miércoles, 21 de octubre de 2020

El Último Sacrificio

Saludos a todos, damas y caballeros.

Hace unas semanas publiqué un informe de batalla sobre la primera partida que jugaba en N4 en Infinity, la Catedral Profanada. La verdad es que la batalla fue simplemente espectacular, una auténtica matanza heroica en la que no quedó prácticamente nadie con vida, material del bueno con el que se forjan las leyendas. Siendo como soy, tenía que escribir un relato al respecto, y he querido ir más allá y darle el toque trágico que se merece.



Cuando os hablé de los personajes que uso en Infinity (personajes narrativos míos, porque incluso en Infinity me monto mis trasfondos y mis historias) os hablé de Catalina del Piero, la líder de mis Órdenes Militares con la que poder aprovechar la espectacular miniatura de Juana de Arco sin tener que meterla necesariamente a ella. Sé por experiencia que para muchos, la muerte de uno de sus personajes es algo traumático, sea porque es en una campaña donde el elemento rolero tiene su cierta incidencia y perder al personaje es perder a un activo valioso o sea por genuino amor a su narrativa. Yo opino que es importante dar una buena muerte a los personajes, pues un tipo inmortal pierde buena parte de su gracia. Quizá trate esto en alguna entrada en el futuro, pero el caso es que lo que os presento hoy es la muerte de Catalina del Piero, una, creo yo, buena muerte.

Como curiosidad, he hecho en este relato algo que tenía ganas de hacer desde hace tiempo, que es acompasar la lectura del mismo a una melodía que sirva un poco de "banda sonora". Eso hace que el relato sea más largo de lo que habría sido en otras circunstancias y también que se extienda, quizá innecesariamente, en algunas partes. Con todo, creo que el resultado merece la pena. Espero que os guste.

(Poned esta canción al empezar. Si no se os abre o no os aparece, está en este enlace)

El día era precioso. La hermana Catalina no podía obviar esta incongruencia. Un sol majestuoso brillaba en el firmamento, iluminando un azul diáfano y sin mácula. En otras circunstancias los pájaros habrían piado alegremente, saludando el paseo de las familias que pasarían su día de descanso en los parques de Uttar Pradesh.

Pero esos días habían quedado atrás. El Ejército Combinado había tomado la ciudad durante la Tercera Ofensiva, y estaba en manos de hombres y mujeres como Catalina del Piero que la Humanidad pudiera volver a reclamar sus tierras y su libertad.

La Hermana Caballero se encontraba liderando una contraofensiva que buscaba establecer una cabeza de puente en la ciudad, algo que permitiera asentar las bases para una eventual reconquista. El objetivo elegido lo era tanto por su trascendencia estratégica como por su gran significación simbólica: la Catedral de Santo Tomás, el templo siro-malankar que había centralizado la vida religiosa de los cristianos de la zona Este de la ciudad. Si lograban controlarla, mandarían un mensaje de esperanza y de renacer de la Fe en tierra profanada. Y las Órdenes Militares habían aceptado esta misión con entusiasmo suicida.

Al fin y al cabo, era algo por lo que valía la pena matar y morir.

Y precisamente eso es lo que estaban haciendo. El combate estaba siendo absolutamente encarnizado, dado que la IE, también consciente del valor de los símbolos, estaba decidida a evitar que los humanos pudieran obtener el más mínimo resquicio de ilusión. Entre las muchas monstruosidades desplegadas para contrarrestar el audaz ataque cristiano se encontraba el Samaritano Umbra Nourkias, de nombre infausto para PanOceanía y, peor aún, un temible Avatar. La IE encarnada, la demostración más palpable de que aquel sería un enfrentamiento sin cuartel.

A medida que avanzaba el duelo, la furia cristiana y la crueldad alienígena se cobraban cada vez más víctimas. El Hermano Sebastian, de la Orden de Predicadores, y un insidioso noctífero se habían matado el uno al otro. El Hermano Klaus, de la Orden Teutónica, había abierto un sangriento camino entre las filas del invasor para que el Hermano Rodrigo, de la Orden de Santiago, pudiera neutralizar a Nourkias. Sin embargo, poco después el caballero de Santiago había caído ante una criatura Taigha, que había sido despedazada en el proceso de llevarse la vida del valiente cruzado. Sangre humana y alienígena se mezclaban sobre la sufrida tierra, un testimonio de que no habría misericordia y de que ninguno de los dos bandos iba a ceder lo más mínimo. Cualquier consideración táctica era ya intrascendente. Aquella era una lucha existencial, una lucha por los cuerpos y también por las almas, y ninguno se replegaría mientras hubiera un enemigo con vida.

Y entonces el Avatar apareció. A medida que entraba en la Catedral y la profanaba, segó las vidas del Hermano Klaus y de la Hermana Helga, caballero magistral. Emitiendo lo que pareció ser un rugido de triunfo, el monstruo se alzó sobre cuerpos cristianos caídos en suelo sagrado, y Catalina del Piero consideró sus opciones. Todos sus compañeros estaban muertos o demasiado heridos como para continuar la lucha. Apenas quedaban tres sargentos de Orden sanitarios y ella, pero también sabía que, del contingente enemigo, solo el Avatar quedaba en pie. Sin duda era el enemigo más difícil de vencer, y su muerte quizá estaba ya fuera de su alcance, después de haber sufrido tantas bajas. Pero acabar con él supondría la victoria que tanto anhelaban, la esperanza que, como caballeros cristianos, debían conceder a la Humanidad. Catalina sintió el peso de millones de vidas sobre sus hombros, quizá el mismo peso, salvando las distancias, que sintió Cristo camino del Gólgota.

Y supo, sin lugar a duda, qué debía hacer.

“Sancte Michaele Archangele, protego nos in praelio. Contra nequitias et insidias diaboli esto praesidium”

Mientras entonaba la oración a San Miguel Arcángel, el Príncipe de la Milicia Celeste, amartilló su Spitfire. Sabía por los textos sagrados quién era San Miguel, y qué significaba su nombre: “¿Quién es como Dios?”. Era la respuesta que el guerrero sagrado había dirigido a Lucifer cuando pretendió equipararse con el Creador. Y la furia de su espada arrojó a los ángeles rebeldes del Paraíso. Y en ese momento ella, Catalina del Piero, debía seguir los mismos pasos del Arcángel que estaría esperando su alma cuando cayera en batalla contra el pagano.

Abandonó su posición, avanzó contra el Avatar, y disparó.

“Alma de Cristo, santifícame. Cuerpo de Cristo, sálvame”

Catalina sintió el retroceso del Spitfire como un glorioso mensaje, una concreción de la Ira de Dios mismo descargada sobre los monstruos procedentes de más allá del Bloqueo de Aqueronte, del Inframundo interestelar. La pesadilla que se erguía frente a ella surgía de los infiernos más horripilantes que se pudieran ocultar en el vacío del Universo, pero ella tenía su Fe, su coraje, y su firme determinación de no sucumbir frente a cualquier aberración que la galaxia pudiera escupir sobre ella. Incluso si no prevalecía, al menos tenía la elección de desafiar su destino y morir con una sonrisa de agradecimiento en los labios, agradecimiento porque, pese a poder perder su cuerpo, jamás perdería su alma inmortal.

Veterana de incontables batallas, Catalina sabía que en la lucha contra el Ejército Combinado había un elemento visceral que jamás había sentido contra ningún otro enemigo. No era ingenua y sabía que, a veces, las Órdenes Militares habían sido usadas por el Gobierno de PanOceanía en batallas que poco tenían que ver con lo espiritual. Así había sido en sus batallas contra el EstadoImperio o Haqqislam, quienes en efecto tenían una religión diferente, pero no dejaban de ser humanos. Sin embargo, en cada enfrentamiento que había tenido contra los brutales Morat o los escurridizos Shasvastii en las junglas esmeralda de Paradiso, había comprendido que aquella era una lucha de la que no podía esconderse. Cada choque había sido a vida o muerte porque la derrota tenía unas consecuencias demasiado horrendas como para asumirlas. La sumisión. La destrucción de todo cuanto amaba. La aniquilación de su propio ser.

“Sangre de Cristo, embriágame. Agua del costado de Cristo, lávame”

Los proyectiles corrieron como hermosas ráfagas de luz hacia su objetivo, pasando por encima de los caballeros cristianos ya muertos y acelerando a su paso, como si llevaran su venganza desde los Cielos. Pero el Avatar apenas sintió daño alguno. Su armadura y su diseño eran demasiado poderosos como para que las balas del Spitfire pudieran dañarlo con facilidad. Sin embargo, Catalina creyó ver una cierta expresión de asombro en la abominación, como si no hubiera podido prever que quedara alguien todavía con vida entre sus rivales, o como si no hubiera contado con que ese alguien tendría suficiente valor como para enfrentarse cara a cara a la representación de los Racionalistas Ur.

No obstante, ese aturdimiento duró poco. El TAG alzó su ametralladora y disparó contra Catalina, quien se cubrió rápidamente, pero no tanto como para evitar que una bala impactara en su armadura y le causara graves daños al explotar. La italiana sintió un dolor feroz, y ya en cobertura y fuera de la línea de visión del Avatar examinó sus heridas. Su coraza era poderosa, de las mejores que se forjaran por parte de la industria armamentística panoceánica, y eso era mucho decir. De no contar con esa protección estaría muerta sin remedio, pero aun así tenía buena parte del costado destrozado, y sabía que era probable que esa herida la acabara matando en unas horas si no era tratada de urgencia. No habría problema, ya recuperarían su petaca. Lo importante era obtener la suficiente fuerza como para seguir combatiendo y abatir a la bestia.

“¡Marco! ¡Medikit!”

El Sargento de Orden sanitario escuchó a su líder, lanzándole sin exponerse un dispositivo de soporte vital. Catalina se lo inyectó y sintió la explosión de adrenalina recorriendo su cuerpo y sus venas como fuego. Aquella sensación llenó de vigor y plenitud a la guerrera de Cristo, incluso aunque supiera que solo sería temporal y artificial. Pero al menos la llevaría suficientemente lejos como para poder continuar con el enfrentamiento y, complementado con su Fe y su determinación, quizá incluso imponerse al Avatar.

Dejó unos segundos más para que el calmante hiciera su efecto y acallara el intenso dolor que sentía en el costado. Todos los sensores de posición le indicaban que su enemigo se encontraba en el mismo sitio, que no había cambiado de posición, pero incluso sin ellos sabía que estaba allí. Podía sentirlo, podía sentir su inmunda presencia en la Catedral de Santo Tomás, desafiándola a que se acercara a por él. Confiando en la potencia de su magnificencia tecnológica frente a una humana herida a la que solo tendría que rematar sin demasiado esfuerzo, y con ello destruiría las esperanzas de los cristianos. Catalina sintió su corazón arder de furia ante tal pensamiento. No podía permitir que todo acabara de esa forma.

Cuando el dolor descendió a niveles tolerables, se asomó de nuevo y disparó.

“Oh buen Jesús, óyeme. Dentro de tus llagas, escóndeme”

El Spitfire rugió de nuevo, y esta vez, las balas se clavaron en el Avatar como lanzas portadas por ángeles. Catalina se sintió exultante al ver cómo los impactos destrozaban la armadura de su rival, levantando esquirlas, partes mecánicas y extraños fluidos por doquier. El Avatar intentó apuntar para responder al fuego de la humana, pero las balas seguían lloviendo sobre él, penetrando sus defensas. Se tambaleó e hincó la rodilla, bajando la ametralladora.

Catalina siguió avanzando al tiempo que descargaba ráfaga tras ráfaga sobre la bestia caída, alabando a Dios y agradeciendo el poder justiciero que sentía en sus manos. Toda victoria es de Dios, se repetía. Toda victoria es de Dios, y con solo unos disparos más, su enemigo entendería la presunción que suponía haber desafiado a la Humanidad. Cuando agotó el cargador del Spitfire, desenvainó la espada, grabada con versículos del Libro de Job, y se dispuso a decapitar al Avatar.

Entonces cayó al suelo.

Le habían disparado por la espalda.

Se volvió y vio a un sargento de Orden avanzando hacia ella, con el fusil combi todavía humeando. La armadura de Catalina había asumido gran parte del impacto, pero estando ya malherida con anterioridad, aquellos golpes habían supuesto su incapacitación. Estaba tan cerca de la victoria… la incomprensión se transformó en una profunda rabia al ver que, a medida que se acercaba a su posición, el sargento de Orden se iba transmutando, revelando su verdadera naturaleza: un asesino especular.

Al llegar ante ella, el Shasvastii desenvainó la espada. Catalina estaba demasiado dolorida como para defenderse, y no pudo más que gritar de dolor cuando el alienígena clavó su espada en su pecho. No le había atravesado el corazón, pero porque no había querido. Seguramente disfrutaría de ese momento, sabiendo que se encontraba indefensa… tal era el odio que la Humanidad había generado en los Shasvastii.

Justo cuando iba a dar el segundo golpe, el asesino especular se tambaleó, acribillado por varios proyectiles que los auténticos sargentos de Orden descargaron sobre él. Aquello salvó la vida de Catalina, pero a costa de que sus compañeros la perdieran, pues se habían tenido que exponer demasiado y habían entrado en el rango de acción del Avatar, quien los volatilizó con una certera e implacable ráfaga.

Con lo que así terminaba todo. De todos los contendientes que se habían comenzado a matar unos instantes antes, solo quedaban con vida el Avatar y ella, Catalina, ambos demasiado malheridos como para poder actuar. La italiana sintió un dolor punzante e insoportable, y supo que no se debía únicamente a sus heridas, sino al hecho innegable de que no había conseguido su objetivo. Probablemente moriría allí, pero si conseguían recuperar su petaca podrían resucitarla, y entonces…

Un gélido escalofrío le recorrió la columna dorsal. La petaca. Por eso el asesino especular no la había matado. No quería jugar con ella, quería simplemente incapacitarla para que cuando llegara el momento no pudiera resistirse a la sepsitorización del Avatar.

Aterrada, Catalina dirigió su mirada hacia el TAG. Estaba a tiro, y podía matarla, pero no lo iba a hacer. Corrompería su personalidad y la usaría como su marioneta para enfrentarse a la misma Humanidad y la misma Iglesia a la que había jurado defender, completando así la máxima crueldad posible, el negarle una muerte heroica y concederle en cambio un futuro impío.

No. Aquello no podía ser. No terminaría así.

Miró de nuevo el cielo, que no había perdido su fulgor, ajeno al horror que se desarrollaba bajo él. En cierta forma, aquel sol alienígena le recordó al de su Siracusa natal. Jamás hubiera imaginado, cuando era niña, morir bajo un sol que no fuera aquel. Y sin embargo halló consuelo en el hecho de que, al menos, podía elegir su muerte.

“En la hora de mi muerte, llámame. Y mándame ir a Ti”

Catalina cogió su pistola, se la metió en la boca y disparó, destrozando su petaca.


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