Saludos a todos, damas y caballeros.
Os traigo un relato para la Campaña de Círculo de Hechicería que estoy jugando con mis buenos colegas Jaime y Sedeño. Tras perder la primera partida, cuyo objetivo para mis brujas era intentar controlar un santuario asur, en la segunda partida tengo que intentar adueñarme de una capilla erigida por los caballeros del Grial. A los que odio profundamente. Muy, muy profundamente. Y en esa partida va a debutar una de las muchachas de la cábala de Chantal, Sarai.
Sarai es un personaje que me resultaba un poco complejo a efectos de reglas, dado que, a diferencia de todas las demás, decidí por Trasfondo que ella no sería hechicera. Eso me limita mucho a la hora de incluirla, pues no hay personajes "humanos" no hechiceros en un ejército de No Muertos, y no quería que fuera una vampiresa, pues Chantal teme y odia a los vampiros. No obstante, no caí en que puede usar un perfil de vampiresa aunque siga siendo, trasfóndicamente, humana. Esto es algo más complejo en Reforged donde los Condes Vampiro y los No Muertos clásicos están en libros separados, pero en sexta no es así, por lo que la usaré como una Lahmia, lo que me permitirá ponerle habilidades que refleje lo buenorra que está. Su perfil de atributos es un poco complicado, particularmente la F5 y sobre todo la I8, pero la Fuerza podemos asumir que procede de usar espadas hechizadas y la I8 de que va hasta arriba de drogas. Concretamente de sombra carmesí, que en Mordheim potencia la Iniciativa, si mal no recuerdo.
Os dejo pues el relato de cómo Sarai se prepara para la batalla. Tal como expliqué en las notas de diseño de Chantal, el relato tiene sus ciertas dosis tanto de erotismo como de violencia. Avisados estáis.
Sarai se reclinó en su elegante
silla y dejó la copa de vino blanco en la mesa baja contigua, al tiempo que cogía
el vial de sombra carmesí. Mientras acariciaba el cabello de la esclava que le
besaba el muslo, abrió el frasco y se dejó embriagar por el dulzón aroma de la
droga. El corazón se le aceleró al pensar en lo delicioso que sería estar bajo
sus efectos una vez más, ser rápida como una centella, sentirse invulnerable
mientras asesinaba y mutilaba. Dejó caer el contenido del vial en la copa de
vino blanco, bebió, y se relajó esperando que surtiera efecto.
Otra esclava entró, semidesnuda,
en su tienda de campaña. Portaba su espada, el arma con la que daría muerte a
todos cuantos se oponían a la voluntad de su amante y maestra, Chantal. La espada
era más bien una daga larga, pero había sido forjada por un maestro armero en
Estalia, y Nadia, la Bruja de Essen y una de las elegidas de Chantal, había
lanzado sobre ella encantamientos tan potentes que su filo brillaba con un
tétrico fulgor amatista, el sello de Shyish, el Viento de la Muerte. Era sin
duda un arma adecuada para ella, la Emisaria de la Maestra de la Carne.
La esclava entregó el arma a
Sarai y, tras eso, se arrodilló frente a ella y besó su empeine. Sarai, por su
parte, desenvainó la espada y recorrió su filo con el dedo, satisfecha al ver
cómo brotaba la sangre. Sonrió. Quién hubiera pensado que esa iba a ser su vida…
desde luego no su padre, quien accedió a que se fuera con Chantal pensando que
volvería convertida en una señorita educada en el Imperio. Él no sabía que su
hija ya había yacido con aquella imperial en las oscuras y cálidas noches de
los Reinos Fronterizos. Y menos aún sabía que su hija no llegaría al Imperio,
sino que en una antigua fortaleza olvidada en las Montañas Negras sería
iniciada en un reino de lujuria, sadismo y locura sin límites. Sarai jamás
pensó que pasaría sus días siendo una de las amantes predilectas de una
hechicera. Jamás pensó que no solo no tendría que esconder sus vergonzosas
inclinaciones, sino que dispondría de un harén de preciosas esclavas para sí
misma. Jamás creyó que podría torturar y asesinar abiertamente y sin necesidad
de ocultar el placer que le causaba el sufrimiento ajeno. Jamás creyó que
podría aceptar su oscura naturaleza hasta el punto de desearla de esa forma.
Y todo eso se lo debía a Chantal.
Ella había sido capaz de mirarla a los ojos y descubrir la locura en el fondo
de su alma, el monstruo que nadaba bajo las aparentemente calmadas aguas de su
verde pupila. La nigromante imperial había contemplado la maldad de su ser y le
había mostrado que no era algo que debiera temer. Al contrario. Chantal era
como ella. Todas sus amantes en la Cábala eran como ella. Y Sarai la adoraba
porque le había mostrado un lugar donde ser ella misma en toda su perversión y
perfidia, algo parecido a… un hogar.
Por eso haría cuanto ella
necesitara. Su devoción y fanatismo hacia Chantal era total, lo sabía. Mucho más
que el que le mostraban el resto de sus amantes. Quizá fuera porque las demás
también eran hechiceras, y ella no. A todas las demás Chantal las había
escogido no solo por su belleza sino por su talento mágico, y la única
excepción era Sarai. Quizá por eso sintiera esa adoración hacia su mentora. No tenía
por qué haberla escogido. No tenía por qué haberla rescatado de sus
inhibiciones para liberar al monstruo que dormía enjaulado en las profundidades
de su mente. Pero lo había hecho… lo había hecho y Sarai mataría a quien fuera
necesario para evitar todo daño a quien le había mostrado el camino.
Miró de nuevo la espada. Los bretonianos
y sus aliados elfos estaban mostrando ser muy decididos en su resistencia
frente a las hordas no muertas de su señora. Beatrice había fracasado en su
intento de corromper el santuario asur, y ahora Chantal en persona iría a
ajustar cuentas con los servidores de la Dama. Quería destruir la capilla que
los caballeros del Grial habían construido en las inmediaciones. Y Sarai
estaría a su lado ayudando a que ejecutara su venganza. Nada sagrado y puro
quedaría en pie. La abominación que vivía en su alma no lo permitiría, al
contrario, disfrutaría viendo cómo todo aquello a lo que se aferraban las vanas
ilusiones de sus enemigos era profanado y violado.
La sombra carmesí empezó a surtir
efecto. Sintió el corazón latiendo con más fuerza, sintió la sangre corriendo
desbocada por su cuerpo, el vello erizándose. Las esclavas que gemían de puro
placer al besarla lo notaron también, y su excitación creció. También ellas
habían dejado atrás cualquier tipo de inhibición, además de su dignidad.
En otro tiempo, Sarai no se
hubiera atrevido a hacer lo que deseaba hacer. Pero ese tiempo ya había pasado
hacía muchos, muchos inviernos.
Cogió la espada y degolló a sus
esclavas. Con un rugido animal, mezcla de placer y triunfo, bebió de la sangre
derramada, y después salió de la tienda, lista para el combate.
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