Saludos a todos, damas y caballeros.
Os traigo uno de los primeros relatos que escribí de Aurelian, el Caballero Negro, que fue mi personaje vampiro en la Segunda Era de Mordheim. Debo confesar que la razón que me empujó a jugar con No Muertos fue que tras haber sufrido a Trifón y Gunnar en la Primera Era, quería tener un personaje tremendamente potente que instigara el mismo temor que los cabrones de los mencionados me habían instigado a mí en esa Primera Era. Sin embargo, pese a ser un vampiro su historia se incardinó en el crossover artúrico que diseñamos para esta Segunda Era, convirtiéndose en un defensor del mismo, como de hecho ya se había mostrado en el epílogo de la Primera Era, relato en el que aparece.
Es también el primer relato en el que aparece Chantal, la nigromante que lidera mi ejército de No Muertos y que formaba parte de esa banda. Al contrario que Aurelian, que como vampiro del Dragón Sangriento (de origen estaliano además) no dejaba de ser un guerrero noble, Chantal es y siempre ha sido una auténtica hija de puta sádica, por lo que el tema artúrico nunca le interesó demasiado. Llegó un momento en que fue complicado conjugar la coexistencia a nivel trasfóndico entre Aurelian y Chantal, lo que motivó la salida de Chantal de la banda y la creación de una minibanda formada por ella y sus amantes que sería el germen de lo que luego ha pasado a ser mi ejército No Muerto.
Os dejo con el relato, que espero que os guste.
Los
tres prisioneros se mantuvieron agazapados en el interior del carruaje-prisión,
reacios a hacer cualquier movimiento que pudiera delatar su presencia. La
incertidumbre era terrible, y nadie podía averiguar, pues la batalla se había
desarrollado en un sitio que no podía ver, quién era el vencedor. Quizá los
adoradores de los dioses del Caos hubieran derrotado a los sigmaritas, en cuyo
caso era posible que fueran liberados. O no. Si por el contrario eran los orcos
quienes se habían alzado con el triunfo, era mejor no hacerse notar. La comida
escaseaba en Mordheim y tres cautivos indefensos podían servir perfectamente
como cena.
Fue
Flagg quien las vio primero. Avanzaron con elegancia y cierta sensualidad,
emergiendo de las sombras, sus ropajes flotando de forma evanescente. Era
evidente que se trataba de las aprendices de algún culto. Quién sabe, quizá
adoradoras del Arquitecto del Destino o del Príncipe Negro. Aquello animó a
Flagg, pues era improbable que decidieran matar a un brujo como él. Quizá
podría incluso ofrecerles sus servicios. Se había especializado en provocar
abortos, a veces consentidos, muchas veces forzados, y el asesinato de nonatos
era un ritual muy valorado en determinados cultos del Caos.
Sus
compañeros en la jaula eran una mujer que había pertenecido a una banda mercenaria de asesinas de hombres y un borracho que había matado a su mujer a latigazos delante de sus
hijos para ganarse el favor de Khorne. Ninguno de ellos tenía poderes mágicos,
y por tanto no pudieron sentir el estremecimiento que sintió Flagg cuando una
tercera figura entró en su campo visual. Parecía un templario, un poderoso
guerrero embutido en una armadura tan negra que la noche de Mordheim brillaba a
su alrededor. En sus manos sostenía una espada y un hacha, ambas de bella
factura, ambas embadurnadas en sangre. Cuando se acercó vieron su rostro, un
semblante de rasgos sureños y nobles, con el cabello recortado como los
militares del Sur y la mirada altiva.
Flagg
no vio eso. Vio un rostro bestial, unos colmillos desproporcionados, la nariz
achatada y los ojos rojos brillantes como rubíes forjados en el infierno. Flagg
vio lo que realmente era aquella aparición: un vampiro. Y tembló.
"Abrid la puerta" – ordenó el caballero.
Las muchachas
obedecieron al instante, deshaciendo con sorprendente habilidad los cerrojos de
los cazadores de brujas. Aunque el brujo seguía temblando en un rincón, los
otros dos prisioneros se dieron prisa en abandonar la cárcel y se arrodillaron
ante el templario, en parte por la debilidad provocada por los sigmaritas y en
parte para mostrar sumisión y agradecimiento. Flagg esperaba que el vampiro se
lanzara de un momento a otro sobre ellos y bebiera su sangre, pero al ver que
no sucedía comenzó a sentir curiosidad, y la curiosidad empezó a superar a su
temor, por lo que acabó saliendo de su cárcel.
Los otros dos
seguían ofreciendo su existencia al caballero, tanto para adularle como para
obtener de él protección frente a los cazadores de brujas. Si aquel hombre les
había liberado debía sentir amistad hacia ellos, y esa amistad podía ser muy
beneficiosa. Éste, por su parte, y ante la insistencia de las súplicas y las
alabanzas, acabó diciendo:
"Sois libres…"
Incluso el
propio Flagg se sorprendió a sí mismo dando gracias en los términos más
elogiosos, aunque, como a los otros dos, se le congeló la voz cuando el vampiro
terminó la frase:
"… si conseguís llegar con vida al amanecer."
Ninguno de los
prisioneros reaccionó. El horrible vacío que siguió a la frase fue usada por
una de las aprendices, la más descarada, para insinuar al vampiro:
"¿No preferís que los matemos y os sirvamos su
sangre en una copa? Hace mucho que no arranco ningún corazón palpitante."
El templario
negó firmemente.
"No soy uno de esos decadentes que se alimentan
sin esfuerzo. Si como algo es porque lo he cazado antes."
Y esbozó una
terrible sonrisa, que permitió ver a todos, con la misma claridad con la que
Flagg lo había percibido antes, que era un señor de la noche. El terror los
dejó paralizados, hasta el punto en que tuvo que ser el propio caballero negro
el que les dijera:
"Huid mientras podáis, imbéciles."
Los
prisioneros saltaron como un resorte al escuchar estas palabras, y se
dispersaron en todas las direcciones como ratas asustadas. El vampiro, por su
parte, se limitó a envainar sus armas y comenzó a pasear despreocupadamente.
"¿No les perseguís, mi señor?" – dijo la otra
aprendiz, más sumisa y por ello mirando al suelo en gesto de respeto.
"Hay que dejarles cierta ventaja, o no sería
interesante. Además, hay muchas estupideces que alguien es capaz de hacer
cuando te persigue un inmortal. Tengo curiosidad por saber con qué me sorprenderán
esta vez."
++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++
Flagg
comenzaba a sentirse esperanzado tras dos horas de terrible angustia. El sol no
tardaría más de una hora en salir, y todo lo que tenía que hacer era lograr
sobrevivir esa hora más. La noche había sido espantosa, como pocas en Mordheim,
y eso ya es decir. La ciudad estaba repleta de ruidos inquietantes, alaridos
inhumanos y gritos de terror por doquier, pero de alguna forma el hechicero
había logrado acostumbrarse a eso y hasta conseguido que le resultara, en
cierta forma retorcida, placentero. Aquella noche había sido distinta. El
silencio sólo se veía roto por pasos furtivos, crujidos de madera podrida,
puertas chirriantes que se abrían y el sonido de algo raspando la piedra.
Durante las dos horas de infarto desde que el vampiro le “liberara” no había
parado de sentirse observado, vigilado, como si la bestia estuviera jugando con
él.
Pero había
sobrevivido, y eso era lo que contaba. En los momentos de más oscura
desesperación había considerado incluso la posibilidad de entregarse a
Maximilian von Fornid de nuevo con tal de huir del vampiro. No obstante, sabía
que eso significaría también su muerte, quizá de una forma menos horripilante,
pero cuanto menos igual de dolorosa, si no más. Un potente impulso de mantener
la vida que le había negado a tantos y tantos niños le había permitido
resistir, y por fin había encontrado una solución: conocía a un mercenario de
Middenheim, un hombre brutal y rudo que le debía un favor por haber hecho
desaparecer a un crío no deseado del vientre de su madre. Si lograba dar con su
campamento, establecido en una torre de guardia en la muralla de la ciudad,
quizá lograra salvarse. Quizá el depredador que le perseguía decidiera no
enfrentarse con una banda entera de norteños, y, si lo hacía, quizá se saciara
con su sangre y se olvidara de Flagg. Valía la pena intentarlo.
El hechicero
salió de una calleja y encontró por fin su objetivo. A unos doscientos metros
se alzaba la torre de Rutger el Rojo, el mercenario de la ciudad de Ulric. Dos
barbudos guardias vigilaban la entrada. Emocionado por la perspectiva de,
contra toda previsión, llegar a vivir un día más, echó a correr en dirección a
lo que esperaba fuera su refugio.
Entonces, una
oleada de murciélagos surgió de la misma calleja que el brujo acababa de
abandonar, llevando el terror a su corazón. Éste fue aún mayor cuando, ya a muy
pocos pasos de la torre, uno de esos murciélagos se convirtió en el templario,
que cayó pesadamente sobre su espalda al tiempo que soltaba un rugido de furia.
Uno de los
guardias mercenarios, armado con una ballesta, disparó sobre la aparición y le
hirió en la pierna. Aurelian sintió el virote atravesándole el muslo, pero se
limitó a sacárselo sin esfuerzo ni dolor alguno. Sabía que Flagg no podría
moverse pues le había roto varios huesos y la columna, así que sin temor a que
se escapara se irguió y, señalando con la espada a los guardias, les dijo con
voz profunda:
"Ninguno de vosotros tiene por qué morir esta
noche."
Los
mercenarios captaron el mensaje, y se resguardaron en el interior de la torre,
atrancando bien la puerta. El vampiro se volvió entonces hacia el hechicero, a
quien el dolor y el miedo le hacían gimotear como un niño asustado, lo levantó
sin esfuerzo y desapareció con él en las sombras.
Flagg pensaba
que era imposible sentir más dolor, pero lo experimentó cuando el vampiro lo
arrojó con desprecio a un duro suelo de piedra. No sabía cuánto tiempo había
pasado desde que le alcanzara frente al torreón de Rutger, pues se había
desmayado, pero lo más probable es que apenas hubieran sido unos minutos. Aún
no había amanecido, y el señor de la noche se entretenía escuchando el lejano
aullido de lobos en la distancia, asomado a una ventana del piso ruinoso en que
había arrojado a Flagg.
"¿Pensaste que podrías sobrevivir, viejo?"
El brujo no
pudo responder, con lo que el inquietante ser siguió con su monólogo.
"Te he dejado el último porque pensé que serías
el más escurridizo. Claro que intentar que unos mercenarios te protegieran no
ha sido una jugada muy brillante… la mujer lo ha hecho mejor. O más
divertido, al menos. Le rompió las piernas al otro prisionero y lo dejó ahí
tirado para que lo atrapara a él y ella pudiera huir."
El vampiro
desenvainó la espada y cortó el aire con ella, ejecutando complejos
movimientos. Parecía obsesionado con el combate.
"Así que la atrapé a ella y le obligué a ver cómo
bebía la sangre de es cultista enloquecido. Nunca entenderé a los que adoran al
dios de la sangre. A ningún dios del Caos, de hecho. Pobres esclavos con aires
de grandeza… luego bebí la sangre de la mujer, claro. Era amarga, como
corresponde a alguien tan llena de furia. Deliciosa, en cierto modo."
Aurelian miró
entonces a Flagg y, en un tono insoportablemente amenazador, le dijo:
"Y ahora, brujo demente, es tu turno."
Las palabras
volvieron al hechicero a medida que el vampiro se acercaba a él con pasos
lentos, sin prisa. Eran sus últimos momentos de vida. Debía evitarlo… no quería
morir.
"Espera, espera… puedo servirte, puedo ayudarte…"
El guerrero lo
alzó y los rostros de ambos quedaron frente a frente. Como la primera vez, lo
que el hechicero veía no era una faz humana, sino la de un murciélago con
inteligencia sobrenatural, la de un ser que no debería existir y ante el cual
toda su existencia se rebelaba inútilmente.
"¿Y qué crees que puedes hacer por mí, Flagg?"
"Soy… soy un hechicero poderoso. Conozco bien
esta… esta ciudad" – la voz del hechicero se debilitaba a medida que aumentaba
el dolor -. "Te ayudaré, os ayudaré. Sé que los vampiros queréis controlar
Mordheim… no sé por qué ni me importa, yo…"
Aurelian rió,
y su risa fue lo más terrorífico que Flagg hubiera escuchado jamás.
" ¿Piensas que soy un esbirro de Sylvania? ¿De esa
escoria con aires de grandes señores? Me insultas, brujo…"
Éste,
sintiéndose cada vez más acorralado, suplicó con energías renovadas:
"¡Lo siento, lo siento! ¡No sabía…! Seáis quien
seáis, por favor, puedo ayudaros, puedo seros útil… por favor…"
La actitud del
vampiro, que hasta entonces había sido condescendiente, se volvió dura como la
obsidiana. Alzó al brujo por encima de su cabeza con un único brazo y,
rugiendo, le dijo:
"Soy Aurelian de Almagora, el Caballero Negro,
del linaje de Abhorash. No estoy aquí por el poder, ni por el dinero. Estoy
aquí para purificar la tierra de los ignorantes, los cobardes, los débiles y
los mezquinos. De gente como tú, Flagg."
El caballero
vio en los ojos del viejo el momento exacto en el que perdió toda esperanza,
sustituida por un insondable horror.
"Eres un ser ruin y despreciable. Has vivido
gracias al sufrimiento ajeno, al dolor de los inocentes, y ahora seré yo quien
te juzgue por tus pecados."
Un inmenso
grito rasgó el amanecer de Mordheim, un grito que transportaba el miedo y el
sufrimiento más sincero.
++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++
Ayn Ad-Dhalam,
el Ojo de las Sombras, se encontraba repasando las indicaciones de un manual de
alquimia en una de las pocas zonas a cubierto que habían encontrado en la
ruinosa casa que les acogía, en el Nido de Asesinos. Justo cuando comenzaba a
explorar las propiedades de la piedra ágata (un material más común en Arabia
que en el Imperio, pensó lamentándose) la puerta de su estudio se abrió. Sabía
que sólo podía ser Aurelian, pues nadie más se atrevería a molestarla en sus
estudios. Se giró lentamente y encontró allí al vampiro, quien sostenía una
bolsa ensangrentada.
"Espero que tus aprendices sean buenas muchachas
imperiales y hayan aprendido a coser bien" – le dijo, arrojándole la bolsa a los
pies y abandonando posteriormente la sala.
Ayn Ad-Dhalam
inspeccionó el género. Tres cadáveres, dos de ellos de varones y uno de una
mujer. Habría jurado que uno de ellos pertenecía a Flagg, el conocido
abortista, pero estaba tan sumamente mutilado y desfigurado que era imposible
reconocerlo. A decir verdad, los otros no se encontraban en un mejor estado. La
nigromante sabía que Aurelian no era particularmente cruel, pero algunas cosas
le hacían enfurecerse hasta alcanzar niveles de salvajismo insospechados.
Mezclar el carácter inflexible estaliano con la furia de un vampiro del linaje
de Abhorash daba resultados escalofriantes.
Con todo, algo
se podría aprovechar.
Tras recibir
la orden telepáticamente, las dos aprendices de la nigromante, la rubia y
descarada Chantal y la morena y tímida Helena, se presentaron ante ella.
"Preparad estos cadáveres para su reanimación.
Sí, podéis devorar los corazones… aunque no les queda mucha sangre."
No hay comentarios:
Publicar un comentario