Por primera vez en siglos, el
Marqués de Seda sentía un dolor que no le era placentero. Al contrario de lo
habitual, la sensación no era de embriaguez y frescura, sino de pesadez, un
dolor sordo y plomizo que embotaba sus sentidos y su cuerpo. Tanto era así, que
tardó mucho tiempo en darse cuenta de que no caminaba por sus propios pies, y
de que no estaba en ningún lugar que le resultara conocido.
Dos
bestias gigantescas embutidas en crueles armaduras le arrastraban de los
brazos, con tal fuerza que, de no ser porque su percepción estaba anulada, el
Marqués habría sentido que se los iban a arrancar de cuajo. Frente a él
caminaban otros dos engendros, y suponía que tras él había otros tantos, aunque
no era capaz de saberlo con certeza. Debía estar drogado, pensó el Marqués.
Otra novedad: drogas que no le estimulaban. ¿Quién sería capaz de concebir
siquiera semejante barbaridad?
Haciendo
un enorme esfuerzo de concentración, descubrió que quienes le movían como si
fuera un fardo no eran bestias, aunque se le parecieran mucho: eran marines
espaciales, y por las runas y la forma de su servoarmadura, marines consagrados
a los Poderes Ruinosos. La vista se le empezó a aclarar y pudo distinguir el
emblema de la hidra en la hombrera de uno de sus captores. La Legión Alfa. Así
que le habían capturado…
¿Cómo
había pasado? En su mente había unas lagunas terribles, algo impropio de quien
ha vivido miles de años y puede recordar cada instante con absoluta claridad.
No obstante, nada en sus recuerdos asociaba sus hechos recientes con su
situación actual. ¿En qué momento le habrían apresado? Es más, ¿en qué momento
había sabido siquiera que se enfrentaba a ellos? Por supuesto, no era la
primera vez que estaba en presencia de hijos de Alpharius, pero no recordaba
haberlos combatido en los últimos… ¿cuánto? ¿cuatro mil años?
Los
legionarios avanzaban con paso firme por lo que parecían ser los pasillos de
alguna nave espacial. En su estado, el Marqués no podía permitirse el lujo de
memorizar el recorrido, que parecía ser deliberadamente intrincado. Quizá con
ese propósito le habían drogado los animales del Caos. Le resultaba humillante
verse tratado así por brutos llenos de músculo y sin apenas cerebro, pero nadie
llega a los puestos altos de Commorragh sin ser, eminentemente, una persona
práctica. Y el Marqués sabía que lo único que podía hacer en su situación era
resignarse y esperar. Cualquier cosa que intentara hacer para librarse de sus
enemigos sería posiblemente la última cosa que hiciera. Y, por mucho que le
costara admitirlo, no debían ser tan estúpidos cuando habían logrado apresarle.
Finalmente, los marines se detuvieron frente a un portón custodiado por compañeros suyos. La puerta estaba adornada con una estrella de ocho puntas cuyo color azulado vibraba con vida propia, prometiendo poder y condenación. Frente a ella, el omnipresente emblema de la hidra estaba representado con un realismo atroz, casi como si la propia pintura pudiera tomar forma y echar a andar. Incluso con sus sentidos atrofiados, algo le dijo al Marqués que lo que aguardaba tras la puerta podía ser tan peligroso como una hidra, si no más.
Finalmente, los marines se detuvieron frente a un portón custodiado por compañeros suyos. La puerta estaba adornada con una estrella de ocho puntas cuyo color azulado vibraba con vida propia, prometiendo poder y condenación. Frente a ella, el omnipresente emblema de la hidra estaba representado con un realismo atroz, casi como si la propia pintura pudiera tomar forma y echar a andar. Incluso con sus sentidos atrofiados, algo le dijo al Marqués que lo que aguardaba tras la puerta podía ser tan peligroso como una hidra, si no más.
"Venimos a ver al Nigromante."
El Marqués
nunca se había rebajado hasta el extremo de estudiar los dialectos humanos,
pero para un ser de su vasta inteligencia, apenas un vistazo curioso a las
costumbres humanas podía revelarle muchas cosas, y más si se repetían durante
miles de años. No sabía cómo sonaba el gótico en todos los acentos, pero sabía
que había algo en la voz de quien había hablado que no era natural. No era del
todo humano. Tenía un deje… reptiliano. Como si la persona que lo hubiera dicho
fuera en parte hombre, y en parte serpiente.
Nadie le
respondió, pero las puertas se abrieron, y el Marqués fue empujado sin tacto
alguno al interior de una sala de grandes proporciones. El universo se abría
ante ella, pues no estaba recubierta de metal sino de cristal. La sensación de
amplitud se veía reforzada por la carencia de objetos que la adornasen, ya que
era francamente austera. El Marqués sabía que eso era un rasgo de la mayoría de
las legiones, leales o traidoras. Un vistazo un poco más analítico le mostró
que se encontraba en lo que, probablemente, era la cámara de un psíquico. Aquí
y allá se veían estandartes y banderas con los emblemas de la estrella de ocho
puntas, la hidra, una letra A en un alfabeto casi olvidado y otros símbolos de
poder. Extraños altares con diversos instrumentos daban un poco de diversidad
al mobiliario y, aunque fueran pequeños, destilaban tanta maldad que ocupaban
con su presencia gran parte de la sala. Había también hologramas que
reproducían los movimientos de deformes cuerpos celestes o de las anomalías del
Ojo del Terror y el Torbellino. En algunos lugares se amontonaban grimorios y
pergaminos, un conocimiento prohibido robado a la Historia y que, o procedían
de mundos feudales o primitivos, o eran antiguos más allá de toda comprensión.
Aún
agarrándolo firmemente, los legionarios avanzaron una corta distancia, y
entonces se quedaron quietos. Este parón repentino hizo que el Marqués se diera
cuenta de la presencia de algo, un ser, cuya aura de poder sólo era comparable
a su desesperación. No podía verle, pero podía sentirlo con claridad. En
presencia de esta mente, la suya comenzaba también a abrirse, y casi habría
deseado que no lo hubiera hecho.
"Hydra Dominatus."
La voz que le
respondió habló desde la penumbra, en el fondo de la sala. Era una voz suave
pero llena de fuerza, una fuerza oscura y terrible.
"Hydra Dominatus. Decidme, ¿a quién traéis?"
"Al Marqués de Seda, Nigromante."
La voz no
volvió a responder, pero el Marqués pudo finalmente vislumbrar cómo algo, a no
tanta distancia de ellos como en un principio hubiera pensado, se ponía en
movimiento.
Era un
astartes, y sin duda era un hechicero. Su armadura era de color verdoso y azul,
como los mares poco profundos, pero en este caso era un mar lleno de monstruos.
Varias runas y textos cubrían la servoarmadura, también con su propio fulgor, a
veces brillante como el de una perla, a veces peligroso como los tiburones que
nadan en torno a ellas. Multitud de pinchos brotaban por todos los recovecos
como si fueran corales malignos, y de su cinto pendía una cruel espada, un arma
que rebosaba energía psíquica y cuyo pomo representaba una bestia parecida a un
dragón de las profundidades oceánicas. No vestía ningún yelmo, y por lo tanto
su rostro quedaba al descubierto, un rostro duro, donde lo más destacado eran
unos ojos de intenso verdor, y la estrella de ocho puntas que se cerraba como
un pulpo en torno a uno de los ojos.
La imagen era
ya amenazadora de por sí, pero había algo que, precisamente por incongruente,
resultaba todavía más aterrador: de la espalda del hechicero brotaban dos
inmensas alas, alas emplumadas y de un blancor níveo, inmaculado como la arena
de las playas vírgenes o los picos nunca encumbrados. Las mismas alas que
habrían tenido los genios bienhechores, espíritus ancestrales, ángeles, o
criaturas benignas en cada cultura de cada raza. Verlas en un ser tan maligno y
corrompido producía un efecto devastador, precisamente porque recordaban que
también había sido antes un hombre noble, y quizá había sido esa nobleza la que
le había forzado a tomar decisiones que nunca debió tomar.
"Apartaos" – ordenó el Nigromante.
Los
legionarios obedecieron al instante. Soltaron al Marqués, que cayó de rodillas
al suelo y que, en su estado de debilidad, no se rompió las piernas únicamente
porque no le habían quitado la armadura. Era una situación indigna, pero, por
mucho que lo intentara, el Marqués no consiguió ponerse en pie a medida que el hechicero
se acercaba a él, lenta pero decididamente. No sentía miedo, pero sí una
inquietud bastante molesta, pues no sólo estaba indefenso sino que además
desconocía la causa.
El Nigromante
se detuvo a unos pasos, y le dio tiempo a recuperarse. El Eldar no consiguió
ponerse en pie, pero sí tuvo al menos fuerzas como para mantenerse sobre una
sola rodilla, incorporando la otra, y alzar el rostro hacia el astartes. Al
hacerlo, sintió una punzada de dolor, y aunque sí era la clase de sufrimiento
que en circunstancias normales le habría alimentado como el vampiro que era, en
aquella ocasión sólo sirvió para empequeñecerlo: el dolor de aquel legionario
Alfa estaba provocada por una desesperación que era muchísimo más profunda de
lo que siquiera el Marqués pudiera llegar a atisbar, una desesperación lo
suficientemente fuerte como para mantenerle con vida diez mil años y que se
clavaba en cada uno de los rincones de su alma como pequeñas esquirlas de
diamante. Ver el rostro del hechicero de cerca era contemplar el sentimiento de
pérdida más absoluto y devastador que pueda llegar a experimentarse jamás.
"Te doy la bienvenida a mi nave, Dolmancé. Puedes
considerarte mi prisionero."
Al Marqués le
sorprendió enormemente que le llamaran por su nombre real. Ya que no podía
mostrar fuerza mediante los hechos, debía al menos aparentarla a través de las
palabras. Incluso aunque le costara la vida.
"Para vos, soy el Marqués de Seda. Y exijo
conocer vuestro nombre."
El hechicero
rió. Era evidente que esas bravatas no le iban a impresionar, pero había que
intentarlo de todos modos.
"Soy Alpharius" – le respondió.
El astartes
apartó entonces la mirada de su prisionero, y se dedicó a dar vueltas en torno
a él. Debilitado hasta lo imposible, el Marqués no tenía fuerzas como para
seguir sus movimientos, por lo que apenas oía su voz cuando susurraba:
"Desde luego, sois una raza impresionante.
Incluso aunque hayáis provocado un cataclismo que casi os masacra a todos,
seguís siendo capaces de creeros superiores. Tus primos de los mundos astronave
han inventado las sendas, y con ello, sólo consiguen negarse a sí mismos. Los
exoditas, como tu estimado amigo Llachmoth, simplemente niegan que eso haya
sucedido, y siguen creyéndose el cuento del antiguo Imperio y la vida en
armonía con la creación. Y vosotros, también negáis que haya sucedido, y seguís
comportándoos como si el castigo que habéis creado no os fuera a alcanzar
nunca…"
El hechicero
se detuvo entonces frente al Marqués, se arrodilló junto a él y, clavando su
verde mirada en los ojos negros y siniestros del Eldar, le afirmó:
"Pero os alcanzará, Dolmancé, y lo sabes de
sobra."
Una terrible
idea se abrió camino en la mente del Marqués. No lo parecía, pero no podía
estar seguro. ¿Sería aquel hechicero un sirviente de La Sedienta?
"Tú, en todo caso, no debes nada a ese poder."
La única forma
de obtener una respuesta era haciendo una pregunta. Por mucho que se negara a
asumirlo, estaba totalmente a merced del brujo, y, con nada que perder, no
tenía por qué andarse con rodeos.
"No le sirvo… o al menos no especialmente –
confesó el Nigromante -. Debes dar gracias por ello, pues de lo contrario ya te
habría arrancado el alma para ofrecérsela al Príncipe Negro."
El hechicero
se había incorporado ya, y observaba la habitación con aire distraído, como si
estuviera buscando algo que no tuviera mucha urgencia en encontrar.
"No, de momento, vivo me eres más útil. Cuando
hayas servido para mis propósitos, veré qué hago contigo. Imagino que los Hijos
del Emperador pagarían un buen precio por ti. Evenus, en concreto, tiene una
deuda pendiente contigo y con tu amigo el exodita, desde que desterrasteis a
cierto demonio…"
Entonces fue
cuando todo estalló en su cabeza, y por fin comprendió. Evenus el Corruptor… la
terrible batalla a la que había sido convocado por los Arlequines. El avatar de
Khaine había desterrado el demonio de vuelta a la disformidad, pero Llachmoth
estaba paranoico y pensaba que alguien estaba conspirando para traer de vuelta
al demonio al plano material. Había caído derrotado en Tobruk, y había desangrado
a Ulthwé con un segundo ataque sobre el ejército imperial que había combatido,
por razones inexplicables, al lado de Evenus. Después, él mismo había masacrado
a ese ejército, y eso parecía haber calmado algo a Llachmoth. Pero, tras volver
de su autoimpuesto exilio, el maldito exodita se obsesionó otra vez con la
conspiración, y llegó a enfrentarse a sus tropas para hacerse con algún maldito
científico humano. Parecía que estaba tras la pista de algo.
Y luego el
asalto al planeta imperial… ya lo recordaba. La emboscada. No eran imperiales,
sino adoradores de la Sedienta, y les llevaron derechos a una trampa. Sus
enemigos estaban siendo masacrados, pero aparecieron más legionarios de la
espesura, mataron a todos sus hombres y a él… debieron herirle y llevárselo.
"Los comorritas tenéis tan atrofiadas las
capacidades psíquicas que no podéis evitar ser como un libro abierto, por mucho
que os preciéis de ser enrevesados y sutiles."
La voz del
Nigromante le devolvió a la realidad como si fuera un puñetazo. Era evidente
que podía leer sus pensamientos. Debería estar atento.
"Supongo que no se te escapará la ironía de la
situación. En el fondo, tu amigo Llachmoth tiene razón. Y, sin quererlo, has
sido tú quien ha jugado un mayor papel en toda esta historia. Ayudaste al
exodita a desterrar a V´aargonash, después de lo mucho que me había costado
manipular a esos inútiles imperiales para que mandaran allí al Comisario Dredd.
De un hombre tan ejemplar e intachable, ¿quién iba a dudar? Es tan ejemplar e
intachable que no es capaz siquiera de cuestionar una orden, incluso aunque
suponga no abrir fuego contra los Hijos del Emperador. Después, tú tuviste
éxito allí donde Llachmoth fracasó, y masacraste su ejército. Fue reasignado
fuera de mi influencia como consecuencia de tus actos."
"Y, sin embargo, sigo vivo."
El hechicero
debía reconocer que estaba impresionado. Sin alimentarse del dolor ajeno, aquel
comorrita no era más que un saco de huesos, una carcasa vacía que no podría ni
matar a un bebé de pecho. Y, sin embargo, seguía mostrándose desafiante.
"Sigues vivo, así es. Y, de momento, quiero que
sigas así. Tú sabes todo ahora porque te lo he contado, pero hay alguien mucho
más lista que tú y que tu amigo Llachmoth juntos que intuye la verdad. Y debe
morir."
¿Lista?
Entonces era una mujer. Era…
Shazia…
El Nigromante
asintió.
"Intentar salvarte será lo último que haga."
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