Saludos a todos, damas y caballeros.
Continuamos con las andanzas y desventuras de Vlad Khorgal y la panda de tarados que ha reunido en el desafortunado planeta de Aaxen IV. Os dejo los enlaces a las partes primera, segunda, tercera y cuarta.
Mi intención era terminar la saga ya en este relato, en línea con los otros relatos largos que he ido publicando en el Troglablog, a saber El Vigilante, que tenía cuatro partes pero también una introducción (para un total de cinco), y La Anabasis de Seadrake, que llegó a tener otros tantos episodios. La referencia que uso son los relatos aparecidos en la antigua Inferno, una revista que era un auténtico pepino, y en el que los relatos tenían una extensión media de unas 4500-5000 palabras. En este caso, la Liberación de Aaxen IV va a ser más extenso, yéndose hacia las 8000, y no termina aquí, sino que tendrá que haber una sexta entrega, pues de lo contrario tendría un final, en mi opinión, demasiado brusco.
Os dejo pues con el relato. Espero que os guste.
La hueste rebelde había permanecido una semana acampada frente a los muros del castillo del Dragón, una semana llena de furia, que lentamente había llevado la sangre de los enfervorizados pueblerinos al punto de ebullición. Lo único que impidió que el ejército descendiera en una espiral de autodestrucción sangrienta fue la vigilancia de los ocho marines berserkers, quienes acabaron rápidamente con cualquiera que quisiera saciar su sed de sangre con sus compañeros, y el hecho de que fueran forzados a construir material de asedio usando madera de los bosques que rodeaban el castillo.
Pese a que su estado mental no era el más óptimo, los soldados pudieron crear arietes y torres de asedio siguiendo la dirección de Sargon Lökh, el berserker que anteriormente había pertenecido a los Guerreros de Hierro y que, aunque había perdido la práctica totalidad de su cordura, seguía manteniendo los conocimientos mecánicos y de ingeniería que su sangre corrupta le proporcionaban. Por mucho que se hubiera entregado a Khorne, seguía siendo un hijo de Perturabo. Un honor, o una mancha, que nunca podría borrar.
Pese a que se encontraran ocupados en estos deberes, el ambiente en el campamento era infernal. Tras varias semanas de guerra ininterrumpida y de matanzas, todos los rebeldes habían cambiado, y lo que había comenzado como una insurrección legítima había degenerado en una sucesión de actos cada vez más violentos y sanguinarios, que se llevó por delante la cordura de todos los que participaron en ellos y la humanidad de muchos. Ese efecto estaba siendo mucho mayor frente al castillo del Dragón, y las mutaciones comenzaban a plagar el campamento. Algunos, los más débiles, acabaron convertidos en engendros. Unos pocos pudieron ser detenidos y encadenados para ser soltados cuando el asedio comenzara, pero la mayoría murieron asaeteados cuando se acercaron inconscientemente a las murallas o se perdieron en los bosques, gritando con la mente destrozada mientras la espesura los engullía. Hubo incluso casos de posesiones demoníacas, aunque solo los marines supieron identificarlas como tal.
De no haber sido porque el ejército estaba liderado por Vlad Khorgal, de seguro se habría producido una insurrección. Nadie se habría atrevido jamás a cuestionar sus órdenes, mucho menos a enfrentarse a él, pero ninguno de sus soldados entendía la demora en iniciar el asedio. No habían avanzado suficiente en el camino de Khorne como para entender que incluso para la masacre debía haber un cierto ritual.
Así, en la octava hora del octavo día, Vlad Khorgal elevó una bestial alabanza a su sangrienta deidad, y dio la orden de atacar.
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Liberados por fin de la espera, la horda de insurrectos se lanzó como un animal salvaje y desquiciado sobre los muros del castillo. Muchos de ellos entonaban cánticos y plegarias para atraer la atención de Khorne sobre ellos en la batalla, en un idioma que ni siquiera entendían. El aire se cargó de ozono y el regusto metálico de la sangre lo inundó todo. La visión de ese ejército avanzando contra los muros, llevando arietes, ganchos y torres de asedio que ya estaban empapados en sangre antes incluso de que se usaran contra sus objetivos, era absolutamente desquiciante para los pocos soldados que quedaban todavía sirviendo al Dragón.
Los asaltantes habían reunido una horda de 8000 guerreros, hombres y mujeres fanáticos que no dejarían de buscar los cráneos de sus enemigos hasta ser completamente destruidos. Las fuerzas del Dragón se habían ido desangrando en batallas contra estos insurrectos, pero todavía eran capaces de reunir unos 600 hombres, soldados disciplinados que no abandonarían su puesto jamás, pues temían demasiado al Dragón como para hacerlo. Los estandartes de color violáceo con la insignia de un dragón negro que adornaban el castillo les recordaban constantemente su cometido, y lo cierto es que estaban bien equipados y protegidos por los gruesos muros de una fortaleza bien diseñada, por lo que perfectamente podrían acabar con la oleada de invasores.
Vlad Khorgal lo sabía, mas no por ello tenía en mente ayudar a su recién formado ejército de cultistas. Tal como había hecho en las batallas anteriores, dejaría que la guerra les fortaleciera, y en el combate los débiles serían purgados, y los fuertes, exaltados. Así había sido siempre y así debía seguir siendo. Además, a Vlad no le interesaba en lo más mínimo tomar el castillo, sino que tenía otro plan: matar al Dragón. Para ello, los ocho marines entrarían en el castillo detonando una sección de muralla con una bomba de fusión, y se dirigirían directamente a la ciudadela, donde esperaban que se encontrara su objetivo.
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Aelfric Haggard, o lo que quedaba del leñador que anteriormente había respondido a ese nombre, creía que iba a morir. Paradójicamente, eso no le causaba ningún temor, sino una frustración terrible por el hecho de que la causa de su muerte iba a ser un paro cardíaco en lugar de una muerte gloriosa en combate. Encerrado en la oscuridad de la torre de asedio, enfervorizado por todos los aullidos de sus compañeros, el zumbido de su hacha sierra y los desbocados latidos de su corazón, el Primer Rebelde sabía que, si no se abría pronto la compuerta, su corazón estallaría, lo cual no hacía sino aumentar su frecuencia cardíaca, en un sangriento círculo vicioso del que no parecía poder escapar.
Cuando la compuerta finalmente se abrió, la luz que llegó a sus ojos fue cegadora como la gloria, y el sonido de la rampa estampándose contra los muros fue el sonido más hermoso que había escuchado en su vida, tan perfecto como debía haber sido el primer golpe, el primer asesinato de la Historia de la Humanidad.
Aelfric rugió mientras corría hacha en mano, y habría jurado que su rugido había sido tan intenso que había tenido forma física, aturdiendo a los defensores más cercanos. No importaba. Varias flechas silbaron en su dirección, y muchos de los cultistas de Khorne que acompañaban a Aelfric murieron, bien como consecuencia directa de las flechas o bien por quedar desequilibrados por ellas y precipitarse contra el suelo desde lo alto. Aelfric también fue alcanzado, pero su ira era demasiado intensa como para ceder, o siquiera para darse cuenta de que había sido herido.
Cayó como un animal salvaje entre los defensores, decapitando al primero con un brutal golpe del hacha sierra. Seguía sin tener la fuerza necesaria como para manejarla a una mano, pero las muchas masacres que llevaba a sus espaldas le habían dado soltura a la hora de usarla. Aquella primera muerte, y la sangre que cubrió su cuerpo, lo enardecieron aun más, y se convirtió en un torbellino de violencia que mataba y mutilaba sin saber muy bien lo que estaba haciendo, y sin ser consciente de las heridas que sufría.
Nada de eso importaba, porque en ese momento él era, finalmente, todo cuanto siempre había querido ser.
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Vlad Khorgal había recibido los clavos del carnicero, como la inmensa mayoría de los Devoradores de Mundos. De hecho, él había sido de los primeros en obtenerlos, siempre dispuesto a emular a ese padre genético al que durante tanto tiempo había esperado. Pese a ello, los clavos funcionaban de manera un tanto extraña en su mente, pues parecían entender la idea de la recompensa diferida: era preferible retrasar un asesinato hoy si ello ofrecía la oportunidad de matar a diez personas al día siguiente, una idea muy poco extendida entre los Devoradores de Mundos.
Sin embargo, no dejaba de ser un berserker de Khorne, y el alivio que experimentó cuando finalmente entró en combate fue una sensación incomparable.
Tal como habían planificado, los ocho berserkers habían entrado en el castillo usando una bomba de fusión, y se habían dirigido directamente a la ciudadela. Vlad Khorgal había escuchado rumores de una fuerza de élite que servía al Dragón, llamados “los sesenta y seis”, pues ese era siempre el número de integrantes de la unidad. La existencia de aquellos combatientes era básicamente un mito entre los pueblerinos de Aaxen IV, pero Vlad Khorgal pronto supo que eran reales, por la sencilla razón de que comenzó a matarlos.
Los sesenta y seis parecían humanos, pero también parecían algo más. Estaban completamente cubiertos por armaduras de negro y violeta, las cuales imitaban una forma andrógina, casi alienígena, de forma que no se sabía si su portador era hombre, mujer, o siquiera humano. Portaban alabardas de mango dorado y un filo extremadamente cortante, tanto que, sin ser armas de energía, podían poner en un compromiso la integridad de las servoarmaduras de los berserkers. Unos pocos de ellos tenían elementos que delataban su inhumana naturaleza, como brazos adicionales o extremidades en forma de garras. Vlad Khorgal no sabía si eran mutaciones o miembros alienígenas de un extraño híbrido entre humano y xeno, pero empezaba a formarse una idea. En todo caso, debía matarlos.
Imagen de Orniris Terensi |
Los sesenta y seis combatían con una gran habilidad, incluso con gracia, como si sus movimientos ejecutaran alguna extraña danza de combate. Eran rivales temibles, pero no lo suficiente como para prevalecer frente a los marines de Khorne. Pese a herirles varias veces, ninguna de las heridas infligidas fue letal o incapacitante, y poco a poco su número fue reduciéndose. El Hermano Nestorael los mataba con su clásica eficacia, fría y metódica, mientras que Crassus, el Ultramarine renegado, destrozaba sus cuerpos con cada golpe de su pesado mayal. Y eso no era nada en comparación con lo que hacían los Devoradores de Mundos, los auténticos hijos elegidos de Angron, los que sufrían los clavos del carnicero. Por primera vez en mucho tiempo, Vlad Khorgal se abandonó a la matanza, y con una alegría macabra mutiló y decapitó hasta quedar momentáneamente saciado.
El último de los sesenta y seis fue decapitado por Vlad Khorgal mientras defendía una puerta, ya en el interior de la ciudadela, con el símbolo de un dragón negro grabado en ella. Era evidente lo que había tras ella.
“Vamos, hermanos”, dijo Vlad Khorgal cuando fue capaz de recuperar el habla, “presentemos nuestros respetos al Dragón”
Abrid esa maldita puerta ya!
ResponderEliminarDeseando leer el siguiente y ver el auténtico rostro del dragón.
Un saludo
Jajajajajajajaja... Mañana mismo podrás ver su rostro!!
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