Trifón sujetaba por el cuello al
viejo hechicero, su cuerpo colgando tres palmos sobre el suelo.
"Viejo imbécil, te voy a hacer pagar por todo
esto."
El anciano se retorcía como
podía, intentando hablar pese al estrangulamiento.
"Estgo… gno… pgodía… pgverlo… El Caos es… agggsí."
Hacía una semana que se habían
encontrado con el hechicero, encerrado en una jaula que colgaba de un mástil en
mitad del yermo. Todavía mantenía su orgullo cuando le preguntaron quién le
había dejado ahí, algo a lo que se negó a responder. Y pese a que el aura
mágica que envolvía a la zona le había mantenido a salvo de las alimañas, la
dura climatología y el ayuno habían hecho mella en su estado físico. Apenas
podía mantenerse en pie cuando le liberaron. Desde entonces, había acompañado a
Trifón y a su banda en su peregrinación por el norte.
El grupo había cambiado mucho
desde el día en que abandonaron Mordheim. La Tribu de la Serpiente Negra les
había acompañado hasta Norsca, donde Trifón y sus hombres fueron huéspedes de
honor de Gunnar durante varias lunas. Pero algo bullía en el interior del
gladiador que le impedía descansar y disfrutar de los placeres ofrecidos. Unos
sueños recurrentes en los que aparecía un templo antiguo más allá de toda
comprensión le apremiaban a viajar más al norte todavía, allá donde pocos
incluso entre los norses se aventuraban a ir. Finalmente, acabó reuniendo a un
pequeño grupo de entre sus seguidores más fieles y se embarcó en un velero
norse. El propio Gunnar le llevó hacia las costas que hay más al norte del Mar
del Kraken, en donde se despidió de él, con la certeza de que muy probablemente
ese adiós sería para siempre.
Las primeras semanas fueron las
más duras. No pasaban dos días seguidos sin que alguna bestia o grupo de
criaturas les atacara. En alguna ocasión, incluso se cruzaron con algún
guerrero pertrechado con armadura pesada que el propio Trifón o el Pequeño Moog
se encargaron de despachar. Pero sus hombres también iban cayendo. Varios de
los Pililas Fornidas que le habían acompañado tan al norte habían muerto,
aunque los supervivientes se hicieron más diestros y fuertes. Era la pura ley
de la supervivencia.
Una noche, cuando la mayor parte
del grupo descansaba alrededor de una discreta hoguera, fueron emboscados por
un puñado de hombres bestia. Debido a la sorpresa, varios cayeron ante el
ataque, incluyendo el joven Flamma, que había seguido a Trifón tan lejos. Pero
una vez sobrepuestos a la sorpresa, los hombres cabra cayeron fácilmente ante
los veteranos gladiadores. Trifón en persona decapitó al beligor que los
dirigía, y ante esa visión, el resto de gors se rindieron en completa sumisión.
En ese momento la visión de sus compañeros muertos le instaba ferozmente a
ejecutarlos, pero el sentido común se impuso y vio que lo más práctico sería
incorporarlos a su banda, ya que sin duda conocerían el terreno mucho mejor que
él.
Poco después fue cuando
encontraron al viejo Sorros en su jaula. Trifón juzgó conveniente incorporarlo
al grupo después de que éste asegurara conocer un templo muy antiguo que se
encontraba aproximadamente a una semana de viaje. Durante varios días les guió
a través de pantanos, roquedales o bosques quemados, hasta que finalmente
llegaron a unas ruinas en el medio de un páramo neblinoso. Sin embargo no se
parecían en nada a las de los sueños de Trifón. Éste ya iba a decírselo al
hechicero cuando de repente una criatura abominable salió velozmente de debajo
de un pórtico y, antes de que nadie pudiera reaccionar, atrapó a dos de los
antiguos Pililas Traviesas con unos rápidos tentáculos y los alzó en el aire.
Una enorme boca llena de minúsculos dientes los estaba esperando, y ambos
guerreros fueron engullidos ante el estupor general.
El pequeño Moog cargó contra el
engendro pero fue interceptado por otros tentáculos que le mantuvieron
inmovilizado. Un gor más cayó cuando unos apéndices afilados le perforaron
limpiamente el tórax, y un mastín fue lanzado con violencia contra un muro
cercano. Trifón arremetió entonces contra la bestia, ayudado por el resto de su
banda, cortando con su espada uno de los tentáculos que inmovilizaban al
Pequeño Moog. Un mastín que se había lanzado contra la boca del engendro y a la
que mordía con ferocidad fue rápidamente succionado y devorado vivo. Otro gor
consiguió cortar un tentáculo más, aunque el icor que manó de la herida le
alcanzó y le corroyó el brazo, pero con esta acción el ogro consiguió liberarse
y estampar su enorme martillo contra el “pecho” del engendro. Esto pareció
detener a la bestia, al menos temporalmente. Varios apéndices seguían revolviéndose
de manera autónoma pero fueron rápidamente neutralizados por los supervivientes,
y el cuerpo principal del engendro fue aplastado repetidamente por el martillo
del Pequeño Moog.
Entonces Trifón se encaminó hacia
Sorros preso de furia y lo alzó en alto. Éste empezó a dar explicaciones como
podía, luchando por respirar.
"Estge templo… no esg… el qgue decía…"
El paladín de Slaanesh lo arrojó
al suelo con desprecio y los viejos huesos del hechicero chocaron contra el
duro suelo. Afortunadamente para él, ninguno se rompió. Comenzó a toser y al
poco intentó seguir hablando, mientras poco a poco iba recuperando el aliento.
"Nadie… puede prever nada… en estas tierras. Lo
que… ayer era… una certeza… hoy es… una incertidumbre. Yo he estado varias
veces… en este templo. Pero en ninguna… era como hoy. Y no le envolvía esta
niebla."
"He perdido a varios seguidores, y todo porque
nos has traído al lugar que no era."
"No era mi intención, ni esperes que nadie en
estas tierras… pueda ofrecerte… garantías. Aquí, al norte del mundo conocido…
comienzan los Reinos del Cambio, en los que nada es seguro y todo… es peligroso
hasta para los más precavidos. Pero también… es donde los más audaces pueden
conseguir mayores éxitos."
Trifón se dirigió hacia los
heridos de su banda. El gor con el brazo quemado a causa de la sangre del
engendro agonizaba. El ácido se había extendido por el hombro y la corrupción
se acercaba al pecho y al cuello. Moriría asfixiado en poco tiempo. En cuanto
al mastín que había sido arrojado contra el muro, tenía la cadera rota, y ya no
podría acompañarlos más.
Sorros reunió el valor necesario
para dirigirse de nuevo hacia Trifón.
"Aunque sé que no es el mejor momento para que mi
palabra sea escuchada, hay en las proximidades (suponiendo que podamos fiarnos
de que el paisaje no siga cambiando) un antiguo altar, consagrado al Caos
Primordial, y que actúa de oráculo si se ejecutan los ritos necesarios. Puedo
guiarte a ti y a tus hombres allí."
El paladín de Slaanesh terminó de
dar una muerte limpia al mastín herido y se irguió, colocándose frente a
Sorros, prácticamente encima suyo.
"Llévanos, hechicero, pero como nos dirijas mal de nuevo, será tu última equivocación."
***
Mientras la
batalla rugía en torno al oráculo, enfrentando a los adoradores “humanos” del
Príncipe Negro y a los seguidores bestiales del Abuelo Nurgle, dos figuras
solitarias la observaban desde una cumbre cercana. Su presencia pasaba
inadvertida únicamente por la lejanía, dado que, en realidad, eran imponentes:
la primera era un guerrero embutido en una cruel armadura llena de runas,
pinchos y trofeos de enemigos caídos. Su rostro estaba cubierto por un yelmo
que sólo dejaba ver sus ojos, ojos ultraterrenos que despedían un maligno
fulgor anaranjado. Por su parte, su acompañante era mucho menos fornido, pero
no menos atemorizador. Se trataba de un hechicero encorvado, decrépito, que
sufría convulsiones constantes como consecuencia de la saturación de energía
mágica que le envolvía, energía que le hacía ser, pese a su apariencia,
terriblemente poderoso.
Las cosas no
iban bien para los adoradores del Señor Pestilente: el ogro que acompañaba a
los devotos del más joven de los dioses del Panteón había aplastado a un
poderoso bestigor, y el chamán hombre bestia, al verlo, había perdido el coraje
y había salido huyendo. Su intención era no ser el siguiente, pero otro hombre
bestia, sometido al Paladín de Sharnoor, lo alcanzó y le corneó en el ojo.
Cuando el líder de la horda de Slaanesh atacó al beligor que dirigía a los
hombres bestia, hiriéndole gravemente y forzando su retirada, todo concluyó.
"El cuervo huye. La serpiente ha vencido esta
vez…" - susurró el hechicero con un tono de voz gangoso, como si algo horripilante
reptara entre sus cuerdas vocales.
El guerrero
que le acompañaba bufó con desprecio y respondió:
"Podrías decirme algo que no supiera, brujo
inútil. ¿Quién es ese adorador del Príncipe Negro? ¿De dónde viene, y qué hace
aquí?"
La voz de
aquel ser tenía un aura de mando y autoridad inapelable, y el hechicero,
intimidado, se estremeció y sacó un recipiente de entre sus ropajes. Guardaba
un líquido verduzco, de tonalidad insoportablemente enfermiza. Metió la mano en
el tarro y sacó algo que podía parecerse remotamente a un pez, aunque había
mutado irremediablemente en contacto con el brujo. Éste le arrancó la cabeza de
un bocado, con un sonido que habría hecho vomitar a más de un veterano de
guerra, y rajó después las entrañas con su uña.
"No es un norse… no es de aquí – comenzó a decir
con entonación acelerada. Las visiones se sucedían muy rápido -. Viene del Sur,
pero no sé dónde nació, ni cuál es su nombre… esas cosas permanecen oscuras. La
Serpiente no quiere que lo sepa. Pero veo… ah, interesante… sí que viene de la
tierra del Caos."
Aquello logró
captar la atención del guerrero, quien preguntó:
"¿La tierra del Caos? ¿Al sur de Norsca?"
Y el hechicero
se limitó a responder siniestramente:
"Mordheim…"
Y estalló en
una risa incontrolable, que acabó con un amago de ahogo y un esputo
sanguinolento. Tras ello siguió leyendo.
"Sí, fue enviado allí… como esclavo. Pero se
rebeló, se alzó, y llevó a varios compañeros consigo. Lucho en grandes
batallas, y una noche… ¡Argh!"
El brujo hizo
gesto de taparse la mano, como si hubiera quedado deslumbrado. El guerrero ni
siquiera lo miró.
"La Luz… su brillo es intenso. Un Cruzado de la Luz,
un devoto de la diosa Myrmidia. Él le mató."
Sorprendido,
el guerrero desvió definitivamente la vista del campo de batalla y miró al
hechicero.
"¿Muerto? No parece estar muy muerto" – dijo.
"Debería haber muerto. Pero el Príncipe Negro lo
salvó, y reclamó su alma. La espada debía haberle atravesado el corazón, pero
no lo hizo… un ligero desvío del acero, y una inmensa caída del alma."
"¿Y desde entonces le sirve?" – preguntó el
guerrero, que ni con todo su poder se atrevía a pronunciar directamente el
nombre de Slaanesh.
"Sí… aquella noche cosas terribles fueron
invocadas, y él las conoció, y comprendió. Sus amigos con ojos de serpiente le
mostraron el camino."
“Ojos de
serpiente”. Sin duda era la tribu norse Ojo de Serpiente, razonó el guerrero.
Eran conocidos por ser grandes marinos y saqueadores, y en una de sus
expediciones habían llegado hasta Mordheim. No es que fueran
extraordinariamente devotos (casi ningún norse lo era, de hecho). Se limitaban
a invocar al Dios Bebedor, la forma en que ellos conocían a Slaanesh, para
atraer su atención en sus correrías, y le ofrecían parte del botín. Poco más.
Salvo Thorvald, su chamán, de quien se rumoreaba que había obtenido un inmenso
poder en la Ciudad Maldita. Ya sabía cuál había sido la moneda de cambio… un
alma convertida.
"Y ahora está aquí…" - dijo el guerrero.
"Su conversión al Caos fue sincera. Casi mató a
su mejor amigo, compañero de esclavitud, quien pese a todo prefirió la Luz.
Tras eso, sus amigos ojos de serpiente lo trajeron. Festejos, orgías, combates…
todo en su honor. Incluso presidía partidos de Blood Bowl. Pero la Serpiente no
le dejará descansar… lo ha reclamado para sí, y él hará proezas en su nombre… o
morirá."
El guerrero
centró la vista en el Paladín de Slaanesh, quien se alzaba ya, junto al
hechicero que le acompañaba, frente al oráculo. Había algo distinto en él, el
aire de una persona que toda su vida ha caminado sobre el filo de la navaja y
ya no sabe andar de otra forma.
"Sigue luchando como un esclavo. Pero, quién sabe... quizá algún día comande legiones en mombre del Príncipe Negro."
***
El hechicero continuaba de
rodillas, con los brazos abiertos y las palmas de las manos hacia arriba.
Llevaba ya tres minutos así, junto al oráculo, sin haber parado de entonar una
letanía con voz ronca y monótona, y, aunque el volumen con que lo hacía era
bajo, Trifón podía percibir que se trataba de una lengua que él no entendía.
Sus dos compañeros gladiadores,
Tetraites y Carpóforo, que le habían acompañado desde Mordheim, observaban el
ritual desde una prudencial distancia junto al Pequeño Moog, mientras que los
gors y sus mastines montaban guardia en los alrededores. La corta experiencia
de Trifón en los Desiertos del Norte le había enseñado que no había ni un solo
momento en que uno se pudiera considerar a salvo de un ataque. Aprender eso le
había costado alguna herida y varios compañeros perdidos.
De repente, el hechicero se quedó
tieso. Su espalda encorvada se irguió y aunque se mantuvo de rodillas alzó la
cabeza mirando a los cielos, como si algo tirara de ella. Sus ojos estaban
blancos, sin rastro alguno de la pupila. Una voz que no era la de Sorros empezó
a hablar.
"Mira lo que tenemos aquí: el glorioso gladiador
sureño ha acabado llegando al peligroso norte."
"¿Me conoces? ¿Quién eres tú?" – Preguntó Trifón.
"Jajajajaja" – se rió la voz –. "Aunque en general
soy bastante afable, no suelo tener en mucha estima a aquellos que ponen en
desbandada a mis hijos, pero en este caso reconoceré que a mis vástagos no les
venía mal un pequeño susto, para que no pensaran que su amantísimo padre va a
estar siempre detrás de ellos" – hizo una pausa y continuó –. "Yo soy el gran Poder
que rige el mundo, aquel al que se vuelven todos cuando todo les falla y la
desesperanza inunda sus corazones. Y yo doy respuesta a sus súplicas."
La voz emitió
una risa alegre pero discreta, como la de alguien que ve medrar a aquellos bajo
su responsabilidad, como la de un hortelano orgulloso de su jardín, como la de
un padre que ve crecer con amor a sus hijos.
Respondiendo a tu otra pregunta, sí te conozco,
te he estado observando desde hace mucho tiempo.
"Yo oí tus súplicas
desesperadas hace ya varios años, cuando todavía eras un gladiador novato, con
el temor de la muerte antes de cada asalto. Yo fui el único que te escuchó, y
dejé que progresaras sabiendo que en algún momento te abrirías completamente a
mí, al único que puede calmar tu miedo a la muerte."
"Yo no temo a la muerte. Gracias a eso he llegado
hasta aquí, renunciando a una vida fácil y segura en el sur."
"No, eso es cierto" – concedió la voz. – "Hace
tiempo que dejaste de temer tu vida física y comenzó a preocuparte más que no
se te recordara en el futuro. Por eso otros poderes fueron más rápidos que yo,
se aprovecharon de ti, y consiguieron atraerte hacia ellos. Pero ahora que
estás en el norte verás las cosas de otra manera, te lo aseguro. Seguiré observándote,
viendo como creces y aprendes a caminar, cómo celebras tus victorias y cómo
lamentas tus derrotas. Me alegraré con cada uno de tus éxitos y me dolerán
todas tus heridas. Pero recuerda que cuando más necesites la ayuda de alguien,
sólo yo estaré ahí para ofrecértela. Sólo yo seré quien pueda hacer desaparecer
tus miedos más elementales. Hasta que llegue ese momento, crece, demuestra todo
tu potencial en estas tierras y haz méritos para que pueda considerarte un
campeón mío."
La voz rompió a reír en una
simpática carcajada que poco a poco se fue desvaneciendo. Sorros salió
finalmente del trance y se derrumbó frente al oráculo. A una señal de Trifón,
Tetraites y Carpóforo fueron a ayudarle a incorporarse.
El gladiador se quedó pensando sobre lo que acababa de oír. Multitud de dudas le ocupaban ahora la mente, pero algo en su interior le decía que éstas no serían más que las primeras de las muchas por venir.
***
Trifón retrocedió una vez más,
desviando con su escudo un brutal hachazo en el último segundo antes de que le
rebanara el brazo. Su oponente, aquel endiablado Paladín del Dios de la Sangre,
combatía con una furia y un salvajismo que nunca antes, ni siquiera en las
desesperanzadas peleas a muerte en el Coliseo de Mordheim, había visto. Pero
tenía algo más: Trifón sabía reconocer la furia ciega, aquella que intenta
olvidarse de la propia mortalidad para centrarse en la esperanza de una
victoria elusiva con el fin de evitar la muerte. No era para nada la ira que
tenía frente a sí: aquel guerrero no tenía el más mínimo miedo a morir, y quizá
su dedicación al combate fuera tan intensa que le hubiera hecho olvidar su
propia condición de mortal. Y pese a toda su violencia, se trataba de un hombre
preciso, hábil, bien formado con las armas. Quizá lo último que hubiera querido
experimentar Trifón era un combate así.
Ya
había muerto antes, o eso creía. Desde que aceptó a la Serpiente había empezado
a entrever muchas cosas, cosas que antes sólo se le aparecían en lo más
profundo de sus sueños, y que poco a poco empezaban a reptar hacia su consciencia.
Trifón sospechaba que, aquella noche en que conoció al Caos, el Caballero
estaliano le había matado, y un terrible poder había comprado su vida a los
dioses del inframundo. Era la primera vez en toda su vida que alguien le
derrotaba en combate, pero había sido tan distinto… aquel estaliano veía el
combate como un medio, no como un fin en sí mismo. Tenía esa resignación
estoica de quien sabe que debe combatir, pero sólo porque es su única
alternativa. Y por eso el combate había sido tan corto: aquel caballero sureño
había aprendido a acortarlos, a que era mejor vencer con una única estocada
letal y minimizar el tiempo del enfrentamiento para alargar los éxitos
derivados del mismo. Así había sido el golpe que le había matado, pero en aquel
momento, frente a aquel salvaje sanguinario seguidor de Khorne, la lucha era
muy distinta. Sabía que quien tenía frente a sí le reduciría a pulpa si podía.
En
realidad, el tesón de aquel guerrero era admirable. Toda su banda había sido
destruida, algunos muertos, otros demasiado heridos como para poder seguir la
lucha, unos pocos huidos. También la banda de Trifón había sufrido alguna baja,
pero eran menores, y ahora Sorros, Tetraites y Carpóforo observaban el combate
con respeto. Habían aprendido rápido que, en el Norte, cuando dos paladines
consagrados se enfrentan son los propios dioses los que luchan, y no era
prudente inmiscuirse en los desafíos de los dioses.
Finalmente,
el cansancio se acumuló en Trifón, quien tardó una décima de segundo de más en
elevar el escudo. El hacha de su oponente descendió en un imponente arco, y
aunque el gladiador echó la cabeza hacia atrás, eso le sirvió para salvar la
vida, pero no para quedar indemne: el filo del hacha rajó la carne y destrozó
el ojo, cegándolo por completo.
Trifón
estaba acostumbrado a ignorar el dolor, pero aquello, tras tanto tiempo de
lucha, fue demasiado. Sin ser capaz de suprimir sus instintos se llevó la mano
al ojo perdido y gritó de dolor. Aquello duró un instante fugaz, un destello de
agonía, tras el cual Trifón recuperó el control de sí mismo… aunque ya era
consciente de que ese mínimo instante era todo lo que necesitaba su oponente
para matarle, y esperó el golpe final.
Pero
no llegó.
El
paladín de Khorne se erguía frente a él, respirando con calma, totalmente
inmóvil, y acaso fuera más tétrico en su quietud que en medio del combate. Los
pocos guerreros que tras el enfrentamiento quedaban en pie, los dioses y los
demonios, todos ellos aguardaron la respiración esperando a ver qué sería lo
próximo que hiciera el ya indiscutible vencedor…
Y
lo que hizo fue reír.
"¡Por el trono de los cráneos, hacía tiempo que
no veía a alguien pelear así."
El guerrero
siguió riendo un rato más, una risa ronca y despiadada que hizo que Sorros se
acurrucara y buscara la protección de Tetraites y Carpóforo, y que a Trifón se
le helara la sangre.
"Debería matarte y enviar tu cabeza al Señor de
los Cráneos… te he vencido, y es no sólo mi derecho, sino mi obligación. Esta
victoria me da gloria a ojos de Arkhar el Sabueso. Pero… eres un buen guerrero,
eres poderoso. Puedes hacer grandes cosas, desde luego…"
Y permaneció
inmóvil, como si meditara, aunque era difícil imaginar qué clase de
brutalidades podría pensar un hombre así.
"Sí, tú también prosperarás. El Príncipe Negro te
bendecirá, atraerás seguidores, conseguirás objetos incluso más poderosos que
esa espada que llevas, crecerás en la gloria a los ojos de la Serpiente.
Seguramente comandarás legiones de sus adoradores, y sus demonios te rendirán
pleitesía. Y entonces, sólo entonces, cuando hayas llegado a la cúspide de tu
poder y miles de hombres de las tribus del Norte coreen tu nombre extasiados,
entonces te mataré."
Y sonrió, no
como quien concede una gracia, sino como quien acaba de contar un buen chiste.
"Sigue luchando, sigue prosperando. Consigue más
victorias, forja un nombre. Después iré a por ti."
Dicho eso se
dio la vuelta. Al avanzar encontró a un hombre bestia de su banda, medio
carbonizado en el suelo por la brujería de Sorros, incapaz de moverse. Lo asió
por el brazo y, cuando parecía que iba a ayudarle a incorporarse, lo decapitó
salvajemente. Después, señalando con el hacha ensangrentada a Trifón, murmuró:
"Un cráneo por otro cráneo. Lo importante es que mane la sangre. No lo olvides nunca."
***
El
guerrero que se erguía frente a Trifón era lo más colosal y peligroso que el
gladiador hubiera tenido nunca frente así, quizá incluso más que el Paladín de
Khorne al que se había enfrentado hacía unos días. Medía más de dos metros y
medio, y se cubría con una armadura de apariencia impenetrable pero liviana al
mismo tiempo. Aquí y allá las placas de la coraza se veían salpicadas de runas
que, por lo que había aprendido de los chamanes de la Tribu de la Serpiente
Negra, pertenecían a Char, el Águila, el Arquitecto del Destino. Las runas se
retorcían y bailaban, de forma que era casi imposible fijar la vista en ellas,
pero todo el conjunto de la armadura producía el mismo efecto, alterándose y
retorciéndose en un conjunto de colores imposibles que parecían envolver al
guerrero como un aura de fuego ultraterreno. El cruel yelmo, rematado con un
penacho de plumas que se retorcían bajo el influjo de una energía siniestra,
tenía sin embargo una apertura en la zona bucal, de donde surgía una
protuberancia parecida al pico de un águila repleta de dientes serrados.
Por
si aquello fuera poco intimidante, la estampa se completaba con el arma que
blandía aquel ser monstruoso, un inmenso flagelo forjado por manos
extremadamente hábiles que en un extremo incorporaba un pico con la forma de la
runa de Tzeentch y, en el otro, nueve bolas encadenadas de obsidiana, cada una
de ellas del tamaño del puño de Trifón. La fuerza que debía tener el guerrero
para ser capaz de manejar semejante brutalidad parecía impresionante, y Trifón
supo, desde el momento en que su oponente gritó y se puso en marcha, que si
llegaba a descargar el golpe no sobreviviría.
El
tiempo pareció ralentizarse a medida que los pasos del elegido de Char
horadaban la tierra. Quizá se hubiera ralentizado de verdad: unas pocas semanas
en los Desiertos del Caos le habían bastado a Trifón para darse cuenta de lo
fútil que resultaba tratar de encontrar medidas constantes en el tiempo o en el
espacio. El Paladín de Slaanesh sintió un intenso vacío en la cuenca del ojo
perdido, y un dolor punzante en la cicatriz dejada por la hoja del templario de
Myrmidia. Las engañosas cadenas del miedo le atenazaron, pero no era el miedo a
la muerte, sino a la derrota.
“¿Realmente
deseas la gloria, gladiador?”
Era
la misma voz que había escuchado por primera vez la noche en que los norses
invocaron al Tío Sam en Mordheim, y a la que no había dejado de oír en el fondo
de sus pensamientos desde entonces, pese a que pocas veces había sido con tanta
claridad como en ese momento.
El
elegido de Tzeentch se seguía acercando.
“Para
eso he nacido”
Una
maravillosa sensación le invadió. Tanto Thorvald como los escaldos de la Tribu
de la Serpiente Negra le habían instruido sobre el dios al que había jurado
servidumbre: sabía que su dominio eran las sensaciones, los sentidos, lo
sensorial. Los más profanos asociaban aquello con lo sensual y la decadencia, pero aquello, aún
siendo importante, no era lo único que podía ofrecer el Príncipe Negro: el
éxtasis del triunfo, el reconocimiento, la adoración, la gloria… la perfección.
Esos eran sin duda sus dones más preciados. Los dones que Trifón, nacido
esclavo, arrancado de los brazos de su madre antes siquiera de conocerla y
arrojado a una fría e indiferente lucha por la supervivencia para el disfrute de
la escoria, siempre había deseado.
“CONQUÍSTALA
CON SANGRE” bramó la voz de su dios.
"¡SHORNAAL!"
Trifón
gritó con toda la fuerza que pudo y, casi sin pensarlo, se lanzó de frente a
por el guerrero de Tzeentch. Asió con fuerza la espada élfica hallada en las
ruinas de Kriegsburg, sintiendo, casi de forma inconsciente, que un arma tan
bella y tan letal era un fiel reflejo de sí mismo. La sangre le hervía y bullía
conteniendo la promesa de una gloria atemporal. Sabía que los dioses estaban
mirando aquella carga.
Cuando
apenas quedaban unos metros para el choque, el elegido del Mutador alzó su
pesado mayal, y gritó algo incomprensible para Trifón. Éste no le hizo caso.
Siguió avanzando y, cuando su oponente descargó el golpe, efectuó la maniobra:
viró bruscamente, de forma tan súbita que incluso sintió cómo los flagelos le
rozaban, y, agachándose, deslizó la hoja élfica por las junturas de las grebas
de su enemigo, rajándole la arteria femoral.
El
elegido se desplomó al instante, incapaz de ponerse en pie por mucho que lo
intentara. Trifón bramó exultante, y tras deleitarse brevemente se dirigió
hacia su enemigo caído. Con el pie apartó el mayal lejos de su alcance y
comenzó a descargar sobre él un espadazo tras otro, con tanta velocidad y furia
que el mutado guerrero pronto no pudo defenderse. Trifón sabía que no lo estaba
matando: la mayoría de los cortes eran absorbidos por la armadura, y aquellos
que penetraban en la carne eran demasiado superficiales como para matar a un
ser tan titánico. Pero eso era secundario para el Paladín de Shornaal: no
necesitaba matarlo, necesitaba derrotarlo, humillarlo y someterlo.
Trifón
perdió la noción del tiempo mientras descargaba un golpe tras otro y gritaba
oscuras alabanzas al Príncipe Negro. No levantó la vista de su enemigo hasta
que vio a sus seguidores apelotonarse en torno a él, y supo que la batalla (la
cual, por cierto, había olvidado completamente) había terminado con victoria
para sus armas.
El
gladiador alzó la hoja élfica al demencial cielo de los Desiertos, y allí, con
su enemigo abatido y los dioses mirando, toda su horda comenzó a gritar su
nombre, rendidos ante su majestuosa figura.
"¡Trifón! ¡Trifón!"
"¿Ves?" susurró la voz, "te dije que podía hacer tus deseos realidad".
***
Trifón abrió el único ojo que le
quedaba. Pese a la semioscuridad en que se encontraba pudo distinguir el techo
de una tienda de pieles. Unas ascuas agonizaban a poca distancia de él,
evidenciando una hoguera ya extinta, y la luz matinal se filtraba por una abertura
en el techo que permitía la ventilación.
Había tenido fiebre, de eso
estaba seguro. Más de una vez se había despertado a causa de los temblores,
empapado en sudor, sin tener del todo claro qué era real y qué era fruto de sus
delirios. Había tenido visiones en las que se encontraba caminando por un
jardín inabarcable, donde retorcidos árboles, con más aspecto de hongo que de
vegetal, proyectaban sombras esporádicas bajo un cielo anaranjado. Todo el
suelo estaba cubierto de hojarasca, y a los pies de los árboles podían verse
unas extrañas frutas que habían madurado tanto que ya empezaban a pudrirse en
el suelo. Numerosos gusanos, babosas y demás insectos se revolvían a sus pies,
dándose un festín con esa capa de descomposición.
En algún sueño también había
podido ver cómo de ese mismo suelo, entre tanta putrefacción, surgían unos
seres repulsivos de aspecto enfermizo. Ya los había visto con anterioridad a
las visiones, en el campo de batalla, cuando se enfrentó a la banda de guerra
de Jabba el Chungo. Acompañaban al beligor y demostraron ser unos seres
imbatibles, pues según hundía su espada en su “carne”, la herida se cerraba de
nuevo sin dejar cicatriz. Sin embargo, en las visiones los seres lo miraban con
su único ojo y empezaban a andar lentamente hacia él, sin aparentar en absoluto
ser hostiles. Más bien, pareciera que su actitud era amistosa. Aunque siempre
que los seres se le aparecían en alguna visión, enseguida surgía de no se sabe
dónde una enorme serpiente negra de cerca cuatro metros de longitud,
interponiéndose entre él y las apariciones pestilentes, enfrentándose
agresivamente a ellas. Los virulentos cíclopes dejaban de tener entonces una
apariencia amigable, y atacaban a la serpiente con rabia, como el granjero que
trata de matar a la víbora que se ha colado en su sembrado. Y a la par que todo
esto sucedía, Trifón por algún motivo no podía dejar de andar, por más que
quisiera detener sus pasos para observar el enfrentamiento, por lo que pronto
se alejaba del lugar sin saber el resultado.
Estaba intentando hacer memoria
de más visiones que la fiebre le hubiera provocado cuando la piel que cubría la
puerta de la tienda se corrió a un lado, dejando ver al otro lado un paisaje
nevado. Sorros entró en la tienda y se encaminó directamente hacia el hogar,
sin prestar atención a Trifón. Empezó a avivar las ascuas, intentando resucitar
lo que había sido una intensa hoguera durante la noche.
"Veo que la serpiente ha triunfado. La peste se
aleja – dijo finalmente."
"¿A qué serpiente te refieres? ¡Habla, hechicero!"
"A la que te protegía de las “atenciones” del
Señor de la Putrefacción. Has estado inconsciente una luna, con delirios
constantes y la salud muy débil. Y mientras tanto, los dioses se peleaban por
tu alma. Pero la serpiente ha conseguido retener aquello que obtuvo en la
Ciudad Maldita y has vuelto a nosotros, de nuevo como Trifón."
"¿Una luna inconsciente? ¿Tanto tiempo?"
Los obsequios de los Contadores de Onogal nunca
son nimias. Pero lo que importa es que en breve estarás completamente
recuperado y podremos marcharnos de aquí. A Curval le agadará saberlo
"¿Curval?"
"Un poderoso guerrero. Vino aquí hará cuatro
días. Dijo que se había corrido la voz de que Khornelissen había perdonado la
vida de un oponente por considerarlo un rival digno, y quiso venir a conocerlo.
Le acompaña un pequeño séquito. De momento han acampado con nosotros, a la
espera de que el famoso Trifón se recupere y pueda hablar con él. En mi opinión
posiblemente quiera un duelo, para poder aumentar su banda de seguidores,
aunque confío en que sea orgulloso y no considere adecuado enfrentarse a un
enfermo."
"Pero es bueno postergarlo demasiado. Mis hombres
deben saber que estoy casi recuperado, o de lo contrario quizás alguno
considere unirse a él. Que venga ahora."
"No lo recomiendo, mi señor, pero así se hará."
Sorros terminó de avivar el fuego
y salió de la tienda. A los pocos minutos, un guerrero vestido con una fina
armadura de color ébano entró en la estancia. Su piel era pálida y sus cabellos
blancos como la nieve. Su mirada, dos pozos grises en los que uno se perdía. En
el sur, un albino como él habría tenido una vida muy difícil. Aquí en el norte,
se consideraba que tales rasgos eran símbolo del favor de los dioses. Le
acompañaban dos mujeres, vestidas también con finas armaduras negras y sedas
púrpuras, ambas con cabellos azabaches. Tetraites y Carpóforo entraron también,
para evitar cualquier posible incidente pese a que el guerrero estaba
desarmado.
"Saludos, poderoso Trifón. Mis hermanas y yo nos
alegramos de conocerte por fin. Mi nombre es Curval y ellas son Crania y
Algoila."
"Saludos a los tres y bienvenidos a mi
campamento. Me consta que llegasteis hace unos días aquí, y espero que haya
sido todo de vuestro acomodo. Pero quisiera saber cuál es el motivo de vuestra
presencia."
"Contemplar a aquel al que el Cara de Perro ha
dejado vivir. Y ofrecerle nuestros servicios si los acepta. Nosotros también
queremos enfrentarnos al seguidor del dios de los cráneos y su banda, y sabemos
que estando a tu lado, la oportunidad nos llegará pronto. Pues Khornelissen ha
partido de nuevo en tu búsqueda y se encarga de pregonarlo para que todo el
mundo lo sepa."
"Si quiere venir a mí, que venga. Me encontrará
mejor preparado que la última vez, y esta vez seré yo quien perdone su vida.
Pero quiero saber por qué queréis encontraros con él."
"Con él no, con una de sus seguidoras" – dijo una
de las hermanas, la que había atendido al nombre de Algolia.
"Creo que la conocisteis también, una fanática
bebedora de sangre de gran belleza" – continuó Crania.
"Puede ser, no recuerdo todo ahora mismo pero
puede ser" – dijo Trifón.
"Bien" – siguió Curval -, "pues digamos que aquí
mis hermanas y yo tenemos cuentas pendientes con Veronique. Y las saldaremos
pronto, en el nombre de Shornaal…"
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