sábado, 25 de enero de 2020

¡Abrid paso a la Santa Hermandad!

"¡Abrid paso a la Santa Hermandad!"

La taberna, que hasta ese momento había sido una algarabía de ruido, carcajadas y maldiciones, quedó en silencio al ver a un estaliano tuerto, con la espada desenvainada y con cara de pocos amigos, anunciar en Reikspiel la presencia del Caballero Francisco. El nombre de la Santa Hermandad era ya bien conocido por todos los habitantes de los pueblos cercanos a Mordheim, quienes en algunos casos agradecían la presencia de los estalianos y en otra la maldecían, pero siempre la temían. En cierto modo, eran mejores que los Cazadores de Brujas, pues no estaban tan llenos de fanatismo religioso y no tenían tanta propensión a quemar a cualquiera por estornudar en el momento más inoportuno. Pero, por otra parte, no era menos cierto que eran tan implacables como los Templarios de Sigmar, si no más, y al ser estalianos y de costumbres tan distintas a las imperiales no era fácil saber cuándo algo inofensivo en el Imperio sería tomado como una provocación. Por eso, incluso quienes les defendían más ardientemente procuraban no cruzarse en su camino, por si acaso.


Los parroquianos de la taberna abrieron un pasillo a través del cual el Caballero Francisco, con gesto adusto y sombrío, la atravesó en dirección a una habitación reservada. En ella debía reunirse con Bergen, el cazador de brujas, y era por eso que su rostro mostraba un semblante tan oscuro. Su primera reunión, y el espasmo de terror que había sufrido el viejo templario, le habían desasosegado hasta el extremo. Por mucho que el imperial hubiera pretendido restar hierro al asunto, el Caballero no terminaba de creérselo. Antes de llegar a Mordheim pensaba que había visto la maldad hasta sus últimos extremos, pero después de una temporada en la Ciudad Maldita sabía que todo cuanto había visto antes no era más que chiquilladas en comparación con la inmensidad del Mal de Mordheim.

El resto de su banda le siguió hasta la habitación. En la reunión original sólo habían estado presentes Velázquez y Velarde, pero en esta ocasión el Caballero había decidido contar con todos. Había que estar preparado para lo que pudiera pasar, dado que era evidente que alguien seguía a Bergen, y que ese alguien debía ser muy poderoso si inspiraba tanto temor en un templario tan curtido. Los árabes habían permanecido en la posada del Grifo Furioso, donde se hospedaban ambos desde que llegaran a Bad Kreuznach, y los estalianos habían partido hacia la Corona Imperial, la más adecuada para Bergen y aquella en que se habían reunido por primera vez. El posadero, que sabía que el Caballero vendría porque se lo había indicado el estaliano tuerto que hablaba Reikspiel, le hizo una reverencia a la cual el capitán forastero, aunque embebido en sus pensamientos, respondió, y les hizo entrar en el reservado. Después mandó a su hija, una muchacha joven y hermosa a la rolliza manera del Imperio, que les atendiera.

Los estalianos tomaron asiento, y ella, nerviosa como estaba de verse rodeada por gente tan violenta y misteriosa, no se atrevía a decir ni una palabra mientras ellos siguieran hablando en un idioma que no comprendía. Tenía su vista fija en el Caballero, que parecía el más equilibrado de todos, o al menos el que daba mejor esa impresión por ser más señorial, pero no se atrevía a mirarle a los ojos. Vio cómo se sentaba, extraía una pipa de sus ropajes, la encendía y, parsimoniosamente, le decía unas palabras al hombre tuerto. Éste se dirigió entonces a ella en Reikspiel, preguntando:

"¿Qué podéis ofrecernos?"

Ella tuvo que tragar saliva varias veces antes de responder, pero nadie osó hacer ninguna burla sobre ella. En cierto modo, daban la sensación de ser más respetuosos con las mujeres que la gran mayoría de los imperiales. Además, el estaliano la había llamado de usted, cosa que no había hecho ningún imperial nunca. Eso le dio confianza.

"Mi padre ha guardado para ustedes, nobles señores, los últimos filetes de ciervo de que disponemos. También hay cerdo, conejo, algunos arenques, queso en abundancia, salchichas y cerveza".


El estaliano tradujo al Caballero, y éste dio su aprobación, formulando una pregunta que el tuerto tradujo.

"¿Tendríais vino?"

La niña se envalentonó, porque curiosamente habían recibido un vino extraordinario hacía unos días, demasiado caro como para que nadie lo pagara. Por fin iban a poder deshacerse de él.

"Noble señor, tenemos un magnífico vino bretoniano, de Couronne, del cual se dice que es el mejor del mundo, y que…"

El hombre tuerto se levantó con la velocidad de un rayo y desenvainó la espada, mientras vociferaba imprecaciones en estaliano. Aunque la niña no lo entendiera, sabía que no le estaba diciendo nada bueno. Le faltó muy poco para echarse a llorar y, aunque quería salir corriendo, sus piernas no le respondían. Lo único que pudo hacer fue mirar al Caballero, buscando su protección, y éste se la concedió:

"Velázquez…"

Al oír a su jefe llamarle por su nombre, el hombre tuerto se calmó, enfundó la espada y se sentó, aunque su único ojo siguió mirando a la chiquilla con ira.

"Señorita" – dijo el Caballero en un Reikspiel con fuerte acento sureño, sin duda aprendido a trancas y barrancas en poco tiempo -, "le ruego disculpe a mi soldado. Desenvainar la espada en presencia de una dama es algo que no debe hacerse nunca, y estoy seguro de que no repetirá su error".

Y la intensa mirada que dirigió a Velázquez obligó a este a decir:

"Lo lamento, señorita. He sido impulsivo. No pretendía amenazarla".

Ella intentó formular una excusa, pero antes de que tuviera tiempo de decir nada, el Caballero volvió a hablarle:

"Ahora, por favor, dígale a su padre que venga".

La niña dudó, porque temía que el castigo que ella se merecía (seguía sin saber muy bien por qué) cayera sobre su padre. Pero el jefe estaliano, viendo su temor, le aseguró:

"No le pasará nada. Le doy mi palabra".

Al oír esto se marchó más calmada, pues todo el mundo sabía, y ni siquiera sus más enconados enemigos podían negarlo, que cuando un estaliano daba su palabra sería capaz de enfrentarse a una legión de demonios del Caos con tal de cumplirla.

Al instante entró el tabernero, algo asustado por los gritos que había oído. Se quedó de pie a una distancia prudencial, cerca de la puerta, y en cuanto empezó a decir “Mis señores…” el Caballero le dijo, en su Reikspiel torcido:

"Señor, su hija acaba de cometer una imprudencia. No es sensato decir ante un grupo de estalianos que el vino bretoniano es el mejor del Viejo Mundo. Dado que es mujer, y que no conoce nuestras costumbres, no le hemos hecho nada. Pero, en Estalia, un hombre que dijera algo así sería inmediatamente degollado. Confío en que no se repetirá tal incidente. De repetirse, no podría impedir que mis hombres quemaran su establecimiento".

Lo único que el tabernero fue capaz de decir, en parte por el miedo y en parte porque el acento del estaliano no le permitía entender todo cuanto había dicho, fue:

"Lo comprendo".

"Bien" – dijo el Caballero -. "Y ahora, tráiganos por favor ese ciervo. Le agradecemos que nos lo haya guardado. También tomaremos cerdo, algo de queso y pan. En cuanto al vino… si tiene vino blanco imperial, nos conformaremos".

El tabernero salió del reservado lívido, y se puso a la tarea de preparar cuanto le habían pedido, y de la mejor manera posible. Rezó a Sigmar para que esa gente tan estrafalaria en cuanto a las bebidas alcohólicas encontraran el vino imperial potable, mandó a su hija a un lugar apartado y, por si acaso, comprobó que su trabuco estaba cargado, aunque de poco le iba a servir si a uno de esos sureños locos se le volvía a cruzar el cable.

Al poco tiempo entregó las viandas a los estalianos, quienes se dispusieron a dar buena cuenta de ellas. La única excepción era el Caballero Francisco, quien se limitaba a fumar en pipa y a dar ocasionalmente un sorbo del vino imperial, que no era tan malo después de todo. Le había costado muchos disgustos y más de un dolor de cabeza insufrible descubrir que beber vino tinto en el Imperio era peor que enfrentarse a un troll en un duelo a cabezazos, pero que el blanco resultaba tolerable la mayor parte de las veces. Recordó que una vez, en una tabernucha en la propia Mordheim, un posadero se había atrevido a servir vino blanco aguado a Alvarado. Éste, lógicamente, le había cortado el cuello un segundo después de probarlo. En Estalia aguar el vino conllevaba pena de muerte, y Alvarado había perdido el juicio a pasos agigantados desde la primera vez que entrara en Mordheim. No había sido prudente aguarle la bebida.

El Caballero seguía embebido en sus pensamientos de vino y muerte cuando vio que el tabernero volvía a entrar en el reservado, pero se quedaba mudo, sin atreverse a hablar. Aquella conducta le resultó sospechosa, así que amartilló la pistola bajo la mesa de forma disimulada mientras preguntaba con un lacónico:

"¿Sí, tabernero?"

Éste por fin habló:

"Señor, un hombre desea veros. Es Blummel, el guarda de caminos".

"Hacedle pasar".


El Caballero se relajó, aunque siguió con la pistola bien aferrada bajo la mesa, y no la soltó hasta que vio que, efectivamente, el hombre que entraba era Blummel. Los estalianos le saludaron y el Caballero, tras ponerse en pie y estrecharle la mano efusivamente, le hizo sentarse a su lado. El tabernero salió y volvió rápidamente con cerveza y salchichas para el guarda. Algunos estalianos miraron el plato y la bebida con asco, pero no dijeron nada.

"Cuénteme, buen Blummel" – dijo el Caballero, haciendo un esfuerzo con su acento - "¿Cómo va todo?"

El imperial era un hombre joven y tenía aún apariencia de niño, con su cabello rubio y su rostro blanquecino salteado de pecas. Muy poca gente lo tomaba en serio como guarda de caminos, y hacía mal, pues pese a su apariencia era tan implacable como el guerrero más curtido, y por eso los estalianos y él se profesaban un gran respeto mutuo. Era, además, un muchacho normalmente alegre incluso en los momentos más sombríos, pero aquella tarde su expresión mostraba más contrariedad que otra cosa mientras bebía la cerveza a grandes sorbos.

"No muy bien, Herr Rivas. Bergen, el cazador de brujas, ha sido asesinado".

El Caballero mostró incomprensión, y miró a Velázquez, quien le tradujo lo que realmente había entendido y hubiera deseado no entender.

"¿Cómo es posible? Estuvimos con él hace dos noches".

"Debió ser justo esa noche. Encontramos su cuerpo a las afueras de Bad Kreuznach, medio devorado por los perros. Pero no lo habían matado ellos, sino una puñalada en el costado con un arma que, por la poca sangre que mostraba la herida, debía estar envenenada".

El rostro del Caballero se tornó entonces tan sombrío como el del guarda de caminos, y preguntó con voz dura:

"¿Se sabe quién ha sido?"

El imperial negó con desesperación.

"¿Cómo saberlo? Pudo haber sido cualquiera, desde un vulgar ladrón hasta el cultista más siniestro de toda Mordheim. Nuestros enemigos son miles, ¿no lo habéis visto? Son miles y nosotros cada vez menos… os agradecemos vuestra ayuda, pero temo que ni siquiera ustedes sean suficientes para contener la marea del horror y…"

El Caballero agarró entonces la muñeca del imperial con fuerza. Éste vio su rostro de determinación y dureza a través del humo de la pipa como si fuera un velo, una salvaguarda que los dioses ponían entre él y el estaliano para protegerle de la ira del sureño.

"Escúcheme, Blummel… no tenga miedo, y no desfallezca. Conocemos de sobra la maldad que habita en estas tierras. Conocemos el Ritum Magni, conocemos a los demonios y a los seres de la tiniebla. No importa. No podrán detenernos. Los mataremos a todos, aniquilaremos a los impíos y arrasaremos hasta el último rincón de esa condenada ciudad. Las llamas de la batalla nos purificarán, Blummel, una inmensa hoguera donde lo impío y lo sagrado morirá para siempre… y de las cenizas de esa destrucción gloriosa surgirá una Humanidad nueva, una Humanidad sin mácula ni pecado, limpia y pura como la sangre derramada de los mártires. Es inevitable, hijo, es inevitable… tampoco nosotros somos ya santos. Pero el fuego y el acero traerán la muerte, y de la sangre renacerá la vida incólume. Todo será reforjado por la ira y la pólvora. Los corazones, las palabras, las obras. Todo".

El imperial, al escuchar esto, se estremeció. Y, al mirar fijamente a los ojos del estaliano, descubrió la terrible verdad: también él estaba loco.

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