Magni apretó el paso. Cuanto antes abandonase aquellas
abominables cavernas, mejor. No es que le diesen miedo la oscuridad ni los
túneles subterráneos, pues como buen enano que era, estaba más que acostumbrado
a ellos, e incluso los prefería a la superficie. Pero aquello no eran túneles
como los ancestros mandan, no… Lo que los grobi habían hecho a aquellos
pasadizos, antaño parte de los orgullososo dominios de Karak-Ocho-Picos, no
tenía nombre. Los faroles y lámparas enanas, desatendidos hacía mucho tiempo,
habían dejado de iluminar el camino. Sólo alguna antorcha dispersa y las
luminiscencias de ciertos hongos brillantes, con los que los grobi parecían
haber infestado la mayoría de los túneles, daban algo de luz.
Lo que se veía no
era ni una sombra de lo que antaño fueron las orgullosas salas y túneles de los
enanos, ahora meras ruinas cubiertas de polvo, y estatuas medio derruidas por
el paso del tiempo y el vandalismo de los invasores. Aquí y allá había tirados
por el suelo diversos desperdicios, armas rotas, yelmos y, para consternación
suya, restos de enanos. No era un final digno para uno de los suyos, aunque sin
duda habrían vendido cara su vida, y ese pensamiento le reconfortó un poco.
Cada cierto tiempo, oía el reptar de algún ser, algunos más cerca que otros.
Brincos, sonidos de patas que arañaban el suelo rocoso, o algún bramido gutural en la distancia,
emitido por algún ser inimaginable, que resonaba y creaba ecos extraños por los
pasadizos de roca. Aún no había llegado a ver a ninguna criatura, de momento
parecían haberse apartado de su camino, aunque desconocía si las criaturas le
habrían visto a él… Bien sabía lo que moraba ahora en aquellas cavernas: Los
garrapatos hambrientos y las arañas cavernícolas componían un desagradable
ecosistema en el que se devoraban unos a otros, además de no hacer ascos a
cualquier goblin, skaven o enano que se atreviese a toparse en el camino de un
espécimen lo bastante grande. Pero no importaba, había logrado escapar a la
emboscada de aquellos malditos goblins nocturnos, y si conseguía llegar al fuerte
del rey Belegar y pedir ayuda, quizá aún no fuese tarde para rescatar a sus
amigos.
Esta vez pensaban que habían encontrado una ruta segura para salir al
exterior y pedir ayuda a las fortalezas cercanas, pero al parecer los goblins
tenían vigiladas aquellas cavernas. Aún así, pocos se atrevían a aventurarse
por aquellos túneles infestados de alimañas, en los que ahora se estaba
adentrando él, y quizá eso haría más improbable que se cruzara con alguna
patrulla goblin. Tenía que intentarlo. La zona en la que se estaba adentrando
ahora carecía de iluminación por completo. Había dejado atrás los pasadizos
para desembocar en una de las gigantescas salas de piedra que los enanos habían
construido con gran pericia siglos atrás. Aquí ya no crecían setas
luminiscentes, ni había antorchas, pero Magni confió en su conocimiento del
terreno. Si cruzaba el gran salón, los túneles de más allá le conducirían, tras
serpentear durante varias horas, a los alrededores de la ciudadela que Belegar
y los suyos defendían valientemente cada día ante los malditos grobi y los
repugnantes hombres rata.
Volvió a oír un movimiento entre las rocas, unos metros
por delante. Se detuvo y se parapetó tras unos escombros, asiendo con ambas
manos su hacha, preparado para combatir. Pero pasaron unos instantes y, fuese
lo que fuese, pareció haberse marchado. Desde lo más alto se filtraba algo de
luz, quizá de algún brasero o antorcha que los grobi mantuviesen encendido en
los niveles superiores, pues a esa profundidad sabía que era imposible que se
tratase de la luz del sol o de las lunas. La luz era tan tenue que apenas le
servía para ver dónde pisaba. Disponía de una eficiente linterna enana pero, en
cualquier caso, no la había encendido, pues delataría rápidamente su posición.
Magni prosiguió su marcha, con la resolución propia de su pueblo y
especialmente de los guerreros del Rey Belegar. Otro ruido, esta vez una
especie de gruñido rasposo, se oyó a su espalda, a cierta distancia. No tenía
ahora donde ocultarse, si es que aquello podía ver en la oscuridad, así que
prosiguió, con el hacha lista para golpear. Otro ruido, esta vez unas piedras
que se desprendían y caían, movidas por algo que estaba a cierta distancia, a
su derecha. Y unos instantes después, un desagradable chirrido a su izquierda, en
esta ocasión no muy lejos. El enano miraba a izquierda y derecha, pero ni sus
ojos habituados a la vida bajo tierra pudieron distinguir nada. Algo pasó
corriendo a su espalda y le rozó. Propinó un golpe con su hacha en esa
dirección, sin dudar un solo instante, pero sólo cortó el aire. Quizá se había
internado sin saberlo en medio de un rebaño de aquellos voraces garrapatos que
los goblins habían traído con ellos, o quizá fuesen ratas. Había oído historias
sobre ratas del tamaño de lobos, criadas por los skavens del Clan Mors, y que
ahora recorrían en manadas las ruinas y los salones en busca de carne fresca.
Bueno, pues no la iban a encontrar en él. Siguió avanzando, ya sin preocuparse
de pasar desapercibido, pero con la certeza de que la primera alimaña que se
cruzas en su camino sería recibida calurosamente por su hacha. Y si era una de
aquellas repugnantes arañas cavernícolas gigantes, grandes como un poni, le enseñaría su movimiento especial
abre-cabezas, del que estaba tan orgulloso, y que ya había puesto en práctica
más de una vez con esos engendros.
Algo volvió a oírse en la negrura, esta vez
era el sonido de un grupo de patas, o garras, o algo similar, que se
desplazaban por el suelo de losas de piedra. Sonaba como un grupo bastante
grande. De delante de él vino un extraño sonido flemoso, como la respiración de
algo desagradablemente irreconocible. Magni cargó con resolución, presto a
plantar cara a cualquier horror, pero no encontró nada. Oyó entonces un sonido
a sus espaldas, eran risas. Risas distantes y malévolas, agudas, que resonaban
en la negrura. Se volvió al instante, aunque nada podía distinguir, y entonces distinguió
aullidos y chillidos a su alrededor, a
su izquierda primero, después a su derecha. Algo lo golpeó por la espalda, y lo
tiró al suelo. El enano se levantó con un gruñido de rabia, enarbolando su
hacha.
-“¡Mostraos, demonios! ¡Mostraos, dad la cara para que pueda partírosla con mi hacha! ¡Vamos!”
Otro coro de risas, distorsionadas por los ecos que provocaba la enorme sala, respondió a su desafío desde la oscuridad.
-“¡Vamos, cobardes!” –siguió Magni- “¡Dad la cara! ¿Acaso me tenéis miedo?”
-“Miedo…”- respondió una voz, desde las tinieblas. Más risas, aullidos y gruñidos imposibles de identificar la acompañaron- “¡Miedo!” –chilló ahora la desagradable voz, resonando y reverberando por las paredes y los arcos de piedra- “Miedo-miedo-miedo-edo-edo…” –era difícil decir si aquel ser estaba repitiendo las palabras, o si era el eco el que las hacía brotar de nuevo. En la oscuridad, los distorsionados sonidos se mezclaban en la mente de Magni con todo tipo de enemigos imaginarios y horrores. El concierto de chasquidos, chirridos y movimiento de patas arañando la roca estaba empezando a crear un auténtico estruendo a su alrededor, y el silencio sepulcral que hasta hacía poco había reinado en la sala subterránea no hacía sino acrecentar lo sobrecogedor de ese mar de sonidos desagradables.
El enano retrocedió unos pasos hasta que su espalda chocó
contra el pedestal de una estatua derribada hacía tiempo. Lo que quedaba del
monumento era, aún así, un formidable bloque de piedra tan ancho como un
carromato y el doble de alto que un enano, y allí podría resistir sabiendo que
el enemigo no volvería a atacarle por la espalda.
-“¡Miedo!” –volvió a chillar la voz, desde las sombras- “¿Miedo yo?” -los sonidos a su alrededor fueron descendiendo de volumen, como dejándole hablar- “Yo no tengo miedo, taponzillo. Eztoy en mi kaza, y akí no puedez entrar zin permizo ¿zabez?”
Aquellas insolentes palabras enfurecieron a Magni, sabedor ya de que quien le hablaba no era otra cosa que un inmundo grobi, quien al parecer se creía con derecho a considerar aquellos venerables salones como su hogar. ¡Y no sólo eso! ¡También a prohibirle el paso! Aquello ya era demasiado. Rebuscó en su macuto y, tras un instante, encendió su compacta linterna con forma de farolillo. Ya no tenía sentido luchar a ciegas, era evidente que le habían encontrado.
-“¡Ven aquí, asqueroso grobi! ¡Voy a darte una muestra de valor enano!”
Y diciendo esto, dio un par de pasos y arrojó la linterna hacia delante, hacia aquellos enemigos invisibles que lo acosaban. Oyó algunos chillidos de sorpresa e intuyó formas desagradables retirándose de la luz a toda velocidad, aunque apenas pudo distinguir nada. Patas, dientes, bocas… Objetos punzantes aquí y allá ¿Eran lanzas y espadas, o cuernos y púas?
Magni avanzó varios pasos más, casi a la carrera, aferrando su hacha con ambas manos, hasta situarse en el círculo de luz que proyectaba la linterna.
-“¿Y tú, taponzillo? ¿Tienez miedo?” –la voz volvió a brotar de la sombras, esta vez muy cerca, y entonces aquella cosa finalmente se acercó. Una horrenda cabeza peluda, sin forma reconocible, llena de ojos y con dos horribles colmillos… si es que aquello podía recibir tal nombre, pues no había boca para albergarlos. Era un horrible monstruo, una criatura de pesadilla, cubierta de un pelaje parduzco y cuyas patas, que eran muchas, se acercaban moviéndose sinuosamente, con una inquietante agilidad para un ser de su tamaño. Sí, su tamaño… Era sin duda la araña cavernícola más enorme que Magni hubiera visto nunca, más grande incluso que un troll de piedra, y muchísimo más horrible. Y entonces, tras el impacto de aquella heladora visión, al fin pudo ver cara a cara a su interlocutor. Era un grobi, sí, un kaudillo o un gran jefe, a juzgar por su ornamentada y puntiaguda capucha, decorada con dientes y cuernos de garrapato. Pero aquel goblin iba sentado a lomos de aquel repugnante engendro arácnido, como si de una montura de guerra se tratase.
-“¿Tienez miedo a la ozkuridad?” -El goblin extendió la lanza que empuñaba, y con el extremo del arma enganchó la linterna y la alzó del suelo. Al levantarla, el círculo de luz que ésta proyectaba a su alrededor se hizo mayor, y Magni pudo ver por primera vez lo que le rodeaba. Formando un semicírculo, cercándolo a él, al pedestal de piedra hasta el que había retrocedido, y al kaudillo goblin, toda una horda de criaturas desagradables le miraba. Reían y aullaban presas de la excitación, sabiendo que pronto, cuando su jefe lo ordenase, se echarían sobre él. Había garrapatos de diferentes tamaños y formas, todos ellos de color rojizo a la luz de la linterna, todos ellos con enormes bocas chasqueantes llenas de dientes. Algunos llevaban goblins nocturnos montados encima, otros eran azuzados por pastores que blandían lanzas, tridentes y garrotes. Eran muchos, había docenas y docenas de ellos. Si había batalla, que la habría, no había esperanza de salir con vida.
Magni asió su hacha con ambas manos, tratando de no ceder ante
el horror. Si había batalla, caería peleando. El goblin nocturno pareció percibir
su expresión de determinación desde lo alto de su montura monstruosa, y sonrió con
malevolencia mientras tomaba la linterna enana con su otra mano.
-“Kogedle, muchachoz” -y tiró la linterna a un lado con desprecio, entre los goblins que alzaban los garrotes con júbilo y los garrapatos que lanzaban mordiscos al aire.
Magni se volvió, mientras los últimos rayos de luz de la linterna iluminaban vagamente lo que le rodeaba. Lo último que vio, antes de perder toda movilidad, fue a varios grobi encaramados en lo alto de la estatua semiderruida, arrojando sobre él pesadas redes y profiriendo risillas agudas y maliciosas.
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