domingo, 7 de febrero de 2021

La fuerza de la sangre

Saludos a todos, damas y caballeros.

Hace poco publiqué el tercer escenario de la campaña El Reposo de los Muertos, que podéis ver aquí. Una de sus particularidades es que los no muertos no están liderados por un hechicero, sino por un tumulario. En la campaña original de Círculo de Sangre este honor correspondía a Lord Falk, el Caballero Oscuro. En nuestra adaptación, el elegido para comandar mis huestes en esta tercera partida fue Guillaume D´Arbois, a quien Beatrice resucitó tras profanar el monasterio de Áslacon.


Este relato pretende introducir esa tercera partida y de paso ofrecer una justificación narrativa al hecho de ir a la batalla sin ningún hechicero. También me sirve para ahondar en la personalidad de Beatrice, de la misma forma que este otro relato me sirvió para ahondar en la personalidad de Sarai dentro de la campaña Círculo de Hehicería, que también deriva de Círculo de Sangre. Aunque me he centrado mucho en escribir trasfondo de Chantal, me gusta esta oportunidad de explorar las circunstancias de sus acólitas y es probable que escriba otros relatos para las que todavía no lo tienen (que serian Sveta, Carol, Nadia y Zamira).

Os dejo con el relato. Espero que os guste.

Había fuerza en la sangre. Como bretoniana, Beatrice lo sabía. Toda su sociedad se basaba en ese principio: los nobles, las sirvientas de la dama, los campesinos, los artesanos, los pequeños burgueses… todos ellos debían su posición a su sangre. Era lo que dictaba cada uno de sus derechos y sus deberes, todo lo que podían esperar de los demás, lo que les deparaba a sus descendientes generación tras generación. La sangre constituía un sistema fuerte, sólido, inamovible. Un sistema que muchos odiaban.

Beatrice estaba entre ellos, pero no por las mismas razones que la mayoría. Casi todo aquel que odiaba el sistema en realidad no lo rechazaba como tal: lo que rechazaban era su posición en el mismo. Envidiaban a los nobles, los privilegios que hacían que no tuvieran que trabajar y pese a ello estuvieran bien alimentados, envidiaban el devoto respeto que inspiraban las damiselas, y querían eso para sí: querían saber que sus vidas, aunque pudieran seguir siendo cortas, no serían miserables; que disfrutarían de los bienes y el poder que les estaban vedados, que su espada o su palabra serviría como un mandato divino que alejaría buena parte de los males de ellos, y que, en definitiva, tendrían aquello de lo que carecían. No querían acabar con los nobles, sino ser como ellos.

Beatrice no.

Al fin y al cabo, su sangre también tenía poder. No sabía de dónde procedía: hasta el día en que murió, su madre juró que era la hija ilegítima de un caballero. Si se trataba de uno de los nobles de Mousillon, bien podría haber sido la hija de un demonio. Quizá alguno de sus ancestros cabalgó al lado de la oscura demencia de Merovech; quién podría saberlo. A Beatrice tampoco le importaba. Independientemente de dónde procediera, su sangre le había concedido muchos dones.

El más obvio, y también el más improbable, era su extraordinaria belleza. Mousillon era una ciudad condenada que acababa por pudrir a todos sus vástagos, pero en el caso de Beatrice había hecho una excepción, pues no había ni una mínima imperfección en su escultural cuerpo. Al contrario, si algún escultor hubiera querido alguna vez representar el ideal de belleza femenino, habría hecho una estatua cuyas piernas fueran tan esbeltas como las suyas, los senos igual de firmes, el rostro igual de angelical, las curvas igual de exactas. Quizá la oscura mano que le había dado forma desde las más siniestras pesadillas quería exactamente eso.

Porque los dones de su sangre no terminaban ahí. Su dominio de la nigromancia era majestuoso, permitiéndole proezas impías que solo estaban al alcance de Chantal, la aprendiza que la había superado y a la que había acabado uniéndose en su decadente espiral de perversión y oscuridad. No en vano, Beatrice era conocida, ya desde sus tiempos en Mordheim, como “La Ladrona de Almas”: su capacidad para arrebatar el espíritu de los vivos y fortalecerse con él era inquietante. Pero tal capacidad no habría servido de nada sin una mente acorde, una que no se atemorizara frente a los peligros de los Reinos de la Magia y que, sobre todo, no se asustara ante su propia crueldad. La sangre le había concedido ese regalo: su pulso jamás había temblado a la hora de cometer cualquier maldad, por innombrable que fuera.

Beatrice odiaba a su tierra, pero no porque quisiera mejorar su posición en ella. No quería participar en los banquetes de la nobleza, sino matarlos a todos, devorar su carne y beber su sangre. No quería que los campesinos la respetaran como a las damiselas, sino que la temieran. No quería el estatus matrimonial que les esperaba a las doncellas de alta cuna, sino yacer con ellas, someterlas y ver cómo enloquecían por la vergüenza y el deseo. Y no quería cabalgar junto a los caballeros, sino quebrarlos, manchar sus armaduras con el barro y la humillación de la derrota, y hacer que volvieran a servir en una infernal parodia de cuanto habían sido.

Y eso era, precisamente, lo que estaba a punto de hacer.

Ante ella se encontraba arrodillado Guillaume D´Arbois, en otro tiempo un noble caballero que había buscado el Grial, muriendo sin encontrarlo. Había sido enterrado en el monasterio de Áslacon, pero la desdicha había querido que ese monasterio fuera profanado por una bruja que, para más inri, había nacido en tierra bretoniana. Beatrice había encontrado en el monasterio la primera de las dos llaves que servirían para desatar el impuro poder del Ulth Kanopesh sobre la tierra, pero, incapaz de resistirse a clavar un puñal en el corazón bretoniano, se había llevado consigo a quien otrora fuera un noble defensor de su tierra y sus ideales. Aquello ya había sido una humillación bastante grande, pero lo que estaba por venir era peor.

Chantal se acercó a Beatrice, la besó en los labios, y le entregó una espada. Después, ocupó su lugar en las sombras, junto a Sveta. Pese a ser la indiscutible líder del culto, Chantal entendía que, en el acto de profanación que estaba a punto de suceder, Beatrice merecía el papel cantante. Que fuera una bretoniana quien lo realizara añadiría potencia al ritual: el odio de Beatrice era mucho más sincero que el de Chantal, era un odio negro que sólo puede proceder del conocimiento íntimo de aquello que se iba a quebrar.

“Guillaume D´Arbois, os nombro caballero, y mi paladín. Me defenderéis contra cualquier enemigo que intente atacarme, porque yo soy vuestra dama”

La melodiosa voz de Beatrice se deformó hasta llegar al final, convirtiéndose en un rugido que solo se explicaba porque ya no era su voz, sino la de Shyish. Mientras hablaba, golpeó ligeramente los hombros del caballero con la espada, y al terminar la invocación, un lúgubre resplandor amatista envolvió al caballero. Cualquier rastro de su personalidad anterior que hubiera podido quedar entre sus restos desapareció en ese momento, y se convirtió en un receptáculo de la energía nigromántica de su señora. Los muertos marcharían a su alrededor como lo harían ante ella, convertido en el foco de un poder infernal, el instrumento a través del cual la bruja llevaría la desesperación a sus enemigos.

Pues tal era la fuerza de la sangre impía que corría por las venas de Beatrice.

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