Barend Van Rohmer, Magíster del Culto de la Medianoche Roja
y hombre cruel y demagogo por naturaleza, alzaba la daga ceremonial mientras
dirigía la ceremonia desde el elevado altar. Ataviado con su ornamentada túnica
y una puntiaguda capucha que le ocultaba el rostro, arengaba a los miembros de
su culto antes de llevar a cabo el sacrificio. Por debajo de él, llenando el
amplio salón de piedra, más de veinte hombres ataviados de forma parecida,
aunque más modesta, le escuchaban asintiendo reverencialmente. Las antorchas de
las paredes y las velas del altar iluminaban tenuemente la escena, y el cuerpo
de la joven desnuda que descansaba encadenada sobre el altar.
A cierto recién llegado, que había entrado sin ser visto y que
llevaba un rato observando y escuchando desde las sombras del fondo, se le
estaba a empezando a atragantar tanta pomposidad.
-“¡Orad, hermanos! ¡Entonad la Letanía del Advenimiento!
Pues pronto el Señor Oscuro estará con nosotros, y entonces nadie podrá
hacernos frente…” –aquello ya fue demasiado.
-“¿Por qué escucháis todas las noches a este imbécil?” –las
palabras resonaron entre los arcos de piedra- “Yo os digo aquí y ahora que ese barrigón
no goza del favor del Señor Oscuro.”
Todos los hermanos se giraron, asombrados, hacia la figura
que acababa de irrumpir en la Sala de las Ceremonias. De debajo del arco de
entrada principal, medio oculto entre las sombras, acababa de emerger una
figura solitaria. El recién llegado avanzó por el pasillo central, mientras a
ambos lados los miembros del culto se apartaban con una mezcla de sorpresa,
miedo al ser descubiertos en su ritual secreto, e ira hacia el insolente que
osaba interrumpir al Maestro Supremo.
Van Rohmer estalló de cólera- “¿Quién demonios eres tú,
insolente? ¿Cómo te atreves a…?”
La risa del desconocido resonó entre las paredes, creando
ecos burlones.
-“Demonios ¿eh?…” –el intruso dio un paso al frente y la
luz al fin iluminó su figura. Llevaba un sombrero puntiagudo, típico de un
hechicero, un chaquetón largo, y botas altas, todos ellos muy gastados y
ajados. Parecía más un viajero vagabundo que un mago. De su costado colgaba un
ornamentado estoque, que no se había molestado en desenvainar.
-“Es más” –continuó, dirigiéndose a los hermanos que le
rodeaban- “Desafío a vuestro magíster a que me fulmine con su magia” -El hombre
del sombrero puntiagudo ya había recorrido la mitad del pasillo y señaló a Van
Rohmer con el dedo. -“Demuestra que eres un elegido del Señor de las Sombras,
vamos… ¡O revélate como un farsante!”.
El magíster no daba crédito a sus oídos.
-“¡Este insolente va a sufrir el mayor dolor imaginable,
hermanos!” –vociferó, colérico. Hizo un gesto complicado con las manos mientras
murmuraba algo ininteligible, y una bola de fuego mágico comenzó a formarse
entre sus dedos. El desconocido avanzaba hacia él, caminando tranquilamente.
-“¡Muere!” -bramó Van
Rohmer.
La bola de fuego refulgió con brillo cegador y salió
disparada contra el hombre del sombrero, quien la desvió con un gesto, con
cierto desdén. A continuación, comenzó a subir los escalones de piedra que
llevaban al altar. El magíster entró en pánico y cogió la daga de sacrificios
del altar. -“¡Atrás! ¡Hermanos, matadle, mat…”
El hombre del sombrero desenvainó la espada y le atravesó el
vientre. Los alaridos de dolor de Van Rohmer, que se había derrumbado de
rodillas, llenaron el oscuro templo. El hombre del sombrero de brujo se colocó
detrás de él y la arrancó la capucha de un tirón. “¡Mirad a vuestro Maestro Supremo!”
–gritó, con rabia y desprecio en la voz- “No tiene ningún poder… ¡Tiene miedo!”
Lo último que vieron de su líder los hermanos de la
Medianoche Roja fue una expresión de dolor y terror, justo antes de que el
recién llegado le separase la cabeza de los hombros con la daga ceremonial,
mientras le sujetaba por el pelo. Después la arrojó contra la muchedumbre, que
comenzaba a murmurar.
De entre las últimas filas de los hermanos encapuchados, aún
perplejos y paralizados por el asombro, una mole de carne y músculo se abrió
paso. Era un Poseído, un hombre al que las posesiones demoníacas habían dotado
de una corpulencia y fuerza desproporcionadas. Medía más de dos metros y medio,
y una de sus manos se había convertido en una garra enorme. En su otro brazo
portaba un pesado garrote, que blandió amenazadoramente mientras se aproximaba
al altar. Varios de los encapuchados avanzaron entonces, envalentonados por su
gigantesco compañero, blandiendo hachas, dagas y otras armas. Entonces comenzó
la verdadera carnicería.
Desde la oscuridad del arco de entrada, irrumpió en la sala
un enorme ser escamoso. Su resbaladiza piel brillaba a la luz de las antorchas,
y su cabeza parecía la de un monstruoso y desproporcionado pez. Atacó por la
espalda al poseído, a quien como mínimo igualaba en tamaño, y lo derribó contra
el suelo. Después le agarró la cabeza con sus viscosas garras y la golpeó
salvajemente contra el suelo de piedra, una y otra vez, hasta que no quedó más
que una masa de sesos formando un charco. Otro horror bramó desde la entrada
del salón. Lo que esta vez irrumpió en la sala fue un imponente hombre bestia
armado con un hacha. Y, tras éste, concluyendo aquel grupo de pesadilla, un ser
astado y extraño, de gran estatura a pesar de ir encorvado. Era difícil de
describir, por lo desagradable de su aspecto, pero sólo mirarlo producía una sensación
desagradable e indescriptible... Su rostro parecía el cráneo pelado de algún
animal, y de su cabeza y espalda brotaban unos grandes y enmarañados cuernos ¿o
quizá eran ramas? …Sea como fuere, el grupo parecía un carnaval salido del
mismísimo infierno. Los hermanos que se habían atrevido a blandir armas contra
los intrusos fueron despedazados rápidamente.
“Podéis uniros a mí” –habló entonces el hombre del sombrero de
brujo- “o podéis seguir vistiéndoos de forma ridícula y escuchar las
estupideces que se invente otro como vuestro magíster” –señaló con su espada el
cuerpo decapitado- “en cuyo caso, con mucho gusto voy a tener que destruiros”.
Mientras decía esto, dos pequeñas llamas de luz verdosa y
fantasmagórica brillaron en sus ojos, y esbozó una sonrisa cruel. Rondador, que
ya conocía esta expresión en la cara de su maestro, no dudaba en absoluto de la
sinceridad de la afirmación. Sonrió también para sus adentros, sabiendo que
ninguno de aquellos cultistas mediocres podría ver a través de su disfraz para
la mente… lo que ellos verían sería “el Rondador”, un ser terrorífico y
desagradable, cuya apariencia exacta no alcanzaba nadie a distinguir. Lo
importante era que sembraba el miedo.
Ya era el tercer culto que visitaban desde que habían salido
de Adaneremburg, y todo estaba yendo bastante bien. El Brujo parecía estar
divirtiéndose mucho, después de tanto tiempo de reclusión y estudio. Se estaban abasteciendo rápidamente de piedra bruja, equipo,
pisos francos y objetos de cierto valor… Pronto no habría ningún culto que les
hiciera la competencia en la zona, y una vez fortalecidos, podrían centrarse en
dar caza a los cazadores de brujas. El muchacho echó un nuevo vistazo a la
escena.
Esta vez, incluso puede que quedara algún superviviente para
unirse a los Infames.
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