martes, 10 de diciembre de 2019

[La Campaña por Ferrograd] Epílogo. Una Alianza Siniestra



El Marqués de Seda bajó de su barcaza Tántalo con un grácil salto y se encaminó hacia el templo a un ritmo calculadamente lento. Detrás del perímetro de seguridad que formaban sus mejores guerreros, una multitud de eldars oscuros observaban con una mezcla de envidia y curiosidad. Aunque hacía una semana que su expedición a Ferrograd había regresado, no era hasta ese momento cuando había decidido por fin realizar su ofrenda al Gran Templo de los Íncubos.

Durante esa semana se habían ido difundiendo varios rumores acerca de dicha expedición. Había quienes decían que todo un mundo industrial mon-keigh había sido esclavizado, otros afirmaban que se había abierto un portal demoníaco que no dejaba de vomitar al espacio real sirvientes de la Sedienta y otros incluso aseguraban que los hemónculos del Cónclave de la Llave habían hecho prisioneros a un vidente de Ulthwé y a su consejo de brujos. Pero sin duda, el rumor que más se repetía y que más chismorreos generaba era el de que el Marqués había conseguido hacerse con una reliquia de gran valor simbólico para los íncubos. A esas alturas, toda Commorragh había oído ya esa historia, y el hecho de que la Cábala de la Séptima Conciencia proclamara públicamente que iba a ofrecer un obsequio al Gran Templo no hizo sino acrecentar la expectación.      

El Marqués se paró a unos pasos del pórtico de entrada, y sin necesidad de hacer ninguna seña, Merodach el Negro, su draconte de confianza (si es que realmente confiaba en alguno) se acercó sujetado con ambas manos una espada envainada. La funda era toda negra y sin adornos ni filigranas, de obsidiana pulida, y por tanto, pesada. Pero no todo el peso era atribuible a la vaina, recordó Merodach. Según le había contado su señor, la espada, conocida como el Filo de la Oscuridad Primera, estaba maldita y acarreaba con ella la carga de todas las vidas que se había cobrado, excepto cuando estaba fuera de su funda, momento en que se volvía tan grácil y ligera como una pluma afilada, ansiosa por beber sangre nueva.

Aunque tenía previsto entregarla al Templo, el Marqués no iba a permitir que toda la multitud que le estaba observando le viera entrar con ella en las manos como un vulgar oferente, así que tomó la espada envainada y se la ciñó a la cintura. Sin embargo, este acto tenía su contrapartida, pues entrar con un arma en un templo de íncubos equivalía a lanzar un desafío a su jerarca, y en el caso del Gran Templo, equivalía a lanzar un desafío a Drazhar, el “filo viviente”.

En solitario, el Marqués franqueó el pórtico y caminó a través de la apadana del templo. El eco de sus pisadas era lo único que podía oírse, y la luz danzante que proyectaban las antorchas le mostraba el camino entre las sombras. Pero más allá de donde éstas iluminaban, la oscuridad era total, y ni siquiera los agudos ojos del eldar conseguían penetrar en las tinieblas. La ausencia de íncubos que le franquearan el paso o que al menos le observaran en silencio le extrañó, pero también era cierto que no esperaba ser desafiado por ninguno de ellos, pues en un evento tan anunciado, era el jerarca quien se atribuía primero dicho “honor”.

Finalmente, tras subir unos escalones, llegó al corazón del templo, y aunque el trono estaba vacío, sí había una presencia en la sala. Drazhar le esperaba en el círculo de duelos.

De súbito, un ansia repentina por matar le asaltó, a la par que una voz en su mente le urgía a desenvainar la espada y retar al campeón íncubo, a fin de que la sangre fuera derramada. El arconte se detuvo en el borde del círculo y barajó durante un instante sus posibilidades. Como todo habitante de la Ciudad Siniestra, se guardaba algunas cartas en la manga, en este caso unas granadas psicotrópicas que podían aturdir y neutralizar a su oponente durante el tiempo suficiente como para decapitarlo a continuación con la espada maldita. No era algo muy limpio en un duelo, pero por otra parte, el martirizador que todos los íncubos llevaban instalado en el pecho tampoco se podía considerar muy honorable. La voz interior que le hablaba (y que el Marqués supo desde el primer instante de dónde procedía) continuaba azuzándole para que desenvainara el arma y diera un paso al frente. Sin embargo, haciendo un acto de voluntad, se sobrepuso a ella. En primer lugar, el Marqués no era tonto, y sabía de sobra que no tenía ninguna posibilidad ante el Maestro de las Espadas. Y en segundo lugar, aunque milagrosamente sobreviviera al duelo y consiguiera matar a su adversario, ¿para qué iba a querer él convertirse en el nuevo jerarca? Realmente, si reflexionaba acerca de ello, era algo que no le interesaba para nada y que interferiría en la vida de recreo a la que se daba en su palacio, impidiéndole disfrutar de los banquetes y orgías de los que regularmente ejercía como anfitrión. Cuando se dio cuenta del peso que tenía para él este último argumento, una sonrisa afloró en su rostro. Nada, definitivamente era mucho mejor dejar las cosas como estaban y formar un pacto con los templos de los íncubos antes que perder la vida intentando dirigirlos.

Así pues, el Marqués desabrochó las hebillas que sujetaban la espada, y sin desenvainarla ni entrar en el círculo, la sujetó con ambas manos en dirección a Drazhar. Éste se encaminó hacia él, y, sin emitir en ningún momento una sola palabra, aceptó la ofrenda e inclinó ligeramente la cabeza en señal de asentimiento. Hecho esto, se dio media vuelta y se encaminó fuera del círculo de luz, donde la oscuridad se lo tragó.

El Marqués permaneció unos segundos en el sitio, pensando sobre la alianza que acababa de formarse. Sabía que este acontecimiento iba a tener una gran trascendencia política y estratégica, y que supondría grandes ventajas futuras para su cábala, y por tanto para él. Sólo ahora la verdadera magnitud de su triunfo comenzaba a vislumbrarse. Esa misma noche había sido invitado a una cena organizada por la Dama Malys, el día anterior el arconte Alesanar de la Cábala de la Diosa Falsa le había hecho llegar su interés por comprar varios de los incursores y ponzoñas que los astilleros del Marqués producían, y el propio Asdrúbal Vect, el Señor Supremo, había decidido contar con la Cábala de la Séptima Conciencia para una incursión a gran escala en el sistema Cambises.

Sonriendo, y regodeándose en su  habilidad, ingenio y astucia, a los cuales innegablemente se debían siempre todos sus éxitos, el Marqués se encaminó a la salida.

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