jueves, 20 de agosto de 2020

Chantal conoce a Sveta

 Saludos a todos, damas y caballeros.

Al hablar de Chantal y su cábala, siempre menciono que dos de sus amantes salieron, como ella, de Mordheim. Se trata de Beatrice y Sveta. Ninguna de las dos formaba parte originalmente de la banda con la que empecé la campaña de la Segunda Era, sino que fueron reclutadas para rellenar los huecos de dos integrantes que, en la más pura tradición violenta y letal de Mordheim, murieron: Beatrice ocupó el hueco de nigromante dejado por Ayn ad-Dhalam, la mentora y amante de Chantal, mientras que Sveta ocupó el hueco de despojo (con habilidades académicas en lugar de fuerza para que encajaran mejor en la temática de "aprendices de nigromante") dejado por Helena, la hermana melliza de Chantal.

Chantal (la rubia) y Sveta (la morena)

La Segunda Era generó un volumen de Trasfondo ingente, y entre todo ese Trasfondo (no exagero, son casi 100 páginas en Word) están los relatos de cómo Chantal conoció a Beatrice, que he publicado en esta entrada, y cómo conoció a Sveta, que también se detalla aquí. En el relato aparece también una bruja llamada "La Dama Azabache", quien no forma parte del séquito actual de Chantal porque también murió en Mordheim, en este caso a manos de un ingeniero con un arcabuz de repetición, buena puntería y gatillo fácil. Espero que os guste el relato.

Por mucho que Chantal lo intentara, le resultaba prácticamente imposible reprimir el escalofrío a medida que descendía los escalones hacia la cripta en la que Aurelian descansaba durante el día. El sol acababa de ponerse y sabía que ya estaría despierto (aunque generalmente el vampiro no dormía, sino que aprovechaba las horas de mayor debilidad para entrenar con la espada), y quería transmitirle cuanto antes las buenas noticias: el descubrimiento de dos nuevas reclutas para la banda, una de ellas con información muy sensible.

Lo cierto es que la descarada imperial no se habría atrevido a seguir ese camino, ni siquiera con tan favorable excusa, de no ser por el buen estado de ánimo con que se encontraba en los últimos días. El hecho de que ella hubiera encontrado las obras del Conde Vlad le había hecho subir en la estima que le tenía el caballero no muerto, e incluso el hecho de haber sido derrotado por Maximilian Von Fornid le había animado, por haber encontrado un rival a su altura. Chantal no terminaba de comprender el “aprecio” que le había cogido al fanático líder de los que mataron a su hermana, pero tampoco necesitaba comprender al vampiro más allá de conocer las cosas que harían que la matara.

Al encontrarse frente a la puerta de la cripta, dudó si entrar en ella sería una de esas cosas.

La puerta chirrió, como correspondía a una mansión arcaica y abandonada. Desde el interior sólo llegaba la oscuridad más profunda: ni el más mínimo rayo de sol se filtraba hacia la cripta. Chantal reunió todo el valor que pudo y susurró:

"¿Mi señor?"

Y el corazón se le heló tanto que no pudo ni siquiera gritar.

Al fondo de la sala, la provocadora rubia pudo ver a un ser bestial, un inmenso murciélago que andaba a dos patas como un humano, y que la miraba con una sonrisa llena de colmillos y de maldad. Sus ojos rojos se clavaban en ella con un ansia infinita, y portaban la promesa de la más horrenda de las muertes.

La visión había durado una fracción de segundo, tras lo cual se desvaneció, pero quedó grabada en la mente de la muchacha hasta que Aurelian, vestido con su armadura, con su forma “humana” y su rostro “normal”, de rasgos altivos y sureños y de cabello recortado a la manera de los militares de Estalia, avanzó hacia la puerta de la cripta.

"Chantal, me alegra verte. ¿Se ha puesto ya el sol?"

El vampiro sabía de sobra que así era, pero le hizo una pregunta fácil para calmarla.

"Sí… así es, mi señor."

"Excelente. ¿Hay alguna novedad?"

La joven ninfómana estaba aún intentando recuperar el aliento, y Aurelian tuvo que reprimir una sonrisa al ver, con su visión sobrehumana, al intenso miedo de la mujer asfixiando su pecho como una serpiente que se negara a aflojar.

"Hay… hay dos mujeres que quieren unirse a nosotros, mi señor. Me he tomado la libertad de traerlas aquí."

"Bien hecho, Chantal. Muchas gracias. Subiré en un instante."

La muchacha se retiró casi corriendo, y Aurelian pudo por fin sonreír con cierta crueldad. Lo que ella había visto no era él, desde luego. Seguramente podría adoptar aquella forma, y más con los conocimientos que la obra del Conde Vlad le habían transmitido, pero ni tenía necesidad de hacerlo en aquella cripta ni le agradaba recordarse a sí mismo su naturaleza bestial. Aquello había sido una sugestión trasplantada en su mente, y no había sido con intención de bromear. Aurelian no bromeaba. Había querido genuinamente asustarla, y desde luego lo había conseguido.


Era curioso comprobar cómo había evolucionado aquella chiquilla en apenas unos meses. Siempre había sido muy descarada, mucho más que su hermana, y Aurelian podía ver que tenía una ambición de la que la otra carecía. Pero tras la muerte de la melliza y de Ayn Ad-Dhalam en Sauerlach, todo en Chantal se había vuelto exagerado, desproporcionado. No solo su libido, que ya de por sí era extraordinaria y que le hacía compensar la muerte de su hermana y de su amante en otros brazos, sino también su descaro, su atrevimiento y su sed de sangre. Chantal era una persona totalmente desequilibrada y con un gran potencial. Era como una batería de cañones disparando sin objetivo fijo. Y eso a Aurelian le divertía, pero también le preocupaba, pues no dejaba de ser peligroso.

El vampiro sabía que, en la consecución del objetivo que le había hecho viajar hasta Mordheim, sólo había una cosa que debiera temer: al clan Lahmia. Eran sus únicos rivales suficientemente astutas como para sospechar y suficientemente tenaces como para que matarlas no bastara. Aurelian sabía que las Lahmia conocerían su presencia en Mordheim tarde o temprano, y era probable que intentaran saber más. Y la forma más obvia de acercarse a él era a través de Chantal. La muchacha era lista, pero no dejaba de ser humana, y demasiado débil ante las tentaciones carnales como para poder resistirse a las seducciones de las Lahmia.

Por eso resultaba beneficioso tenerla cerca y amedrentarla de vez en cuando, de forma que, le propusieran lo que le propusieran, temiera más a Aurelian de lo que podía llegar a idolatrar a las hijas vampiras de Neferata. Por eso y porque de sus interacciones con las demás mujeres de Nido de Asesinos sólo se derivaban dos posibles resultados: o las asesinaba o las reclutaba. Las emisarias de las Lahmia no se iban a dejar asesinar, así que tendrían que estar entre las que reclutaba, y a esas Aurelian también quería tenerlas cerca. Además, cuanto más aumentara su pequeño harén privado, menos tentada se sentiría de pasar a formar parte del séquito de una vampiresa.

Lo único malo de esa estrategia era que al pobre Vespasian, su escudero, le tenían hundido en la miseria. Era un buen muchacho, duro y espartano, pero no dejaba de ser humano y joven, y aquella situación le desquiciaba. Habría que hacer algo, pues tenía grandes planes para él, incluso reclutarlo para la Orden si llegaba al nivel que esperaba, y sería una pena que se echara a perder por culpa de un puñado de ninfómanas que no le hacían ni caso.

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La Mansión que el Cónclave de la Noche Interminable había ocupado en Nido de Asesinos tenía salas bastante espaciosas, y Aurelian había aprovechado una de ellas para convertirla en una especie de sala de audiencias. Los herederos de Abhorash nunca habían sido particularmente dados a toda la parafernalia nobiliaria con la que tanto disfrutaban otros clanes como los Von Carstein, pero Aurelian había entendido que debía comportarse no sólo como el guerrero que era, sino como el líder que necesitaba ser si quería tener al Cónclave atenazado.

La mayor parte de sus guerreros le aguardaba ya en el salón cuando él entró, y discernió su presencia aunque no les mirara mientras avanzaba en dirección al sillón que hacía de trono. Vespasian estaba a un lado de la sala, con la espalda junto a la pared y agarrando la lanza con firmeza. Su alma mostraba una tensión constante, consecuencia tanto de los desprecios de las mujeres del Cónclave como de la exigencia de ser el escudero de un señor de la No Muerte. Al otro lado de la sala se encontraba la Ladrona de Almas, con esa inseguridad tan característica cuando Aurelian se encontraba cerca de ella. La nigromante bretoniana sabía dos cosas: que su vida dependía de tener contento al vampiro, y que no sabía cómo contentarle. Sospechaba que el depravado asesinato de Hermann Klöpp, al que habían encontrado inconsciente en la Biblioteca, y su posterior resurrección como zombi, no había agradado mucho al vampiro, cuyo sentido del honor y su ascendencia estaliana hacía que le disgustara el ver a sacerdotes convertidos en muertos vivientes.

En el centro de la sala aguardaba Chantal, con el miedo aún a flor de piel, flanqueada por las dos mujeres de las que había hablado. Una de ellas se hacía cubrir con una túnica larga y una capucha, y tenía aspecto de hechicera. Cuando Aurelian se sentó en su “trono”, vio que sus rasgos eran duros y oscuros. Su cabello era negro, como sus ojos, y su piel tenía una tonalidad morena que hacía sospechar que probablemente fuera también sureña, estaliana, tileana o quizá de más allá, de algún Reino Fronterizo. La otra muchacha era más joven y mucho más inocente. En sus ojos no mostraba el terror que cualquier persona sensata sentiría ante la presencia de un hijo de Abhorash, sino curiosidad y admiración. Pobre idiota.


"Chantal, por favor" – se limitó a decir Aurelian. No era un hombre muy dado a formalismos.

"Mi señor" – dijo Chantal tras una torpe reverencia -, "ésta es la Dama Azabache. Beatrice y yo la hemos conocido…"

Y de pronto se dio cuenta de que no sería prudente explicarlo todo, puesto que la habían conocido en una noche de alcohol y desenfreno celebrando el brutal asesinato del sacerdote de Morr y su conversión en un muerto viviente, algo que, según sospechaba Chantal, Aurelian sólo había tolerado como forma de devolver a los habitantes de Sauerlach el dolor que él había sentido por la muerte de Ayn ad-Dhalam. En cuanto a los detalles concretos del encuentro entre las tres, una persona tan provocadora como Chantal difícilmente habría podido obviarlos, pero Aurelian no era un ser al que se pudiera provocar con detalles pornográficos.

"La hemos conocido en la taberna. Habíamos salido a… beber un café inocente. Con pastas, seguramente. Ella nos ha reconocido y nos ha ofrecido sus servicios como bruja e información a cambio de nuestra… vuestra protección."

La historia del café con pastas era lo más ridículo que había escuchado Aurelian en mucho tiempo. Él sabía que la “celebración” había incluido orgías, asesinatos en masa y beber sangre humana, pero lo dejó estar.

"Gracias, Chantal. En cuanto a ti, Dama Azabache, podrás demostrar tu habilidad como bruja. Y respecto a la información… veamos si es interesante."

La Dama Azabache respondió, con una voz engañosamente dulce pero teñida de miedo:

"Mi señor, la información que os traigo se refiere a un poderoso tomo de magia que las Hermanas de Sigmar guardan en La Roca. Es uno de los grimorios más poderosos de la ciudad, y aunque está bien custodiado, podría guiaros hasta él."

"Parece útil, desde luego" – respondió el vampiro -. "¿Cómo sabes de su existencia?"

"He vivido en La Roca durante muchos años" – respondió la Dama Azabache, y ante la sorpresa generalizada se explicó -. "Soy huérfana y desde que tengo uso de razón las hermanas cuidaron de mí. Pero… soy una hechicera. Quizá mi madre también lo fuera. Además, tengo unos gustos algo… heterodoxos. Mi interacción con algunas de las novicias no eran como las abadesas esperaban. Nos dedicábamos a bañarnos y quitarnos y ponernos ropa interior todo el tiempo."

Aurelian sintió una oleada de furia desde el extremo de la sala. No le hizo falta mirar hacia allá para saber de dónde procedía. ¿Cuál era la probabilidad de que todas, absolutamente todas las mujeres con las que se cruzaba el pobre Vespasian fueran invertidas? Aquello iba a matarle.

"Así que escapaste de La Roca" – siguió Aurelian – "y buscas venganza."


"No me interesa tanto la venganza, mi señor, como ofreceros algo de valor a cambio de vuestra protección."

Buena respuesta, pensó Aurelian. Demasiado buena. No le interesaban demasiado los grimorios, pero la historia de aquella muchacha sonaba a algo que las Lahmia podrían haber inventado. Tendría que ir a La Roca a comprobar su veracidad.

"Excelente. Nos enseñarás el camino y, si todo es como dices, contarás con mi protección. En caso contrario te usaré como cebo para los Cazadores de Brujas."

La hechicera asintió con la cabeza, señal de que le parecía un acuerdo justo. Tampoco tenía más opción.

"Preséntame a tu otra amiga, Chantal. ¿También la conociste con un café? ¿O quizá en un concierto benéfico?"

"No, mi señor, la conocí bebiendo vodka."

"Ah."

"Es kislevita, mi señor. Se llama Sveta y vino a Mordheim hace unos meses. Al principio se unió al contrabando de vodka. Es por eso que la conocí. Al oírme hablar de nuestra organización, solicitó unirse a nosotros."

"¿Sabía que esa “organización” está sometida" – Aurelian hizó mucho hincapié en esa palabra – "a un vampiro?"

"No, mi señor. Pero no parece importarle mucho"

Aurelian miró a Sveta. La verdad es que Chantal tenía razón. No dejaba de mirar al vampiro con esa fascinación y admiración que sólo pueden sentir hacia los Señores de la Noche las personas que no están del todo bien de la cabeza.

"Bien, Sveta… la Dama Azabache me ofrece conocimientos de hechicería y el acceso a La Roca. Tú, ¿qué puedes ofrecerme?"

Y antes incluso de que Aurelian hubiera terminado de hablar, la pequeña kislevita dejó caer su vestido, quedándose totalmente desnuda.

Aquello provocó varias reacciones, aunque todas fueron sustancialmente iguales entre todos los presentes en la sala. Menos en Aurelian. Allá donde reinó la lascivia entre Chantal, Beatrice, la Dama Azabache y Vespasian, lo que sintió el vampiro fue una sed infinita, una sed incomprensible para ningún humano. El aroma que desprendía aquel acto era de placeres oscuros para los humanos de la sala, pero para el caballero No Muerto era comparable al que los humanos sentirían ante un vino excelso, o una hogaza de pan recién salida del horno. Era hambre.

Todo aquello se convirtió en un miedo aterrador cuando el vampiro, moviéndose tan rápido que nadie fue capaz de verlo, agarró a la kislevita por el cuello y, sometiéndola, rugió:

"¡No me tientes, inconsciente! Soy un caballero, ¡no una bestia! ¡Me alimentaré de héroes y monstruos que derrote en combate, no de prostitutas imbéciles como tú!"

La fuerza con la que agarraba el cuello de la muchacha era tal que parecía que en cualquier momento la cabeza se le desenroscaría del resto del cuerpo. Todos los presentes estaban convencidos de que la kislevita había firmado su sentencia de muerte, pero el vampiro tenía una idea mejor: la lanzó violentamente contra Vespasian, quien la agarró al caer, y le gritó:

"Te encomiendo a mi escudero. Si quieres vivir, harás todo lo que él te mande. Y quiero decir TODO. ¿Me has entendido?"

Ella, todavía en los brazos de Vespasian, asintió con temor.

"Bien" – dijo Aurelian, recuperando la compostura con tanta frialdad que parecía que nada hubiera sucedido -. "Dama Azabache, cuéntanos todo lo que sepas sobre el Grimorio de La Roca. Después, Vespasian, partirás a Villabandido a informar al Brujo. Te llevarás a Sveta contigo: desde ahora será tu sombra, y podrás hacer con ella lo que quieras."


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