domingo, 11 de abril de 2021

La Anabasis de Seadrake (III): El Bosque de Châlons

Saludos a todos, damas y caballeros.

Seguimos con la Anabasis de Seadrake, mi proyecto de este año de hacer un relato largo por entregas (uno de los dos proyectos de hecho, el otro lo publicaré más adelante). El relato está ligado a la campaña/escalada de este año, que ya ha comenzado a dar sus primeros pasos en lo pictórico y esperamos que pronto pueda darlos también en lo que a batallas se refiere.

Mientras tanto, os sigo mostrando el camino que sigue mi líder corsario, Anleith Seadrake, mientras atraviesa Bretonia en dirección a su destino, el bosque místico de Athel Loren (la Cañada Oscura, concretamente). Tras fondear en Mousillon y atravesar el Ducado de Bordeleaux, Seadrake y su ejército siguen adelante atravesando otro bosque, en este caso el de Châlons. Espero que os guste.

EL BOSQUE DE CHÂLONS

La travesía a través del bosque estaba resultando curiosamente placentera. Como buen marinero, Seadrake estaba acostumbrado a los espacios amplios y abiertos, por lo que encontrarse casi permanentemente bajo el techo natural formado por las copas de los árboles le agobiaba un poco. Sin embargo, tenía que reconocer que las circunstancias le estaban siendo muy favorables: había agua en abundancia, caza más que suficiente como para que todos sus guerreros pudieran comer hasta saciarse y, aparentemente, ninguna amenaza. Si Seadrake hubiera conocido los cuentos de hadas, habría pensado que se había metido de lleno en uno. Pero ese género no era muy apreciado en la cruel sociedad de Naggaroth.

Desde que abandonaran Bordeleaux y se adentraran en la foresta no se habían encontrado con absolutamente nadie. El capitán corsario confiaba en que aquel barón bretoniano al que habían engañado de forma tan evidente no hubiera mandado un ejército tras ellos para recuperar su dinero… si es que el dragón no los había matado a todos, claro. En cualquier caso, dudaba mucho que los encontraran allí, y aunque así fuera, la caballería bretoniana no tendría nada que hacer si se enfrentaba a ellos en un terreno tan accidentado.

El terreno hacía que la marcha de los elfos se viera ralentizada, sobre todo por la mayor dificultad para trasladar los carros y lanzavirotes, pero pese a ello Seadrake sabía que se estaba acercando a los Túmulos de Cuileux. De hecho, al sexto día de camino por la espesura, Gorwen dijo:

“Algo ha cambiado. Puedo sentirlo. Noto una presencia maligna”

“Tú y todos. No te creas especial”, replicó Seadrake con desprecio.

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Pese a que su obvia intención era menospreciar a su hermana, lo que había dicho no era por ello menos cierto: incluso alguien sin capacidades mágicas podía entender que se había producido un cambio en el ambiente. El bosque era más sombrío en aquella zona, más silencioso, como si estuviera atenazado por algún mal invisible. Quizá esta percepción se veía acrecentada por el contraste respecto al idílico paisaje por el que habían transitado hasta entonces, pero Seadrake supo que solo podía tratarse de una cosa: los Túmulos de Cuileux se encontraban cerca. De hecho, lo único que tenían que hacer para llegar a ellos era cruzar el río Morceaux, que no era demasiado ancho ni profundo en aquel lugar. Y ya le parecía escuchar el suave sonido de sus aguas. Al día siguiente lo encontrarían.

La noche previa al cruce del Morceaux fue la más inquietante desde que se adentraran en Bretonia. El clásico sonido de los animales nocturnos había sido sustituido por una ominosa brisa que, deslizándose entre las ramas de los árboles muertos, parecía componer un canto fúnebre. Más de un soldado de guardia habría jurado ver, por el rabillo del ojo, el destello de una luz siniestra, espectral, para después descubrir que no había nada… y esos fueron los afortunados, pues muchos de los que dormían, incluido el propio Seadrake, tuvieron pesadillas en las que fantasmas de gélido toque intentaban arrancarles los corazones y las almas.

En realidad, ninguna de esas cosas era suficiente para asustar a un habitante de Naggaroth, pero sirvió para que todos entendieran que se enfrentaban a una situación muy diferente de la de los días previos. Por si aquello fuera poco, el día se despertó nublado, tiñendo todo con un sepulcral tono grisáceo que anticipaba la muerte. El camino hacia el Morceaux se hizo en el más estricto de los silencios. Seadrake sabía que existía un puente que permitía atravesarlo en esa zona. No es que fuera absolutamente imprescindible, pues el río era perfectamente franqueable incluso sin él, pero permitiría ahorrar unas cuantas horas valiosas. Ya mucho antes de llegar ante él, Gorwen empezó a notar la presencia de un grandioso e impío poder en el puente. Aunque su primer instinto fue callarse, entendió que no ganaría nada si el ejército era masacrado por lo que fuera que les esperaba más adelante, dado que, le gustara o no, formaba parte de ese ejército. Seadrake esperaba un ejército enemigo en la orilla opuesta, pero lo que encontró fue casi peor.

Al final del puente se erguía un solitario caballero. Su armadura estaba completamente pintada de rojo, y su yelmo, rematado con unas alas de dragón, impedían ver el rostro… pero no ocultaban por completo el siniestro fulgor rojizo que desprendían sus ojos. Su caballo era enorme y estaba recubierto por una barda de apariencia impenetrable, pero se veía bien a las claras que estaba muerto. También el jinete, en cierto modo.


“¡Alto!” gritó aquel ser con voz potente cuando vio que el ejército druchii se acercaba al puente. “Si queréis pasar este puente, deberéis derrotarme en combate”

Seadrake sabía que había caballeros bretonianos excéntricos que se dedicaban a hacer juegos así. Sabía también de sobra que aquel no era el caso, ni remotamente, pero aun así preguntó:

“¿Quién sois vos para desafiarnos?”

“Mi nombre es Ethelred, elfo. Soy un caballero del linaje de Abhorash. Si vais a batiros conmigo, decidme vuestro nombre”

En aquel lugar del bosque, a sabiendas de que nadie más que el vampiro lo escuchaba, Seadrake se permitió el lujo de decir la verdad.

“Me llamo Anleith Seadrake. Soy un príncipe corsario de Karond Kar, servidor del Rey Brujo, y cruzaré este puente con mis tropas”

“Tendréis que derrotarme primero”

“Si no hay otro remedio…”

Seadrake se consideraba un gran guerrero, una impresión corroborada por sus experiencias en el campo de batalla y por el hecho de que seguía vivo pese a no haber rehuido nunca de un combate que fuera necesario para lograr sus objetivos. No obstante, no era ningún iluso, y sabía que, en un duelo contra un vampiro, las probabilidades se inclinaban peligrosamente en su contra. Especialmente si se trataba de un Dragón Sangriento.

No obstante, si seguía con vida no solo era por su habilidad con la espada, sino porque sabía cómo hacer que una batalla se volviera a su favor. Buscó al líder de sus jinetes negros y le dedicó una significativa mirada, tras lo cual comenzó a avanzar por el puente.

El vampiro hizo un gesto que demostraba su confusión, pues las normas no escritas del enfrentamiento indicaban claramente que éste debía producirse a caballo, pese a lo que el elfo avanzaba a pie. No obstante, se limitó a encogerse de hombros y ponerse en marcha a su vez.

En cuanto el vampiro puso un pie sobre el puente, Seadrake volvió corriendo sobre sus pasos y gritó:

“¡Disparad!”

Una lluvia de virotes cayó sobre el vampiro, procedente de las ballestas de repetición de los jinetes negros. Unos pocos fallaron el objetivo, pero la mayoría impactaron o en el no muerto o en su montura, que cayó inservible, convertida en un montón de huesos sin cohesión. Su jinete cayó con ella, pero Seadrake vio con horror cómo se levantaba y echaba a correr hacia él.

El puente tendría unos treinta metros. El corsario sabía que su rival lo recorrería en un abrir y cerrar de ojos, pese a lo aparatoso de su armadura. Los virotes seguían cayendo sobre él, pero aquello apenas lo ralentizaba. Veinte metros. Quince. Diez. Seadrake no podía moverse, inmovilizado por el terror.

Hasta que se le ocurrió una idea desesperada.

Atada al cinto llevaba una bolsa de monedas, parte del botín del barón. Metió la mano en la bolsa y lanzó todas las monedas que pudo a los pies del vampiro. Su corazón se detuvo a la espera de ver qué sucedía…

Y entonó una silenciosa alabanza a Khaine cuando el vampiro profirió un grito de frustración y se arrodilló para contar las monedas. Los virotes seguían impactando en su cuerpo, pero ahora, estando quieto, era más fácil para los jinetes encontrar las junturas de la armadura, y empezaban a causarle un auténtico daño, algo a lo que el vampiro, por mucho que quisiera, no podía responder. Aprovechando la oportunidad, Seadrake cargo un virote en su propia pistola ballesta y, acercándose lo suficiente como para tener buen ángulo de tiro, disparó al no muerto en el cuello.

Y, finalmente, se desplomó… lo cual no impidió que los jinetes le siguieran disparando unos segundos más, por si acaso. Una vez Seadrake estuvo seguro de que no se iba a mover, detuvo el tiroteo con un gesto de la mano, y se acercó al vampiro. Con cuidado apartó su espada, su escudo, y una pequeña maza que llevaba atada al cinto, y arrojó el cuerpo contra el agua corriente de una patada. El río era tan poco profundo que no llegó a hundirse del todo, pero el agua corriente era anatema para los no muertos, por lo que el cuerpo del vampiro comenzó a descomponerse.

Seadrake comenzó a inspeccionar la maza, que en realidad no era tal, sino una especie de cetro cuyo cabezal imitaba la forma de un cráneo. La manufactura era excelente, y sus ojos eran dos amatistas engarzadas. Debería ser capaz de sacar un buen precio por ella. Mientras intentaba tasarla, Urian Darkblood se acercó a él y preguntó:

“¿Qué habéis hecho para que el vampiro se detuviera?”

El corsario contestó, sin dejar de mirar el cetro:

“Leí en un grimorio que algunos vampiros están obligados a pararse a contar si tiras varios objetos pequeños frente a ellos”

Urian contestó, sin disimular la admiración en su voz:

“Ha sido una idea impresionante”

Seadrake asintió. Era bueno haber aumentado su respeto entre la tropa como efecto colateral de aquella actuación. Desde luego, jamás admitiría que había sido un recurso totalmente desesperado y un golpe de suerte que aquellas palabras, que había creído una estupidez al leerlas, hubieran resultado ser ciertas.

Parte IV

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