La noche no era oscura en absoluto. Morrslieb, la Luna de las Brujas, se alzaba llena y esplendorosa en el cielo nocturno, y su luz verdosa y sobrenatural bañaba todo el claro, convirtiendo los dispersos árboles sin hojas en inquietantes figuras pálidas, y confiriendo a las espadas y los yelmos un brillo espectral. La estocada pasó rozando la cabeza de Gunnar, pero el norse fue más rápido. La Ciudad Maldita suponía un enfrentamiento constante, siempre al borde de la muerte, y eso había fortalecido a su banda. Él mismo se sentía más rápido y más hábil, como si Shornaal le hubiera concedido los reflejos relampagueantes de la serpiente.
Desvió otro sablazo del cazarrecompensas con su hacha enana y bloqueó con su espada un ataque de Paulus Von Kirche, que intentaba ensartarle por un costado. Vio por el rabillo del ojo cómo otro rufián de la banda de bandidos, un saqueador de cadáveres llamado Louis el Sonriente, intentaba apuñalarlo por la espalda. Giró sobre sí mismo, haciendo que el bandido chocase contra Van Feuer, el cazarrecompensas, y aprovechó el giro para propinar un hachazo al maldito Paulus Von Kirche, el líder de aquellos ridículos salteadores sin honor. Debía reconocer que ese hombre era escurridizo, difícil de matar… pero esta vez caería.
Von Kirche cayó de espaldas sobre el barro, su armadura pesada había amortiguado el golpe, pero ahora estaba indefenso. El líder bandido intentó alejarse reptando por el suelo, pero Bastardo, el mastín favorito de Gunnar, se lanzó sobre él y empezó a morderle una pierna, impidiendo su huida. Gunnar se preparó para darle el golpe de gracia, pero un rabioso ataque de Van Feuer le obligó a devolver su atención al combate. Louis el Sonriente también seguía intentando atravesar sus defensas, aunque de forma oportunista y cobarde, mientras el cazarrecompensas llamaba su atención. El norse desvió un espadazo del mercenario y con su otro brazo le asestó un codazo en la cabeza al ladrón de tumbas, que trastabilló hacia atrás, aturdido. Van Feuer ya estaba tomando impulso para un nuevo golpe, pero Gunnar le clavó la rodilla en el estómago y, acto seguido, le lanzó un espadazo que le acertó de lleno en la cabeza. El matón se derrumbó sangrando, y el nórdico pudo al fin volver la atención hacia su ansiada presa… Que ya no estaba. Ese maldito cobarde había vuelto a usar a sus hombres como escudo para escapar.
Un estremecimiento de rabia recorrió su espalda, y se giró hacia los demás combates, dispuesto a masacrar a los bandidos tanto como le fuera posible. Allí estaban Ivar y Skwisgaar, cruzando espadas con varios estalianos, y Ulf, el licántropo, frenando a varios enemigos con sus garras desnudas. Junto a ellos combatían varios miembros de la banda de Trifón, con sus jabalinas, espadas y guanteletes. No, en aquel flanco no le necesitaban. Más a lo lejos, los gritos de dolor y de confusión y los maliciosos chillidos de excitación de los skavens eran señal de que allí también estaba decantándose la batalla a su favor. Los skavens… En un primer momento, a Gunnar no le había gustado la idea de Thorvald de contratar los servicios del clan Eshin como aliados puntuales, pero el Gran Ritual debía llevarse a cabo esa noche, y lo cierto era que sus enemigos los superaban con mucho en número. Los hombres rata estaban llevando a cabo una buena escabechina entre las filas de los estalianos y sus aliados. Gunnar no pudo evitar soltar una carcajada, aquello sí que era una buena pelea… y la batalla se estaba tornando a su favor, después de todo.
Vio entonces a Droki, el miembro más veterano de su banda, batiéndose en combate singular contra la gigantesca figura del Ogro Rojo, un ogro mercenario cubierto de pinturas de guerra color sangre, que los bandidos de Von Kirche habían tenido el buen criterio de reclutar. Una sonrisa se formó en los labios de Gunnar… ese viejo tenía agallas, eso había que reconocerlo. El anciano guerrero había llegado a tan avanzada edad por algo, y estaba mostrando su destreza al detener cada golpe del ogro, pero finalmente la masa y la enorme fuerza del enorme mercenario se hicieron valer y derribó a Droki de una brutal patada. Gunnar corría hacia allí, a apoyar a su hermano de batalla, cuando en su campo visual entró una forma peluda y gigantesca. El Merodeador Nocturno (pues nunca habían sabido cómo dirigirse al enorme licántropo, salvo por ese apodo que le habían puesto sus hombres) se abalanzó rugiendo contra el ogro. Su tamaño hacía empequeñecer incluso a Ulf, siendo casi comparable al del formidable Ogro Rojo, y los dos monstruos se enzarzaron en una lluvia de atronadores golpes. Por detrás del Ogro Rojo llegaba el resto de la banda de bandidos desarrapados. Al menos serían ocho o diez, y Gunnar se dispuso a vender cara su vida.
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No lejos de allí, en un claro del bosque al que todavía no había llegado la batalla, un círculo de piedras antiquísimas formaba un círculo. Cada una de ellas tenía la altura de tres hombres o más, y en el centro de aquel círculo arcano, sumido en un estado cercano al trance, estaba Thorvald. Murmuraba un conjuro invocando el favor de los dioses oscuros y de la Serpiente, el dios patrón de su tribu. Ávaron Mano de Plata, el hechicero mercenario, escuchaba fascinado, junto al borde del círculo. Cuando Gunnar y sus hombres habían saqueado la fortaleza de la Roca, habían liberado a Ávaron de su jaula y, aunque las relaciones habían sido tirantes al principio, pronto éste había tenido ocasión de demostrar su talento y se había ganado un lugar entre los norses. Al fin y al cabo, Ávaron poseía un poder temible, y la hechicería era un don de los Dioses Oscuros.
Aquella noche, Ávaron estaba allí para la protección de Thorvald, al igual que varios de los enormes perros que parecían obedecer la voluntad del chamán norse. Ávaron intentaba distinguir algún retazo de aquella letanía incomprensible… Todas las palabras sonaban parecidas, aunque con sutiles diferencias, todas ellas siseantes como la lengua de su dios… De vez en cuando podía distinguir “Shornaal” y, con más frecuencia, “Samsil” o “Sam”. Una espesa niebla se arremolinaba en jirones a sus pies, girando pesadamente alrededor del círculo de invocación. Los dos prisioneros se hallaban atados de manos al más alto de los monolitos, que presidía aquel ancestral santuario de los dioses oscuros, iluminados por la titilante luz de algunas antorchas. El abultado pecho de la mujer subía y bajaba, dejando ver por su agitada respiración el terror que sentía. El hombre rata temblaba y se retorcía en sus ataduras, mirando a un lado y a otro constantemente, como si pudiera percibir una presencia que no lograba ver. Ávaron sabía muy bien que estaba en lo cierto… allí había algo. Como hechicero, era muy capaz de sentir la magia en el ambiente, y en aquel círculo podía sentir la presencia de algo con un gran potencial mágico, y con mucho más poder que él, o que Thorvald.
El Chamán norse se sacudió en un espasmo y levantó sobre su cabeza la lanza que hacía las veces de bastón. “¡Ha llegado la hora! –gritó a los cielos- “¡Los dioses están observando, Shornaal está sediento, y sus hijos llenarán los cuernos con sangre y almas en su honor!”
Bajó la vista hacia los dos prisioneros. A lo lejos se podía oír, amortiguado, el estruendo de la batalla.
-“Parece que tus amigos han venido, hombre rata” -dijo, y alzó una daga ritual, cubierta de runas. La mirada de angustia del skaven maniatado se cruzó un instante con la de Thorvald, a través de la máscara con cuernos de alce que le cubría el rostro, y después el hechicero trazó un rápido tajo con la daga. El hombre rata se desplomó de rodillas. No estaba muerto, y al mirarse las muñecas vio sus ataduras cortadas. El skaven miró un instante a Thorvald y, con una indescriptible sensación de alivio, desaparció en la noche tan rápido como pudo.
A continuación, el chamán norse se giró hacia la mujer y le susurró -“El Tío Sam viene a por ti”, y hundió la daga rúnica en el corazón de la mujer. Retrocedió unos pasos, y vio cómo la sangre que manaba del cuerpo aún caliente era absorbida por una fuerza invisible hacia el centro del círculo, donde se arremolinó en un charco, junto con los jirones de niebla cada vez más densa, que pronto cubrió por completo el círculo de monolitos.
“¡Te recibimos con júbilo, Sâmsil Löndungr!”
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El Caballero de Rivas avanzaba espada en mano, encabezando a sus hombres. Podía ver a los lejos, al resplandor de las antorchas, aquellas piedras impías donde los norses y Trifón pretendían invocar al demonio. Trifón… ¿qué interés tenía un hombre como él en tales rituales oscuros? ¿Acaso los norses le habían corrompido y arrastrado a su repugnante culto? ¿O ya era un adorador del Caos antes, y lo había mantenido en secreto? No le tenía por ese tipo de hombre… pero, fuese como fuese, estaba dispuesto a llegar a él y darle muerte. Y también a esos salvajes del norte, pues no podía permitir que llevasen a cabo la invocación.
Una jabalina surcó el aire y no acertó a Velázquez por poco. Los luchadores de pozo acababan de salir de entre las ruinas de una cabaña de madera cercana y estaban cargando contra ellos. Vio cómo el enano gladiador se lanzaba entonando un grito de guerra contra Velarde y algunos más, a su izquierda. Otro de los hombres de Trifón intentó ensartarlo con una espada corta, pero el estaliano desvió el golpe con su estoque y le propinó un profundo tajo con la vizcaína, quitándoselo de encima. Algunos de los norses, ayudados por las criaturas bestiales que solían acompañarlos, se unieron a la refriega, pero por detrás de los estalianos cargaron también los mercenarios de los alrededores que la esposa del Caballero de Rivas había contratado, ayudando a mantener el enfrentamiento igualado. Era una suerte que aquella inesperada banda de espadas de alquiler se les hubiera unido en el último momento… Cada espada contaría esa noche.
El Caballero sabía lo que debía hacer. Siguió avanzando, directo hacia el círculo de invocación y el oscuro hechicero que sabía que encontraría en él. Ése al que llamaban Thorvald…
De pronto, saliendo de entre las sombras de un pequeño grupo de árboles, apareció ante el Caballero la imponente figura de Trifón. Sus músculos brillaban a la luz de la luna, y su yelmo con cimera de luchador de pozo ocultaba su rostro. Todo ocurrió muy deprisa. Las piernas del gladiador se flexionaron mientras se impulsaba hacia adelante, en una carrera que tenía como meta clavar su espada en el estaliano. Al mismo tiempo, el Caballero cargó contra su enemigo acérrimo, y lanzó una mortífera estocada dirigida a atravesarle el corazón. Saltaron chispas cuando el guantelete de acero de Trifón desvió con un potente golpe la espada del estaliano. El Caballero de Rivas se desequilibró a causa del brutal envite y retrocedió unos pasos, pero justo cuando Trifón se disponía a aprovechar su impulso y ensartarle, el Caballero de Rivas soltó su daga y desenfundó su pistola con la mano izquierda. Fue una maniobra rápida e inesperada, y pilló a Trifón con la guardia abierta.
El luchador de pozo vio que se había centrado en desviar el ataque equivocado, y el Caballero apuntó con la pistola de manufactura enana directamente a la cabeza. Apretó el gatillo. Ningún yelmo podría detener una bala a tan corta distancia.
Se produjo un chispazo cegador y se oyó un sonido como el de un trueno. Lo siguiente que vio el Caballero de Rivas, inundado por la adrenalina del vertiginoso combate, fue que su pistola salía volando por los aires. En un movimiento fulgurante, tan rápido que ni siquiera había llegado a verlo, Trifón había logrado desviar la pistola con la cuchilla de su guantelete de pozo, y la fuerza del golpe se la había arrebatado de la mano al estaliano. Todo había ocurrido en menos de medio segundo, en un parpadeo… Vio como a cámara lenta cómo Trifón echaba hacia atrás el brazo con que sostenía su espada, con intención de clavarla en él. Y entonces, llevado por su instinto de espadachín y por todo el entrenamiento que había realizado durante años, el Caballero de Rivas se puso de costado, girando justo a tiempo de esquivar por los pelos la estocada de Trifón, y con ese mismo giro hundió su espada de acero estaliano en el corazón del gladiador.
Trifón sintió cómo el acero le atravesaba de lado a lado, un intensísimo y agudo dolor durante unos instantes, y después dejó de sentir nada. Miró por última vez al estaliano, su vista empezó a volverse borrosa, y se hundió en un mundo de sombras mientras su cuerpo se precipitaba contra el suelo.
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Gunnar se preparó a entablar combate con los hombres de Paulus Von Kirche. Puede que le hirieran mil veces, pero no iban a llegar a las rocas sagradas donde Thorvald estaba llevando a cabo el Ritual. Esos cobardes ya habían abatido a pedradas y disparos al minotauro que guardaba el círculo de invocación… pero no llegarían a su santuario para profanarlo.
-“¡Shornaal!” gritó levantando su espada y su hacha, y estaba a punto de cargar contra ellos cuando un escalofrío le recorrió todo el cuerpo. Todos los ruidos de la batalla se apagaron al unísono y, durante una fracción de segundo, se hizo un silencio absoluto y aterrador… y percibió algo difícil de explicar, una sensación que al parecer sus enemigos compartían, pues todos quedaron pálidos e inmóviles en ese momento. Era como si el cielo se estuviera partiendo en dos, como si el aire se desgarrase. Un grito horrible y totalmente inhumano resonó en la noche. Era un voz muy, muy antigua, y cuando los que la estaban escuchando se dieron cuenta de que era en realidad una espantosa carcajada, sus caras reflejaron el terror que sentían. El ritual se había llevado a cabo, y algo muy poderoso y muy hambriento se había colado en este mundo, aunque no pertenecía a él.
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El Caballero de Rivas se inclinaba sobre el cuerpo de su adversario caído, aún sin terminar de creérselo. Acababa de dar muerte a Trifón… al fin. Se disponía a quitarle el yelmo, cuando un alarido espantoso resonó a través del bosque. Se le erizaron todos los pelos del cuerpo al oír aquel aullido antinatural. Todos los ojos se clavaron en el círculo de invocación, allá a lo lejos, entre los árboles. Venía de aquellas ruinas impías.
La luz de la luna y las antorchas permitían distinguir las enormes piedras, que emergían de la niebla… pero lo que a continuación surgió de entre aquella bruma fantasmal heló la sangre en los corazones de todos cuantos lo vieron. Unas alas enormes se despegaron en la noche, y una cabeza astada se recortó contra la luz de las antorchas. Nadie llegó a distinguir más detalles de aquel ser venido de alguna pesadilla, ya que en ese momento las diferentes facciones que estaban luchando para detener aquel horror supieron que debían huir de ese lugar maldito… Habían fracasado, el Ritual había tenido lugar, y ya nada se podía hacer. Quizá, si corrían lo suficiente, podrían al menos salvar la vida.
Alrededor del Caballero de Rivas, el ruido de los combates se estaba transformando rápidamente en una algarabía de gritos de retirada y órdenes confusas, mientras su aliados abandonaban precipitada y desorganizadamente el campo de batalla. Los bandidos de Von Kirche eran los primeros en retirarse, con sus líderes encabezándolos por una vez, pero también vio a algunos de sus estalianos echar a correr, e incluso a la banda de skavens, que huían como centellas mientras lanzaban chillidos de miedo. De los mercenarios no sabía nada, dio por hecho que se retirarían también, si es que había sobrevivido alguno de ellos.
Alrededor del Caballero se encontraban aquellos de sus hombres que habían mantenido la templanza, reagrupándose para intentar una retirada algo menos desastrosa. Algunos habían sido heridos en la pelea contra los skavens y se apoyaban en sus compañeros. El noble estaliano se unió a ellos, supervisando que la de sus hombres fuese una retirada ordenada, dentro de lo posible… Los gladiadores y los norses no estaban dando muestras de perseguirles, pero podían empezar a hacerlo de un momento a otro.
Mientras el grupo se alejaba, Ávaron Mano de Plata contemplaba el grotesco espectáculo, aterrorizado y fascinado. Hasta entonces, él se había considerado un hechicero dotado, pero frente a tales poderes sólo podía agachar la cabeza. Contempló con admiración las grandes piedras rituales, alrededor de las cuales se congregaban los norses y el monstruoso recién llegado. Percibía las corrientes de la magia arremolinarse a su alrededor, al parecer aquellos monolitos concentraban esas energías. Hacían posible que un hechicero tuviese un poder enorme al utilizarlas. Podía sentirlo. Sin duda, aún tenía mucho que aprender.
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Esa misma noche, en el pueblo maldito de Adanerenburg, en las calles se desarrollaba un macabro desfile carnavalesco. Los diferentes engendros y seres mutados que habitualmente se arrastraban en agujeros y madrigueras, en esta noche maldita habían salido a las calles a saciar su hambre. Sin embargo, ninguna de las criaturas se acercaba a la desvencijada casa que se alzaba en la plaza principal, frente al templo derruido y profanado hacía mucho.
En esa casa estaba ocurriendo algo importante aquella noche. Un brujo vestido con un abrigo largo y desgastado y un sombrero picudo miraba por uno de los ventanales, y la luna verdosa se reflejaba en sus ojos. Tras él, tendida en el suelo, sobre un círculo de protección dibujado previamente para evitar que su alma fuese devorada por alguno de los demonios hambrientos que vagaban entre los mundos en las noches como aquella, había una mujer semidesnuda. Sufría espasmos y se convulsionaba. Se retorcía mientras sus ojos emitían un brillo fantasmal…
Sí, el Ritual había tenido éxito, y pronto toda la energía oscura que se había liberado al abrir el portal sería atraída hasta esa casa, gracias al hechizo que él y la bruja habían preparado. Adaneremburg se inundaría con el poder del Caos en estado puro, y él estaría allí para recibirlo todo. Él y, a través de él, el Señor Oscuro. Y entonces…
-“Voy a volver a Mordheim”- dijo para sí mismo el Brujo. Sus ojos se iluminaron con la luz verde de Morrslieb, la Luna de las Brujas, y una sonrisa demente apareció en su rostro.
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