Saludos a todos, damas y caballeros.
A medida que pasan los días, la situación en el país parece ir mejorando, aunque lo de salir del confinamiento todavía parece lejano. Mi teoría es que saldremos el día que hagan finalmente ese estudio para ver cuántos hemos sido bendecidos por Nurgle y se den cuenta de que al menos un tercio de la población ha pasado ya el bicho. Y en Madrid seguramente más. Siempre he dicho que Madrid es una ciudad donde contagiarse de cualquier cosa es tremendamente fácil, es un sitio abarrotado y congestionado hasta las trancas, más o menos como otro sitio que los frikis conocemos bien...
Y que también sufrió su propia pandemia en forma de plaga comecerebros. Pensad que siempre podría ser peor, podríamos estar viviendo en el cuadragésimo primer milenio |
Pues eso, el país parece ir mejorando, pero para Los Videntes las cosas se empiezan a torcer. Os traigo el tercer relato de la saga, cuarto contando con la introducción, y el que será el penúltimo. Es un poco más largo que los anteriores, pero el desenlace ya se va viendo. Espero que os guste.
Jaskar fue el primero en
verlos.
Siempre era él. De alguna
forma, podría ver las cosas antes de que sucedieran. Al principio no era
consciente de este don, y pensaba que era simplemente cuestión de suerte u
oportunismo. Pero con el tiempo las visiones se volvieron más claras, más
largas, y supo que no eran ningún accidente. Había previsto muchos ataques
inesperados, y aunque siempre había intentado camuflarlo como una mera
intuición, aquella noche no pudo hacerlo ya más.
Pues había visto que los
Cabezas de Hierro iban a por ellos.
Se encontraba con algunos de
los Videntes en la Araña de Acero, intentando cerrar un acuerdo con un
cazarrecompensas que necesitaba cierta información acerca de la posible
localización de su presa. Pese a que Salvor se había vuelto cada vez más
aislacionista y apenas se alejaba de su escondite secreto, algunos de los
pandilleros todavía pasaban mucho tiempo alrededor de la taberna. De hecho,
intentaban estar allí todo el tiempo que fuera posible, dado que estar cerca de
Salvor se había convertido en un auténtico dolor de cabeza para la mayoría de
ellos, excepto para aquellos que compartían su manía persecutoria, y cualquier
excusa era buena para pasar un rato relajante en la comparativamente más
animada y distendida atmósfera de la Araña de Acero. No obstante, Salvor rara
vez permitía que hubiera más de cuatro o cinco de sus hombres lejos de él, así
que sólo Vinssac, Jaskar y otros dos pandilleros se encontraban en la taberna
en ese momento.
Cuando llegaron las visiones,
Jaskar se sintió asustado. Sabía perfectamente lo que sucedería si les
sorprendían en la taberna, y que no tendrían opción de sobrevivir, dado que los
Cabezas de Hierro estaban bien equipados y sobrepasaban en número a los cuatro
Delaque presentes en la Araña de Acero. Dejó su copa y fue a avisar a Vinssac.
El pandillero estaba ocupado cerrando el trato con el cazarrecompensas, pero
Jaskar sabía que podía esperar comprensión por su parte. Era el único que nunca
se burlaba de él, el único que le tomaba en serio, y de alguna forma se había
convertido en su mentor, tomando para sí el papel que le habría correspondido a
Salvor, siendo su tío.
“Disculpe un momento, caballero” – dijo Vinssac
con su voz susurrante al cazarrecompensas, que no parecía estar muy contento
con la interrupción.
“Debemos marcharnos”, dijo el jovenzuelo con
prisa, “los Cabezas de Hierro vienen hacia aquí”
“¿Cómo lo sabes?”, preguntó Vinssac, sin asomo de
desprecio en la voz.
“Yo… simplemente lo sé”.
Vinssac no dijo nada, pero miró
al tatuaje que, como todos los de su banda, tenía grabado en el dorso de la
mano: un ojo, dibujado con tinta azul, el recordatorio para sí mismo y para
todos los demás de que no había nada que la Casa Delaque no pudiera ver. Por eso
se llamaban “Los Videntes”. Y sin embargo, ninguno de ellos alcanzaba el nivel
de presciencia que Jaskar tenía. Realmente podía ver más que ninguno de ellos,
y estaba bendecido con la auténtica visión de las cosas que iban a suceder. Que
fuera mera intuición o algo más era algo que a Vinssac no le importaba mientras
las visiones fueran útiles a sus propósitos. Y lo eran.
“De acuerdo. Nos marchamos”, dijo
finalmente el pandillero.
Se despidió del
cazarrecompensas, prometiéndole que tendría lo que quería pronto, y le dijo a
sus compañeros, un pandillero llamado Kalar y un recluta llamado Lejish, que le
siguieran. No les dio explicaciones hasta que se encontraron fuera de la Araña
de Acero.
“Los Cabezas de Hierro vienen
a por nosotros. Debemos llegar al escondite antes de que nos encuentren”.
“¿Y cómo sabes eso?”, preguntó
agresivamente Kalar, reticente a partir de un lugar placentero para volver
junto a su asustadizo líder.
“No lo sé”, siseó Vinssac
percibiendo la hostilidad de Kalar. “Pero Jaskar sí, y debemos confiar en él”
Kalar miró directamente a
Jaskar, y pese a que sus ojos estaban cubiertos con los archipresentes
protectores que los Delaque usaban para proteger sus frágiles retinas de la
luz, el desdén y la furia que ardían en ellos no se podían ocultar. Jaskar esperó
algún exabrupto, pero cuando el pandillero estaba a punto de empezar a
increparle por su “superstición”, desapareció, y Jaskar quedó bañado en sangre.
Una ametralladora pesada le
había desgarrado, matándolo al instante. Los Orlocks estaban sobre ellos.
“¡Corred!”, gritó Vinssac a
los pandilleros.
Así lo hicieron, intentando
alcanzar el refugio mientras las balas y ráfagas láser les rodeaban. Siendo Delaque,
el pandillero y los dos reclutas sabían cómo aprovechar la cobertura y el
amparo de las sombras para su beneficio, pero pronto se dieron cuenta de que
los Cabezas de Hierro eran demasiados y estaban demasiado cerca, e incluso si
alcanzaban el refugio sus enemigos los seguirían hasta él, seguramente matando
al resto de su banda. Vinssac, el más experimentado de los tres, se dio cuenta
pronto de que ni podían huir ni podían esperar vencer si se enfrentaban a los
Orlock. Por lo que sólo quedaba una opción.
Mientras corría, vio una buena
posición para resistir: las ruinas de un antiguo almacén, repleto de
contenedores vacíos y desperdicios que le podrían proporcionar buena cobertura,
y sin ningún tipo de iluminación. Sin detenerse, cambió de ruta para adentrarse
en el almacén y gritó a los jovenzuelos:
“¡Alcanzad el refugio y
decidle a Salvor que huya! ¡Me uniré a vosotros en cuanto haya matado a algunos
mineros!”
Jaskar sabía que aquello era
una locura. Vinssac era uno de los mejores tiradores de la banda y un experto
en cuanto a fundirse con las sombras, convirtiéndose en una sombra casi
imposible de ver. Pero ni siquiera esas habilidades le darían la victoria
frente a los Orlock: como mucho, le permitirían ganar un poco de tiempo antes
de que terminaran por matarlo. Jaskar no quería ver muerto al único pandillero
que le respetaba, pero en su interior sabía que ya estaban todos condenados, y
que Vinssac solo estaba intentando salvar su vida y la de quienes se ocultaban
en el refugio.
“¡Id!”, ordenó el pandillero. “¡He
hecho lo que dijiste, ahora haz tú lo que digo!”
Jaskar huyó finalmente,
siguiendo al otro recluta, quien no sentía los mismos remordimientos y ya se
encontraba varios metros por delante. Solo, en la oscuridad, Vinssac comprobó
que tenía suficientes balas en su rifle automático como para intercambiar fuego
con los Orlock durante un buen rato, y murmuró una plegaria al Trono. No era un
hombre particularmente religioso, pero para todo hay una primera vez en la
vida. Después, habiendo elegido su posición de tiro, murmuró para sí mismo:
“Venid a por mí, Orlocks. Esta
noche moriremos todos”.
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