El hombre que los había citado en la posada, un personaje de cierto renombre llamado Bergen, se sentó con la espalda pegada a la pared. Dejó el sombrero de ala ancha sobre la mesa, y la luz anaranjada de las lámparas de aceite iluminó sus curtidas facciones. Su cabello era ya canoso y su cara estaba surcada de arrugas y alguna que otra cicatriz. El caballero Francisco de Rivas tomó asiento frente a él, flanqueado por el alférez Velázquez y por Velarde.
-“Johan, sirve tres pintas de cerveza del barril bueno a estos hombr…”
-“Vino, si sois tan amable. No somos tan aficionados a la cerveza como los imperiales”
El posadero hizo un asentimiento de cabeza y se alejó renqueando, dejando a los estalianos y al viejo con sus asuntos. El tal Bergen tenía fama en Bad Kreuznach como cazador de brujas, aunque se decía que sus días de gloria habían pasado y que su banda, o lo poco que quedaba de ella con vida, estaba ya prácticamente disuelta. Aún poseía la complexión de un hombre fuerte, aunque sus ojos reflejaban el cansancio y el horror acumulados con el paso de los años.
-“Bien, aquí estoy, señor. Dispuesto a escuchar vuestra historia. ¿Qué peligro es ése que tan acuciantemente amenaza este pueblo?”
El cazador de brujas miró con desconfianza a su alrededor antes de empezar a hablar.
-”Veréis… acudo a vos porque sé que sois un hombre recto. Sin embargo, aunque vuestras intenciones son buenas, y es innegable que conocéis a los criminales, no conocéis el horror que mora en estas tierras… No, ningún extranjero puede conocerlo. No os ofendáis, incluso los propios imperiales ignoran en la mayoría de los casos el verdadero peligro, el verdadero enemigo… el enemigo interior.”
-“Habláis del Caos. No nos es desconocido el culto a esos falsos dioses. Mis hombres y yo ya hemos combatido contra esas sectas en más de una ocasión.”
-“Oh, sí, por supuesto… pero escuchad, por favor. No os hablo de una simple reunión de cultistas en un sótano.” -Bergen frunció el ceño y miró a los ojos del caballero, mostrando vehemencia y preocupación- “¿Habéis oído hablar alguna vez del Gran Ritual?”
El posadero sirvió los tres vasos de vino y una pinta de cerveza. ”Os escucho”- dijo el caballero de Rivas, tras tomar un sorbo e intentar disimular la mueca de disgusto al saborear el vino imperial.
-“Los libros antiguos lo llaman Ritum Magni, el ritual de rituales. Desde el principio de los tiempos, los siervos del Caos han adorado a sus abominables dioses mediante ceremonias e invocaciones, pero hay una entre todas ellas que se distingue de las demás, una que es más peligrosa y puede desatar un poder mayor y mucho más terrible. Nosotros, los cazadores de brujas, sabemos bien la influencia que ejerce Morrslieb en los siervos del Caos. Es por eso que la llamamos Luna de las Brujas. Cuando Morrslieb está llena, los hombres bestia se envalentonan, los hechiceros ven aumentados sus repugnantes poderes, y horrores sin nombre que no creeríais que existen se arrastran fuera de sus madrigueras en busca de alimento… En noches como ésa, internarse en el bosque es un suicidio.” –las luces de las lámparas proyectaban sombras sobre el rostro de Bergen, resaltando sus ojeras y dando al viejo un aspecto algo cadavérico- “Pero hay una noche cada varios años, una única noche, en que Morrslieb se alinea con Mannslieb y con otros astros. Esa noche, la luna de las brujas cubre a su hermana por completo, y su luz verdosa es la única que ilumina la oscuridad… y la barrera entre nuestro mundo y el reino del Caos se hace más delgada que nunca. Demonios y otros seres, provenientes de un lugar más allá del entendimiento humano, pueden ser atraídos mediante un ritual… El Gran Ritual. Y si se realiza con éxito, ya nadie será capaz de pararlo… Antaño éramos muchos los que patrullábamos Mordheim cuando esa maldita noche llegaba, y manteníamos a raya a los adoradores del Caos, pero ahora… Ya no queda nadie. Mi banda está hecha pedazos, he perdido a cinco hombres en las últimas tres semanas. Mordheim nunca ha sido una ciudad segura, pero… sé que esas muertes no han sido casuales. Están acechando, esperando el momento, y no quieren que les detengamos. Yo puedo mostraros el lugar donde intentarán llevar a cabo el ritual, y…”
Los ojos de Bergen se abrieron de par en par por el horror. El viejo palideció y se quedó rígido en su asiento, con la espalda pegada a la pared y las manos aferrando el sombrero como si le fuese la vida en ello.
En menos de un segundo, los tres espadachines estalianos giraron sobre sí mismos, levantándose de sus asientos y desenvainando sus armas, listos para encarar al nuevo enemigo. Velázquez había sacado la espada, Velarde, la vizcaína, y el caballero de Rivas había desenfundado su pistola enana y estaba amartillándola cuando cayó en la cuenta de que ente ellos… no había nada. Sólo una ventana cerrada, cuyo empañado cristal no dejaba ver otra cosa que la oscuridad de la noche y las luces de los faroles que había colgados fuera de la posada. Y, sin embargo, el caballero sabía muy bien que una expresión como esa no podía fingirse.
Después de aquello siguieron hablando algunos minutos más, y el viejo repitió una y otra vez que debía de haberse imaginado algo, que sin duda los nervios le habían jugado una mala pasada. Finalmente, parecieron llegar a alguna clase de acuerdo y los estalianos apuraron sus vasos de vino (a excepción del caballero de Rivas, que no quería ni oler aquel brebaje infame) y se marcharon.
Ya a solas, en la vieja taberna, el viejo Bergen empezó a sentirse mejor. Había logrado que los extranjeros le ayudasen. Eran una banda más numerosa que la suya, con hombres bien entrenados y equipados, y gracias a él sabían a lo que se enfrentaban y el lugar donde se realizaría el horrible ritual. Ellos lo detendrían, todo iría bien, sí… Sintió cómo sus esperanzas se renovaban y pidió otra pinta de cerveza. Sí, todo saldría bien.
Un rato después pagó la cuenta y salió al aire frío de la noche de Bad Kreuznach, para dirigirse a su casa. Iba a comenzar a silbar una alegre melodía, aprendida de la patrulla del río Stir años atrás, cuando volvió a oírlo, aquel endemoniado aleteo. Aquel batir de alas de murciélago, y esa sensación de que le observaban. Llevaba semanas oyéndolo, sintiéndose vigilado, viendo unos ojos que brillaban rojos en la oscuridad durante un instante, por el rabillo del ojo, para luego girar la cabeza y descubrir que allí no había nada. Sin embargo, en lo más profundo de su mente, algo le decía que allí había algo siempre. De pronto, una ramita crujió tras él. Se le heló la sangre al sentir una presencia a su espalda, en la oscuridad... pero fuese un demonio o un asesino, no le pillaría deprevenido. Dio media vuelta y echó mano de su espada, pero su atacante fue más rápido. La espada estaba a medio desenvainar cuando un estilete largo y muy afilado se clavó en su cuerpo. Los últimos pensamientos que tuvo Bergen antes de derrumbarse estuvieron dedicados al extraño aspecto de su asesino... quien no parecía un asesino en absoluto. Parecía una broma... La harapienta figura, encapuchada, se arrodilló junto a él y le susurró al oído:
-“Podría habértelo clavado en el corazón, pero un saco de basura como tú nos dio caza a mí y a mi familia, y ahora vas a morir lentamente, mientras el veneno hace efecto.”
Posada en un árbol cercano, una forma negra con alas membranosas observaba la escena, con unos ojos rojos que brillaban en la noche. Los ojos que el viejo Bergen había visto a través de la ventana de la posada, y los mismos que llevaban espiándole desde las sombras varias semanas. La criatura se relamió y, tras unos instantes, levantó el vuelo. En el fondo, Bergen siempre había sabido que había algo observándole.
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En una zona más a las afueras de Mordheim, esa misma noche, las antorchas crepitaban en una taberna en ruinas. Llevaban unos días utilizándola como guarida, y no estaba tan mal. Incluso habían encontrado un par de toneles de un vino agrio pero potente. Los norses brindaban y vaciaban sus cuernos de un trago, mientras hablaban del último combate, y los luchadores de pozo les acompañaban, también festejando. Gunnar Ojo de Serpiente estaba celebrándolo con ellos, sentado a la cabecera de la mesa, mientras limpiaba con un trapo la hoja de un hacha. Era un arma magnífica, un hacha de mango largo de manufactura enana, sacada de las mismas ruinas de la fortaleza maldita de Kriegsburg... aunque aquella expedición les había costado las vidas de buenos hombres. Grumdrag, el enano luchador de pozo, había sido cobardemente abatido a disparos por los estalianos, y pagarían por ello. Grumdrag bebía como un norse y peleaba como un demonio, y los miembros de la tribu enseguida habían trabado amistad con él, al igual que con Crixo, otro guerrero valiente caído en batalla. También aquellos bandidos cobardes lanzadores de piedras pagarían por haberles desafiado, su banda tenía una cuenta pendiente con ellos...
Uno de los gigantescos perros del norte se acercó y lamió cariñosamente la mano de Gunnar, quien salió de sus pensamientos y le rascó bajo la enorme mandíbula.
El jefe norse miró su alrededor y vio a sus hombres brindando con los hombres de Trifón, la banda de ex gladiadores fugados. Hablaban con camaradería y compartían la comida. Incluso habían repartido el botín a partes iguales. Quién lo hubiera dicho... Antes de llegar a la Ciudad Maldita, ni se le habría pasado por la cabeza compartir la bebida y luchar codo con codo con habitantes del Imperio, o que la muertes de esos hombres le importaran. Pero estos hombres eran guerreros de verdad, como los norses, y Trifón se había ganado su respeto. Por otra parte, la mayoría de ellos, incluido Trifón, no eran imperales. Apuró de un trago un cuerno que le había pasado uno de sus hombres, arrojó un trozo de carne a Bastardo, su mastín favorito (si es que se puede llamar mastín a semejante bestia) y abandonó el salón. En la parte trasera del edificio, en una antigua bodega, dos figuras encadenadas se distinguían en la penumbra. El botín de Kriegsburg no sólo había consistido en armas y gemas, después de todo... Allí estaba, encadenada, la cabecilla de una banda de mujeres guerreras que había ganado cierta reputación y poder en las calles de Mordheim. Eso, claro está, hasta que Gunnar y Trifón se encontraron con ellas y decidieron que eran sus enemigas.
-“¡Mis hermanas vendrán y te harán tragar tu propio miembr...” una bofetada de Skwisgaar, el norse que estaba de guardia en ese momento, derrumbó a la mujer contra la pared. La guerrera alzó la mirada llena de odio y se dispuso a lanzar un nuevo insulto, pero de pronto sus ojos distinguieron algo detrás de su agresor, y la rabia se evaporó al instante, sustituida por miedo. La máscara de hueso de Thorvald, coronada por cuernos de alce, emergió de las sombras. La amazona (así llamaban Gunnar y los suyos a las bandas de mujeres guerreras) no quiso sostenerle la mirada. El otro prisionero, en cambio, le miró con sus ojos brillantes e inexpresivos desde el rincón donde estaba encadenado... Era difícil decir si la mirada del hombre rata mostraba alguna emoción.
-“¿Servirán para el ritual?”
-“Sí” -la voz del chamán era ronca y siseante- “Shornaal aceptará la ofrenda”.
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En un bosque no muy lejano, un hombre solitario meditaba frente a dos túmulos de piedra. Trifón apreciaba que la tribu de la Sepiente Negra le hubiera ayudado a levantarlos en honor a Crixo y a Grumdrag. "Así es como merece ser enterrado un guerrero valiente" -habían sido las palabras de Gunnar, y ciertamente al gladiador le parecía que sus amigos caídos merecían ese honor. Pero haber tenido que recuperar el cuerpo decapitado de Crixo después de que los estalianos lo ajusticiaran... Sus dedos se cerraron con fuerza alrededor de la empuñadura de su espada de ithilmar, otro de los tesoros saqueados de Kriegsburg.
Pronto podría vengarse, sabía que los estalianos les atacarían la noche del ritual. Lo sabía. No era una simple intuición, sino que sabía con certeza que el caballero de Rivas estaría allí. Lo había visto... ¿Cómo era aquello posible? En las últimas noches había tenido sueños extraños... sueños que, al cabo de unos pocos días, se hacían realidad. Pequeñas visiones del futuro. Al principio no se había dado cuenta, pero los sueños se habían intensificado en la última semana, y ahora incluso podía oír una voz susurrándole justo antes de despertar. No se había parado a pensarlo hasta ese momento, y no siempre los recordaba con nitidez, pero... tenía la sensación de que el motivo por el que había decidido acompañar a Gunnar a su extraño ritual era porque esa voz se lo había susurrado. Los norses no le habían pedido ayuda, pero tampoco se opusieron. Thorvald había afirmado que los dioses estarían complacidos de que les acompañase, y Gunnar se alegró de tener a su hermano de batalla a su lado y poder mostrarle el poder de Shornaal, el dios patrón de su tribu.
Una vocecita dentro de la mente de Trifón, relegada a un rincón olvidado donde nadie la escuchaba, le decía que eso no era propio de él ni de sus hombres, que ese tipo de rituales oscuros para invocar demonios no eran algo de lo que quisiera formar parte. ...Pero ahora había voces más seductoras en la cabeza de Trifón, ofreciéndole venganza, gloria y poder.
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Mientras el Rey del Pozo (o Rey Pilila, como Gunnar le había apodado una noche en que todos habían bebido demasiado) volvía a la guarida donde sus hombres le esperaban, otra persona regresaba también a reunirse con los suyos, a bastantes leguas de allí. Un muchacho delgado y huesudo, con el pelo blanquecino y una capa andrajosa, cruzaba en esos momentos las puertas de una mansión abandonada, en el pueblo maldito de Adanerenburg, que pocos horrores tenía que envidiar a Mordheim. Varios mutantes espantosos, algunos el doble de grandes que él, le abrieron paso temerosos. El chico recorrió la polvorienta casa, sin iluminación alguna, hasta una amplia habitación en la que crepitaba el fuego de una chimenea. Un hombre muy fornido, con el rostro oculto bajo una capucha de cultista, le saludó con la cabeza y le dejó entrar en la estancia, donde una figura sentada en un sillón de respaldo alto contemplaba las llamas.
-“¿Ha ido todo bien, Rondador?” –habló el brujo, sin darse la vuelta.
-“Ya lo sabes, maestro. Lo has visto” -el chico esbozó una sonrisa.
-“Sí, es cierto” -el magíster respondió sonriendo él también- “Bien hecho. Te has vuelto muy hábil, muchacho.”
-“Gracias, maestro. ...Quería preguntarte por qué ayudamos a esos nórdicos. ¿Tenemos nosotros interés en ese ritual?”
-“Bueno, puede que no en ese ritual en concreto, amigo mío... Nosotros hacemos las cosas de otra manera. Pero el Gran Ritual es el Gran Ritual, lo realice quien lo realice.”
-“Liberará una gran cantidad de energía mágica... cosa de la que andamos muy necesitados para nuestro propósito aquí.” -la voz que habló ahora era melosa y femenina. La acompañante del hechicero, una misteriosa y hermosa bruja a la que llamaban “la Dama del Vórtice”, entró en la habitación con una jarra de plata y un par de copas.- “Además, esos salvajes adoran al mismo dios al que yo sirvo, y simpatizo con su causa.”
Pablet hizo una pausa, con una expresión meditabunda en el rostro, aunque el efecto quedaba algo desprestigiado por el hecho de que sus ojos estaban posados en el desmesurado escote del vestido de la bruja. Finalmente, el magíster pareció retomar el hilo de sus pensamientos.
- “...Y además, nos llamamos los Infames por algo, muchacho. Los necios como ese cazador de brujas, que creen que van a evitar que sumamos la ciudad en el más absoluto desorden, terror y anarquía, merecen que les mostremos cuál es la realidad. Mordheim es nuestro hogar por derecho, y pronto podremos reclamarlo, y empezará la diversión.”
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