La espesa neblina, de un verde
fantasmagórico, les llegaba hasta más arriba de las rodillas. El grupo de
hombres encapuchados se abría paso por entre angostos pasadizos, entre ruinas
de piedra y edificios derrumbados, que antaño fueron viviendas y templos.
Darius percibía a sus compañeros a su alrededor, sus vagas siluetas medio
cubiertas por las sombras, aunque tenía la mirada perdida en el horizonte… en
la oscuridad que los aguardaba más adelante, entre los callejones y los pétreos
pasadizos. Llegaron al fin a su objetivo, un enorme cofre de madera y hierro.
El líder de los hombres, con el rostro oculto bajo una capucha verde y raída al
igual que los demás, levantó la pesada tapa y la dejó caer con estruendo. En su
interior brillaban tesoros de incalculable valor, el oro y las joyas
refulgieron en la oscuridad e iluminaron las caras de los encapuchados, cuyos
ojos brillaban también con luz propia, alimentada por los fuegos de la
ambición.
Una risa resonó a las espaldas del grupo, y era una carcajada cruel y
desagradable, que no podía pertenecer a un ser humano. Se giraron y vieron una
silueta imponente, el doble de alta que cualquiera de ellos, oculta en las
sombras… Era apenas perceptible allí, justo en la linde del resplandor que
emitía el tesoro. La figura permanecía allí, riéndose de ellos, y todos
supieron que se burlaba de su ingenuidad. Darius lo supo, supo que él y los
suyos estaban condenados, y que no deberían haberse dejado atraer hasta allí
con promesas de riqueza y éxito. Se giró para volver a mirar al cofre del
tesoro, y vio cómo brotaban las llamas de entre las monedas de oro y los
medallones enjoyados. Eran llamas de un verde esmeralda intenso, y pronto se
avivaron hasta formar una enorme hoguera. Con un fogonazo, estallaron en una deflagración
infernal y abrasaron a todos los hombres, de los que no quedó nada.
Darius abrió los ojos y oyó el entrechocar de espadas. Su primer impulso fue
llevarse la mano a la daga que llevaba a la cintura, y estaba irguiéndose como
un relámpago cuando vio que sólo eran dos de sus compañeros practicando. Se
relajó nuevamente, y con un suspiro de alivio se volvió a recostar contra el
muro de piedra semiderruido. Todo estaba en calma en su campamento, un montón
de ruinas de piedra pertenecientes a un antiguo templo inidentificable, entre
las que los bandidos habían tendido algunas tiendas y lonas. Las antorchas
crepitaban en la noche, bañando con su cálida y tenue luz algunas zonas, y los
miembros de la banda cocinaban alguna cosa al fuego, charlaban y reían o
montaban guardia. No recordaba haberse dormido, pero la noche anterior no había
descansado bien.
Desde que habían llegado a la Ciudad Maldita y sus
alrededores, cada pocas noches tenía aquel sueño. A veces con variaciones,
quizá… no lo recordaba nunca del todo. Pero sabía que no era la primera vez que
veía aquel tesoro, aquellas llamas verdes. Inhaló el fresco aire de la noche y
se relajó, apoyando la cabeza contra el muro. Allí arriba estaban las lunas
hermanas, medio ocultas por los negros nubarrones que nunca abandonaban el
cielo cerca de Mordheim; Mannslieb, brillando con su pálida blancura, y
Morrslieb, con su resplandor verde enfermizo. El mismo color que tenía la
piedra bruja. El mismo color esmeralda que las llamas de sus sueños.
Algunas
increpaciones e insultos captaron su atención y le devolvieron a la realidad,
acompañados del acero contra el acero. Renan y Von Hagen estaban batiéndose de
nuevo. No se trataba de un duelo a muerte, eran simples prácticas, en parte
diversión y en parte destinadas a pulir su habilidad con la espada y ver quién
era el mejor de los dos. Quien estaba increpando al otro era Renan, el
bretoniano, como de costumbre. Von Hagen debía de estar ganándole de nuevo.
Antes de llegar el duelista, Renan había sido la mejor espada de la banda, al
menos sin contar a Hölderlin, pero últimamente las tornas habían cambiado, y
Hölderlin había empezado también a tratar a Von Hagen como si fuese su segundo
al mando, consultándole acerca de ciertas decisiones. Aquello no le gustaba a
Renan, ese Von Hagen no era un espíritu afín, era simplemente un exiliado de
alguna ciudad que se había unido a ellos, pero no era como ellos. Se
consideraba un buen tipo, al parecer, el muy imbécil.
El bretoniano arremetió de
nuevo contra su adversario. Una finta hizo saltar la contraestocada del
imperial, pero Renan ya lo había previsto y tenía el escudo preparado para
desviarla. Giró sobre sí mismo y le propinó un tajo de revés al duelista, quien
a su vez lo desvió con su main-gauche. Renan aprovechó entonces el acercamiento
para propinarle un cabezazo, que le hizo una pequeña raja en la ceja, y en el
instante en que Von Hagen retrocedía le lanzó un golpe con su espada. Ya era
suyo. Todo ocurrió en un instante y, cuando Renan pudo reaccionar, comprendió
que el duelista había esquivado el espadazo y le había colocado la punta de su
rapier en el cuello. Sintió el punzante acero allí, presionando ligeramente.
Soltó una maldición y apartó el estoque del imperial con un espadazo furioso.
-“¡Luchas como una maldita mariposa,
Von Hagen! ¡Enhorabuena, vuelves a ganar! Pero un día te encontrarás en una
pelea de verdad, una sangrienta y confusa, rodeado de bastardos que quieren
degollarte y donde esos trucos de salón no te valdrán de nada.”
-“Ese día te tendré a ti para
luchar conmigo hombro a hombro ¿no, bretoniano?” -Von hagen envainó el rapier,
conteniendo una sonrisa- “Somos compañeros ¿no?”
-“Vete al diablo”
Von Hagen se alejó riendo.
Sabía que no le caía bien a Renan, pero había sido un buen duelo. El
bretoniando era hábil con la espada y el escudo, un rival peligroso, y el único
motivo por el que le vencía era porque era más veloz, aunque por poco. Tenía la
impresión de que cada vez le sacaba menos ventaja, sin duda Renan estaba
viéndose espoleado por su odio hacia él.
El bretoniano se acercó a Ritter, el montaraz, quien era uno de los pocos que
se llevaba bien con él, quizá porque Renan le respetaba por su habilidad, y
éste le sirvió un poco de estofado de un caldero que colgaba de un espetón
sobre el fuego. El olor del guiso de conejo (o de perdiz, o de lo que hubiera
cazado Ritter esta vez) le llegó a Darius y le abrió el apetito. “Buen brebaje,
Ritter” -estaba diciendo Renan, aún con tono huraño, cuando Darius se les unió.
-“¿Me sirves un poco de eso,
compañero?”
-“Claro” -el montaraz alzó la
vista, y rió entre dientes- “Coméis mejor desde que me uní a vosotros ¿eh?”
-“Sin duda” -Darius aceptó el
cuenco humeante- “Y dormimos mejor cuando tú haces guardia y pones tus trampas.
Este lugar es… inquietante.”
-“Oh, ya empezamos otra vez”
-Renan miró a Darius con un gesto de desprecio- “Otra historia de miedo de
nuestro amigo el strigano, que ve demonios y fantasmas hasta en la sopa. Dime
¿es amenazante ese estofado? ¿Crees que va a traernos mal fario?”
Darius hizo caso omiso de las
pullas y se limitó a darle varios sorbos a su cuenco. Bajo la melena negra que
le cubría parte del rostro, estaba pálido.
-“No tienes buen aspecto,
muchacho. ¿Estás bien?
Hubo un silencio pensativo
antes de la respuesta- “Sí. No es nada, sólo… tengo un mal presentimiento.”
-“¿Qué has visto esta vez?”
-Ritter había conocido a Darius lo suficiente como para saber que ese instinto
suyo no era simple miedo supersticioso. El strigano sentía o veía cosas, y no
siempre significaban algo, pero de vez en cuando… De vez en cuando daba justo
en el clavo, y en esas ocasiones un escalofrío recorría la espalda de los
hombres de la banda. Ya en alguna ocasión les había hecho abandonar un pueblo
justo antes de una redada sorpresiva, o les había despertado instantes antes de
que unos hombres bestia atacasen el campamento, cuando aún estaban en Hochland.
Darius nunca se había andado con rodeos con su pasado, su madre había sido
bruja y adivina en una caravana ambulante, y él decía que había heredado parte
de sus poderes, aunque no supiera controlarlos en absoluto. Él lo llamaba el
“Don del Sueño”, y decía que a veces le permitía intuir el futuro. Quizá por
ello era un tipo tan sombrío. Pero bueno, como decía Hölderlin, si lo utilizaba
para prevenirles del peligro, ese don era un auténtico lujo.
-“Tengo el presentimiento de
que… nos dirigimos a nuestra propia tumba ¿sabes? A un enemigo, un engaño...”
-“¿Un enemigo?”
-“Le he visto, pero sólo
distingo una silueta oscura. Una silueta alta y negra, que nos mira desde la
oscuridad.”
Se hizo un silencio pesado
entre ambos, sólo acompañado por el chisporrotear de la leña que ardía en el
fuego, hasta que el crujido de una ramita al ser pisada lo quebró. Algo se les
acercaba por entre las ruinas, en la oscuridad. Debía de haber sorteado a los
guardias, si es que no se habían dormido. Ritter desenvainó un cuchillo
arrojadizo de la correa que llevaba cruzada sobre el pecho y se alejó del
fuego, para ocultarse. Darius hizo lo propio y estaba echando mano de su espada
cuando la figura emergió a la luz. Por un momento creyó ver la silueta alta y
negra de sus sueños, pero en cuanto la hoguera iluminó su rostro vio que se
trataba de Dismas, el salteador de caminos que se les había unido hacía poco,
embozado como iba siempre en su capa negra y su bufanda que le ocultaba el
rostro hasta la nariz.
-“Tranquilo, muchacho. Sólo
soy yo.”
El pistolero pasó de largo, y
Darius y Ritter volvieron a sentarse junto al fuego.
-“Bueno, de acuerdo” -Renan, que había estado
recostado sobre una roca observando la escena, miró al strigano sin hostilidad,
por una vez- “Te reconozco que ese tío es jodidamente siniestro.”
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