unos zarcillos de oscuridad pura surgieron de las manos de la hechicera y envolvieron al Gordo, que detuvo su carga en seco. Sentía como si el mismo infierno estuviera danzando en torno a él, y una fuerza espantosa, mucho mayor que nada que hubiera conocido nunca, le envolvía y le aplastaba contra el suelo. Comenzó a llorar sangre mientras su cuerpo ardía. En unos segundos, lo único que quedó del Gordo fue su esqueleto, en medio de un espeluznante charco formado por sangre y carne derretida.
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Gonzalo reprimió a duras penas una arcada. Quería apartar los ojos de lo que estaba sucediendo al ogro, pero no podía. Parte de él se negaba a aceptar que aquello hubiera podido pasar delante de sus ojos. Comenzó a temblar, y no sabía si era por miedo, por furia, o por ambas cosas.
Miró a la mujer que había hecho aquello con su compañero. Estaba riendo. Y lo peor de todo era que no era la risa de una maníaca o una persona malvada, sino una risa inocente, armoniosa. Si Gonzalo hubiera escuchado esa risa en Zaragoz, habría recorrido todas sus calles para encontrar a la mujer a la que pertenecía y cortejarla.
Fue gracias a eso que su ira se impuso a su miedo. Aquello no era natural, aquello no podía existir. Era una monstruosidad, un atentado contra todo cuanto de bueno y deseable pudiera haber en el mundo. Y supo que había llegado el momento.
Cogió la bala que le había dado su padre en su lecho de muerte, cargó la pistola con ella, y apuntó hacia la bruja.
“Padre, guía mi mano”
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La mente distorsionada de Nadia percibía la matanza y la muerte como un juego que se estuviera representando en un tablero, como los teatrillos de marionetas que había visto en su niñez en la villa encantada de Essen. Los colores brillaban y se apagaban al azar, cambiaban en distintas tonalidades de púrpura según las almas triunfaban o morían. Los gritos de terror tenían una solidez propia, eran como flechas de amatista que viajaban por el éter hacia la inmensidad del destino. Era un espectáculo hermoso, cómico en cierta medida.
Sabía que había matado a aquel ogro, pero no era totalmente consciente de lo que representaba la muerte. Para ella, el mundo de los vivos y de los muertos nunca había estado separado. Las barreras que el resto de los mortales trazaban entrambos conceptos eran intrascendentes para ella, y se habría sorprendido mucho de saber que los humanos temían a la muerte por considerarla el fin de algo. No habría sido capaz de comprenderlo.
Los estertores del ogro al ser destruido fueron como los movimientos de las marionetas mal sujetas, y Nadia rio al imaginar que se cortaban los hilos. Su mente viajó a esas escenas, reviviéndolas con total claridad, y no dejó de reír hasta que sintió un impacto en su pecho.
Miró hacia abajo. Su esbelto torso estaba convertido en una masa sanguinolenta a la altura del corazón. Murió sin tener tiempo siquiera de entender qué acababa de suceder.
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Aunque Chantal la hubiera sobrepasado hacía muchos siglos, había sido Beatrice quien le había iniciado en los senderos oscuros de la nigromancia. La bruja de Mousillon era una hechicera muy capaz, pues a su natural afinidad con los vientos de la magia unía una curiosidad insaciable y un oscuro deseo de causar tanto dolor como fuera posible. Siglos de experiencia habían hecho que la muerte y la no vida no tuvieran misterios para ella.
No obstante, incluso sin esos conocimientos no habría dudado en saber que Nadia estaba muerta.
Gritó de espanto cuando vio que aquel estaliano disparaba a su amante, y la nube rojiza que brotó de su espalda a medida que la bala atravesaba su corazón. A la distancia a la que se encontraban, era imposible que una pistola pudiera alcanzar a la bruja de Essen con tanta precisión y tanta fuerza… salvo que hubiera magia en el asunto. En todo caso, no cabía duda de que Nadia estaba muerta antes incluso de que su cuerpo se desplomara sobre el árido suelo de Estalia.
Mandó a los zombis a recoger el cuerpo de la hechicera para evitar que los estalianos lo capturaran y la quemaran, como sin duda harían. Quizá mientras tuvieran su cuerpo podrían rescatar su alma de las despiadadas mareas del mundo que se encontraba más allá. Esa era su esperanza, paradójica en alguien que había consagrado su vida a romper esas barreras y profanar los cuerpos.
Entonces, miró fijamente al estaliano responsable de aquella muerte. Sus rasgos quedaron grabados en su mente, hasta el más mínimo detalle, y se juró a sí misma que le haría pagar por lo que había hecho.
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