lunes, 8 de diciembre de 2025

El Lamento de Wallenstein: epílogo

Saludos a todos, damas y caballeros.

Todo lo bueno llega a su fin, y a medida que termina el año (que haya sido bueno o no ya dependerá de cada cual) también lo hace la campaña "El Lamento de Wallenstein". En dos entradas publicadas recientemente, que podéis ver aquí y aquí, narré la batalla final por la bodega de los Wallenstein, la cual, como podéis comprobar, ha quedado en muy mal estado. Condenados pielesverdes.

Imagen de Daible

Evidentemente, una campaña no se termina bien sin un relato de cierre adecuado, relato que además puede dar pie al surgimiento de nuevas historias conexas. Lo cual no será tanto mérito mío como de lo que pasó en la propia partida y de lo que decidieron los dados. Siempre he defendido que la forma correcta de afrontar este hobby es tomándoselo como una recreación narrativa y viendo cómo fluye la historia, y creo que cuando ésta se deja en manos del azar, los resultados suelen ser tremendamente satisfactorios (salvo que se les haya cogido cariño a personajes imaginarios representados por miniaturas de metal, pero ya tenemos una edad para según qué cosas)

En definitiva, os dejo con el relato final del Lamento de Wallenstein... e inicial de un nuevo comienzo. Espero que os guste.

EL LAMENTO DE WALLENSTEIN: EPÍLOGO

Aunque apenas tuviera veinte años, Leopold ya había vivido muchas cosas. No podía ser de otra forma para el heredero de una de las grandes familias del Imperio. Había conocido el miedo, la desesperación, la impotencia, la furia y el odio. Lo que no había experimentado era todas esas emociones, a tal nivel de intensidad, todas juntas a la vez. Pero, dada la situación en que se encontraba, no podía esperarse otra cosa de él.

Varios orcos negros lo tenían sujeto por los brazos mientras le obligaban a arrodillarse y le ponían la cabeza mirando al suelo. Había matado a unos cuantos de ellos, pero al final lo habían sometido y si no lo habían descuartizado era simplemente porque no querían. Eso podía resultar tranquilizador, pero Leopold sabía que si se estaba ahorrando el desmembramiento era porque le aguardaba algo peor en un futuro no demasiado lejano. En todo caso, ni siquiera eso era lo más preocupante de su estado.

Al fondo, la bodega de los Wallenstein era pasto de las llamas. Había fallado en defender el patrimonio de su familia y a los hombres bajo su mando, y las huellas de su fracaso no se borrarían jamás. Los cadáveres de cientos de hombres se unirían a las vigas del edificio y a las viñas en un abrazo final en la hoguera, y todo se perdería para siempre, para no volver jamás. Solo quedaría una herida ennegrecida en la tierra para recordar aquello que fue y que no volvería a ser, para recordar la tragedia de aquello que fue bueno y noble y no pudo ser preservado ante la maldad del mundo.

Leopold no sabía su rebelarse o rendirse. Tampoco tenía opción, al menos en el plano físico, pues era imposible librarse del brutal sometimiento de los orcos negros. Pero una parte de su alma luchaba por mantener una llama de rabia que le permitiera seguir adelante en medio de semejante desastre, mientras otra parte le pedía que aceptara su derrota y abrazara el olvido. No quería ceder ante esta segunda parte porque sabía que si lo hacía no habría marcha atrás, pero lo que dificultaba la defensa era que no veía camino al que volver.

Mientras se encontraba en ese dilema espiritual, vio cómo se acercaba un orco negro gigantesco, con un hacha casi tan alta como él que estaba empapada en sangre. Sin duda, debía ser el kaudillo que había liderado a esa horda de pielesverdes a través del Paso del Fuego Negro y, finalmente, a los terrenos de su familia. A su lado, uno de los orcos negros que le sujetaban dijo:

"Ez el jefe de loz zorrozaoz, oh gran kaudillo"

"¿Y porké vive todavía?

"Ha matao a un puñao de loz nueztroz. Kreemoz ke preferiríaz matarlo tú mizmo"

Obviamente, Leopold no entendió nada de lo que estaban diciendo, pues hablaban en la horripilante lengua gutural de los orcos. Sin embargo, llegó un momento en que el kaudillo se dirigió a él, hablando en un reikspiel abominable:

"Me han dicho ke haz matao a muchoz de mi ezkolta"

Leopold lo miró directamente a los ojos. Si iba a morir, al menos trataría de mantener el poco orgullo que le quedara en una situación semejante.

"Dame mi espada y terminaré el trabajo"

El kaudillo rio con una risa escabrosa, pero sincera.

"Me kaez bien, zorrozao. No te mataré todavía. Vendráz kon nozotroz y loz chamanez ze enkargarán de ti, kreo ke zeraz un buen zakrifizio para Gorko"

Le dijo a su escolta que se llevara a Leopold y él comenzó a avanzar hacia el campamento. Antes de que se marchara, Leopold lo escuchó decir por lo bajo:

"O kizá para Morko, ya veremoz"

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Karl Wallenstein había cruzado aquella calle de Averheim en varias ocasiones, y casi siempre habían sido alegres. El dolor de la memoria se unió al que ya sufría por los recientes acontecimientos, y por un momento pensó que no podría seguir adelante. Pero debía hacerlo. Si había un lugar donde pudiera encontrar algo parecido a la salvación de la tragedia que le atenazaba, era allí. 

La taberna del Oso Negro funcionaba como la casa capitular de la Orden de caballería homónima, lo que daba una idea de la personalidad de sus caballeros. Pese a todo, eran hombres valientes y determinados, tan capaces de beber alcohol a espuertas como de batallar sin descanso contra los enemigos del Imperio. Los Wallenstein y la Orden tenían una larga y fructífera relación en los dos ámbitos en que la Orden destacaba: se habían encontrado incontables veces en los campos de batalla, y los Wallenstein les habían vendido muchos, muchos toneles de vino a lo largo de siglos. Karl sabía que podría contar con ellos incluso para algo tan difícil como lo que les iba a proponer. De hecho, no se le ocurría nadie mejor a quien acudir. 

Al entrar en la taberna, el posadero le dio sus condolencias y le llevó con solemnidad a un reservado en el piso superior. Allí le esperaba el hombre a quien había solicitado audiencia. 

"Pase, pase, Herr Wallenstein. Aquí sois siempre bienvenido " 

Ludwig Von Grenzstadt, el gran maestre de la Orden, le sirvió inmediatamente una copa de vino blanco. Todas las reuniones con él empezaban de la misma forma, y solían terminar así también. Parecía que los caballeros del Oso Negro sentían una profunda aversión a discutir cualquier tema estando sobrios.

"Os lo agradezco, gran maestre"

Karl Wallenstein se sentó y se bebió la copa de un solo trago, en parte porque era lo que su anfitrión esperaba de él, y en parte porque lo necesitaba genuinamente.

"He escuchado lo sucedido con vuestra bodega y vuestro heredero" dijo el gran maestre. "Lo lamento profundamente. Esos malditos pielesverdes... si hay algo que podamos hacer por vos y vuestra familia, sabéis que mi Orden está siempre a vuestro servicio"

El noble agradeció las palabras con una inclinación de cabeza y dijo:

"Vuestro apoyo no puede ser nunca recompensado ni agradecido lo suficiente, pero confío en que prestaréis ayuda a la desesperada súplica de un padre que teme por su hijo"

El gran maestre se fijó en el rostro del noble. Todavía no había cumplido los cincuenta años, pero en ese momento parecía tener mil.

"Cuanto podamos hacer, lo haremos"

"Recurro a vos porque mis exploradores han visto que la horda pielverde que saqueó mi bodega se dirige de nuevo al Paso del Fuego Negro. Supongo que estarán satisfechos con el botín, y querrán volver al agujero infecto del que salieron para disfrutarlo. La cuestión es que los exploradores han visto que llevan a mi hijo consigo"

El gran maestre abrió los ojos con sorpresa. Era poco habitual que los orcos hicieran prisioneros... y, si los hacían, no podían sentirse afortunados de haber sobrevivido.

"¿Estáis seguro de eso?"

"Así me lo juran mis exploradores, y aunque podrían querer dar esperanza a un padre desesperado, sería de una inaudita crueldad que me mintieran y me dieran una ilusión vana. Creo que mi hijo está con ellos. Y yo..."

Aunque sospechaba lo que iba a pedirle, el gran maestre dejó hablar al noble.

"Mi bodega se ha perdido, y no volverá. Tenemos otras, gracias a Myrmidia, aunque no tan productiva como esa. Pero no quisiera perder también a mi hijo, a mi heredero, al futuro de mi familia. Si hay una oportunidad de volverlo a ver, pagaría todo lo que tengo. Y, si debe morir, querría al menos poder enterrarlo y llorarlo convenientemente. No podría vivir toda una vida sin saber qué ha sucedido con mi hijo. El dolor me mataría si no tuviera valor para hacerlo yo mismo"

El gran maestre asintió en un gesto de comprensión.

"Ningún padre debería vivir eso, y menos vos. Siempre nos habéis tratado con un respeto que no todos en el Imperio nos tienen. Nos consideran unos borrachos y unos pendencieros, y es cierto que lo somos, pero jamás hemos rehuido la llamada del deber, y hemos sangrado por este Imperio todo cuanto ha sido necesario y más. Jamás dirán de nosotros que pudimos ayudar a un hombre bueno y lo abandonamos a su suerte, no mientras yo sea gran maestre de esta Orden"

Karl Wallenstein estuvo a punto de echarse a llorar. Las lágrimas se agolparon en sus ojos, y le supuso un esfuerzo enorme mantener la compostura.

"Si me traéis de vuelta a mi hijo, o al menos su cuerpo, tendré una deuda con vos que no podré pagar jamás"

"No tendréis que pagarla. Con que no os paguemos nosotros el vino de vuestra próxima cosecha, estaremos en paz"

Aquello, en realidad, suponía muchísimo dinero, pues los caballeros del Oso Negro no comprendían el concepto de venta al por menor. Pero, con tal de recuperar a su hijo, Karl Wallenstein les habría ofrecido incluso el triple.

"Que Myrmidia os bendiga, gran maestre"

"¡Y que maldiga a esos condenados pielesverdes!" rugió el gran maestre mientras empezaba a beber vino directamente del tonel.

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