Saludos a todos, damas y caballeros.
Hay momentos en la vida de una persona que, sin que pueda haber razón especial para ello, te dejan marcado de por vida. Clavy es psicólogo, quizá él puede explicar por qué. Él es responsable de uno de esos momentos en mi vida, cuando, hace aproximadamente mil doscientos años, me enseñó el Elder Scrolls IV: Oblivion. Debimos jugar unas seis o siete horas del tirón. Qué maravilla de juego.
Juegazo |
Aquello fue un día en que volvíamos de estar vendimiando, por tanto poco antes de que comenzara el otoño. Y, como digo, aquello se me quedó grabado en el cerebro por alguna razón, y desde entonces (y mira que ha pasado tiempo) mi cerebro siempre interpreta que otoño es momento de Oblivion. Tengo el ordenador lleno de incontables partidas que comienzan en otoño y terminan en invierno. Así que, como dije en la entrada anterior, cuando mi hijo mayor pilló un catarrillo, los astros se alinearon y nos refugiamos los dos en Tamriel para echar un buen rato.
Lo que traigo hoy es el relato de esa partida, que se enmarca en la campaña principal del reglamento de Rangers of Shadow Deep, por lo que previsiblemente continuará. Espero que os guste.
Constantino dirigió un potente tajo contra el lobo que se había abalanzado inconscientemente sobre él, matándolo al instante. Miró a su alrededor y vio que sus compañeros estaban haciendo lo propio, acabando con la escasa resistencia de las criaturas que se habían encontrado en el cementerio. Tras lo vivido en el pueblecito pesquero, pensaba que lo que vería en el camposanto sería mucho peor, pero más allá de algunos lobos y unos pocos zombis no habían tenido mayores problemas. Aquello podía interpretarse en un buen sentido, dando a entender que, fuera lo que fuera a lo que se enfrentaban, no era muy poderoso...
O podía interpretarse en un sentido mucho más inquietante. Quizá el mal que había arrasado aquel poblado de la Costa de Oro era tan poderoso, y su plan estaba tan avanzado, que no había sentido la necesidad de enfrentarse a aquel puñado de aventureros. Quizá Constantino ya no podía detener el terror que se abalanzaría sobre su amada ciudad, pasara lo que pasara. Su alma se rebelaba ante aquella posibilidad, pero bajo aquella ominosa sombra las esperanzas se desvanecían. Un terror informe pero cierto regaba aquellas tierras malditas, y ni todo el valor de un antiguo oficial de la Legión valía para sobreponerse.
Constantino alzó la mirada hacia las ruinas del Refugio del Cuervo. La fortaleza no estaba muy cerca de aquel cementerio, pero su posición privilegiada, elevada por encima de una elevada colina, la hacía fácilmente visible. Pese a su nombre, aquel sitio no había sido construido para guarecerse, sino para dominar. Su historia siempre había sido oscura, pues había sido el hogar de un poderoso vampiro, Lord Ludovicus. Aunque había sido asesinado hacía doscientos años, el sitio había permanecido corrompido por una oscuridad innombrable. Si, tal y como decía Oleana, el vampiro había vuelto...
Aquello era demasiado escalofriante como para ser cierto. Pero, por otra parte, ¿quién sino él podría haber hecho semejante matanza en el pueblo?
Constantino desvió la mirada de la inquietante fortaleza y miró a su alrededor. Los luchadores del gremio contratados por Oleana habían conseguido rescatar unos pocos pueblerinos del espantoso destino de ser enterrados vivos. Aquella habría sido una muerte terrible, pero Constantino no estaba seguro de que la vida que les esperara fuera muy halagüeña: su pueblo había sido arrasado, sus familiares y amigos asesinados, y probablemente habrían visto horrores suficientemente terribles como para quebrar su cordura. Vivirían, pero el terror sería su compañero por siempre desde ese momento.
Los luchadores estaban intentando dirigir a los supervivientes hacia una posición segura, aunque el campo de batalla ya estaba bastante controlado. Constantino se acercó a ellos. Tal y como imaginaba, eran pueblerinos, y estaban demasiado desorientados y aterrados como para que sirviera de nada preguntarles qué habían visto. No podría fiarse de sus respuestas. Seguramente lo mejor era llevarlos de vuelta a su poblado, o incluso a Anvil, pues nada podrían encontrar en lo que antes había sido su hogar y ahora no era más que una ruina.
Entonces, algo captó su atención.
Uno de los supervivientes parecía algo más lúcido que los demás. Era un anciano, pero su cuerpo todavía mantenía algo de vigor, más del que habría resultado normal dadas las circunstancias en que había sido rescatado. Sus túnicas eran andrajosas, pero bajo ellas, el hombre parecía estar aferrándose desesperadamente a algo. Podía ser un amuleto, o también algo que no quería que los luchadores encontraran. Constantino lo llamó e hizo que se le acercara. Cuando estuvieron cerca, Constantino vio que el anciano quizá no estaba tan fuerte como había pensado en un principio, e hizo que se sentara en el suelo, al tiempo que hincaba una rodilla en tierra a su lado.
"¿Cómo te llamas?", preguntó el soldado.
"Vaserio Sibevius, señor. Soy... era el curandero de este pueblo"
"¿Qué ha sucedido?"
Vaserio tembló al rememorar los eventos que iba a relatar, pero, haciendo un gran esfuerzo, consiguió mantener la compostura.
"Hace dos noches, una horda de no muertos apareció por el pueblo. Mataron a muchos, a otros nos apresaron y nos trajeron aquí para enterrarnos vivos. No sé qué pretenderían conseguir con eso, pero me parece evidente que estaban dirigidos por una mente perversa"
"¿Vivía en vuestro pueblo un conjurador? ¿Sabéis qué ha sido de él?"
"Uno de nuestros vecinos era hechicero, ciertamente. Pero no sé qué ha pasado con él: no le vi aquella noche. Dado que no está entre nosotros, sospecho que habrá muerto"
Constantino frunció el ceño. Habían ido a aquel pueblo a buscar al maestro de Oleana, alguien que, según la hechicera, podía ser de ayuda para enfrentarse a aquel mal. Si realmente había muerto, la amenaza que se cernía sobre ellos había pensado de igual manera, pero había actuado con mayor rapidez.
"¿Qué más podéis decirme del ataque? ¿Visteis quién dirigía a los muertos?"
"No lo vi. Pero sé de dónde procedían"
Constantino miró inquisitivamente al anciano, y éste, por respuesta, señaló el Refugio del Cuervo con un gesto de abatimiento.
"¿Estáis seguro?"
El anciano rio con desesperación.
"¿De dónde podrían proceder si no? Nuestro pueblo se fundó poco después de la Crisis de Oblivion. La pesca aquí era buena, y todos debieron creer que el mal que habitaba el Refugio del Cuervo ya había desaparecido. Varias generaciones vivieron así, y todos siempre pensábamos que, aunque el mal probablemente volvería a alzarse, con un poco de suerte sería cuando ya hubiéramos muerto"
El anciano suspiró y terminó:
"Nuestros ancestros tuvieron esa suerte... pero nosotros no la hemos tenido"
Constantino asintió. En realidad era lo que esperaba. Le habría gustado escuchar otra respuesta, pero sabía que todas las pistas apuntaban en esa dirección.
"Una última cosa... ¿qué es eso que escondéis en vuestros ropajes?"
Un brillo extraño relampagueó en los ojos del anciano, pero desapareció tan pronto como había llegado. Constantino leyó aquello a la perfección. El anciano había considerado durante un segundo la posibilidad de huir o luchar, pero la había abandonado rápidamente. De entre sus ropajes extrajo un vetusto libro.
"¿Invocación de Azura?" dijo Constantino, leyendo el título.
"Guardadlo, guerrero. Al fin y al cabo, os será más útil a vos que a mí"
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