El Marqués de Seda bajó de su barcaza Tántalo con un grácil salto y se encaminó hacia el templo a un ritmo calculadamente lento. Detrás del perímetro de seguridad que formaban sus mejores guerreros, una multitud de eldars oscuros observaban con una mezcla de envidia y curiosidad. Aunque hacía una semana que su expedición a Ferrograd había regresado, no era hasta ese momento cuando había decidido por fin realizar su ofrenda al Gran Templo de los Íncubos.
Durante esa semana se habían ido
difundiendo varios rumores acerca de dicha expedición. Había quienes decían que
todo un mundo industrial mon-keigh había sido esclavizado, otros afirmaban que
se había abierto un portal demoníaco que no dejaba de vomitar al espacio real
sirvientes de la Sedienta y otros incluso aseguraban que los hemónculos del
Cónclave de la Llave habían hecho prisioneros a un vidente de Ulthwé y a su
consejo de brujos. Pero sin duda, el rumor que más se repetía y que más
chismorreos generaba era el de que el Marqués había conseguido hacerse con una
reliquia de gran valor simbólico para los íncubos. A esas alturas, toda
Commorragh había oído ya esa historia, y el hecho de que la Cábala de la
Séptima Conciencia proclamara públicamente que iba a ofrecer un obsequio al
Gran Templo no hizo sino acrecentar la expectación.
El Marqués se paró a unos pasos
del pórtico de entrada, y sin necesidad de hacer ninguna seña, Merodach el
Negro, su draconte de confianza (si es que realmente confiaba en alguno) se
acercó sujetado con ambas manos una espada envainada. La funda era toda negra y
sin adornos ni filigranas, de obsidiana pulida, y por tanto, pesada. Pero no
todo el peso era atribuible a la vaina, recordó Merodach. Según le había
contado su señor, la espada, conocida como el Filo de la Oscuridad Primera,
estaba maldita y acarreaba con ella la carga de todas las vidas que se había
cobrado, excepto cuando estaba fuera de su funda, momento en que se volvía tan
grácil y ligera como una pluma afilada, ansiosa por beber sangre nueva.
Aunque tenía previsto entregarla
al Templo, el Marqués no iba a permitir que toda la multitud que le estaba
observando le viera entrar con ella en las manos como un vulgar oferente, así
que tomó la espada envainada y se la ciñó a la cintura. Sin embargo, este acto
tenía su contrapartida, pues entrar con un arma en un templo de íncubos
equivalía a lanzar un desafío a su jerarca, y en el caso del Gran Templo,
equivalía a lanzar un desafío a Drazhar, el “filo viviente”.
En solitario, el Marqués franqueó
el pórtico y caminó a través de la apadana del templo. El eco de sus pisadas
era lo único que podía oírse, y la luz danzante que proyectaban las antorchas
le mostraba el camino entre las sombras. Pero más allá de donde éstas
iluminaban, la oscuridad era total, y ni siquiera los agudos ojos del eldar
conseguían penetrar en las tinieblas. La ausencia de íncubos que le franquearan
el paso o que al menos le observaran en silencio le extrañó, pero también era
cierto que no esperaba ser desafiado por ninguno de ellos, pues en un evento
tan anunciado, era el jerarca quien se atribuía primero dicho “honor”.
Finalmente, tras subir unos
escalones, llegó al corazón del templo, y aunque el trono estaba vacío, sí
había una presencia en la sala. Drazhar le esperaba en el círculo de duelos.
De súbito, un ansia repentina por
matar le asaltó, a la par que una voz en su mente le urgía a desenvainar la
espada y retar al campeón íncubo, a fin de que la sangre fuera derramada. El
arconte se detuvo en el borde del círculo y barajó durante un instante sus
posibilidades. Como todo habitante de la Ciudad Siniestra, se guardaba algunas
cartas en la manga, en este caso unas granadas psicotrópicas que podían aturdir
y neutralizar a su oponente durante el tiempo suficiente como para decapitarlo
a continuación con la espada maldita. No era algo muy limpio en un duelo, pero
por otra parte, el martirizador que todos los íncubos llevaban instalado en el
pecho tampoco se podía considerar muy honorable. La voz interior que le hablaba
(y que el Marqués supo desde el primer instante de dónde procedía) continuaba
azuzándole para que desenvainara el arma y diera un paso al frente. Sin
embargo, haciendo un acto de voluntad, se sobrepuso a ella. En primer lugar, el
Marqués no era tonto, y sabía de sobra que no tenía ninguna posibilidad ante el
Maestro de las Espadas. Y en segundo lugar, aunque milagrosamente sobreviviera
al duelo y consiguiera matar a su adversario, ¿para qué iba a querer él
convertirse en el nuevo jerarca? Realmente, si reflexionaba acerca de ello, era
algo que no le interesaba para nada y que interferiría en la vida de recreo a
la que se daba en su palacio, impidiéndole disfrutar de los banquetes y orgías
de los que regularmente ejercía como anfitrión. Cuando se dio cuenta del peso que
tenía para él este último argumento, una sonrisa afloró en su rostro. Nada,
definitivamente era mucho mejor dejar las cosas como estaban y formar un pacto
con los templos de los íncubos antes que perder la vida intentando dirigirlos.
Así pues, el Marqués desabrochó
las hebillas que sujetaban la espada, y sin desenvainarla ni entrar en el
círculo, la sujetó con ambas manos en dirección a Drazhar. Éste se encaminó
hacia él, y, sin emitir en ningún momento una sola palabra, aceptó la ofrenda e
inclinó ligeramente la cabeza en señal de asentimiento. Hecho esto, se dio
media vuelta y se encaminó fuera del círculo de luz, donde la oscuridad se lo
tragó.
El Marqués permaneció unos
segundos en el sitio, pensando sobre la alianza que acababa de formarse. Sabía
que este acontecimiento iba a tener una gran trascendencia política y
estratégica, y que supondría grandes ventajas futuras para su cábala, y por
tanto para él. Sólo ahora la verdadera magnitud de su triunfo comenzaba a
vislumbrarse. Esa misma noche había sido invitado a una cena organizada por la
Dama Malys, el día anterior el arconte Alesanar de la Cábala de la Diosa Falsa
le había hecho llegar su interés por comprar varios de los incursores y
ponzoñas que los astilleros del Marqués producían, y el propio Asdrúbal Vect,
el Señor Supremo, había decidido contar con la Cábala de la Séptima Conciencia
para una incursión a gran escala en el sistema Cambises.
Sonriendo, y regodeándose en
su habilidad, ingenio y astucia, a los
cuales innegablemente se debían siempre todos sus éxitos, el Marqués se
encaminó a la salida.
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